UN VIAJE INTERESANTE
La primera semana pasó rápidamente, bajo un sol esplendoroso. Los niños se divirtieron mucho, incluso Nora aunque solía quejarse del calor. Todos vestían el traje baroniano y se veían muy graciosos con él.
Las niñas lucían estrechos corpiños blancos y azules con grandes botones de plata y anchas faldas azules y rojas. No llevaban medias, sino unas bonitas botas atadas con cordones rojos. Los niños llevaban pantalones cortos bordados, vistosas camisas abrochadas por detrás y un ancho cinturón. También ellos calzaban botas e iban muy cómodos con ellas.
Al principio a todos les parecía que iban disfrazados, pero pronto se acostumbraron.
—No me gustará volverme a poner nuestros vestidos de siempre —dijo Nora, mirándose en el gran espejo—. Me encanta ver cómo se mueve la falda a mi alrededor. Mira, Mike: tiene kilómetros de tela.
Mike se estaba poniendo el cinturón. Se colgó en él su cuchillo de boy scout y se miró al espejo.
—Parezco un pirata o algo por el estilo —dijo—. ¡Cómo me gustaría que los chicos del colegio me vieran así! ¡Se los comería la envidia!
—Se reirían de ti —dijo Nora—. Nunca te atreverías a llevar estos trajes en Inglaterra. Le pediré a la Reina que me permita llevarme este vestido cuando nos vayamos. Me lo pondré en un baile de disfraces y estoy segura de que ganaré el premio.
Su primera semana en Baronia fue inolvidable para los niños. Se les permitía hacer todo lo que querían, siempre que Ranni o Pilescu estuvieran con ellos. Cabalgaban por las colinas en pequeños potros montañeses; se bañaban en las tibias aguas del lago lo menos cinco veces al día; todas las tardes salían a navegar; fueron en automóvil a una gran ciudad próxima y allí se pasearon en autobús. Los autobuses de Baronia eran anchos y bajos y estaban pintados de azul y plata. Todo era diferente de lo que conocían; todo les parecía extraño.
—Inglaterra debió de parecerte al principio muy rara, Paul —dijo Mike al príncipe, comprendiendo por primera vez lo difícil que debió de ser para el niño baroniano acostumbrarse a vivir en un país extranjero.
Paul asintió. Le complacía enseñar las cosas de Baronia a sus amigos. Así, cuando regresara al colegio de Inglaterra y hablase de su casa y de su país, Jack y Mike le comprenderían y le escucharían con gusto.
Cuando la semana tocaba a su fin, Pilescu hizo esta proposición al príncipe:
—¿Por qué no lleváis a vuestros amigos a recorrer Baronia en avión? Así verán lo grande que es vuestro país. Os puedo llevar a todos.
—¡Oh, sí, Pilescu! ¡Es una gran idea! —gritó Mike—. ¡Volaremos sobre las montañas y los bosques y lo veremos todo!
—¡Os enseñaré el Bosque Secreto! —exclamó Paul.
Todos le miraron.
—¿Qué bosque es ése? —preguntó Jack—. ¿Por qué es secreto?
—Es un lugar muy raro —dijo Paul—. Nadie ha penetrado nunca en ese bosque.
—Entonces, ¿cómo sabéis que existe? —preguntó Mike
—Lo hemos visto desde los aviones —respondió Paul—. Hemos volado sobre él.
—¿Crees posible que nadie lo haya visitado nunca? —preguntó Peggy—. No, Paul, alguien habrá entrado en ese bosque alguna vez. No creo que hoy exista ningún lugar inexplorado en el mundo.
—Os aseguro que nadie ha entrado todavía en el Bosque Secreto —dijo Paul con firmeza—. ¿Por qué? Os lo voy a decir. Mike, haz el favor de darme el mapa.
Mike le entregó el mapa enrollado que Paul le pedía. El príncipe lo desenrolló y lo extendió sobre la mesa. Encontró el lugar que buscaba y lo señaló.
—Es un mapa de Baronia —dijo—. Como veis, es un país quebrado y montañoso. Fijaos en estas montañas.
Los niños se inclinaron para ver mejor lo que Paul les indicaba. Las montañas, pintadas de un tono castaño, tenían un nombre raro: Killimooin. El dedo moreno de Paul se había detenido en ellas.
—Estas montañas tienen una forma singular —dijo el príncipe—: forman un círculo cerrado. Y en el centro, en un extenso valle, está el Bosque Secreto.
Su dedo señalaba una manchita verde cercada por las montañas de Killimooin.
—Aquí —dijo— está el Bosque Secreto. Es un bosque inmenso. ¡Sabe Dios los animales feroces que habitarán en él!
—Pero ¿por qué no ha ido nadie a explorarlo? —preguntó Mike—. ¿Es que no se puede atravesar ese anillo de montañas?
—No —respondió Paul—, y por una razón muy sencilla: nadie hasta ahora ha encontrado un paso para atravesar las montañas de Killimooin.
—¿Por qué? ¿Tan abruptas son? —preguntó Nora, extrañada.
—Sí —respondió Paul—: abruptas y peligrosas.
—¿Vive alguien en las laderas de las montañas? —preguntó Peggy.
—Sólo algunos cabreros —respondió Paul—. Pero no llegan muy arriba: no pueden subir por las escarpadas laderas. Tal vez las cabras suban hasta las cumbres, pero no los cabreros.
—¡Oh! —exclamó Mike, fascinado al pensar en aquel bosque secreto, inexplorado—. ¡Esto sí que es emocionante! ¡Volemos sobre ese lugar misterioso en tu aeroplano, Paul! ¡Cómo me gustaría penetrar en ese bosque!
—Os advierto que desde el avión no se puede ver gran cosa —dijo Paul enrollando el mapa—. Sólo se distingue una gran mancha verde. En fin, mañana iremos.
Todos estaban emocionados. Sería magnífico volver a volar y más aún por encima de las montañas de Killimooin, para ver, aunque fuera desde lejos, el Bosque Secreto. ¿Qué animales lo poblarían? ¿Cómo sería por dentro? ¿Habría pisado alguien alguna vez su verde suelo? Mike y Jack ansiaban explorar aquel gran bosque oculto.
Al día siguiente los cinco niños se dirigieron a la pista inmediata al hangar donde se guardaba el avión de Paul. Los mecánicos lo empujaban sobre la hierba. Los niños saludaron a Ranni y a Pilescu, que se acercaron a ellos vestidos con sus trajes de volar.
—Ranni, queremos ir a las montañas de Killimooin. Bien sabes dónde están.
—Y cuando lleguemos, vuele usted muy bajo: queremos acercarnos al Bosque Secreto cuanto sea posible —dijo Nora.
Ranni y Pilescu sonrieron y todos subieron al avión.
—Recorreremos toda Baronia —dijo Pilescu—. Y Killimooin. Es una región salvaje. No lejos de ella está el pequeño palacio que el Rey hizo construir el año pasado en la ladera de una montaña, donde el viento es muy fresco. Estos últimos veranos han sido muy calurosos en Baronia, lo que no es nada bueno para los niños. Es posible que todos os trasladéis al palacete si el calor aumenta.
—¡Ojalá vayamos! —dijo Paul con un brillo de entusiasmo en los ojos—. Nunca he estado allí, Pilescu. Nos divertiríamos mucho, ¿no te parece?
—Os divertiríais, pero no del mismo modo que en el gran palacio —respondió Pilescu—. Los alrededores del palacio de verano son ásperos y montuosos. Parece más un castillo que un palacio. No hay buenos caminos. Por allí no se puede ir en automóvil. Lo único que podríais utilizar para ir de paseo serían los potros de montaña.
—Eso me gustaría —dijo Jack.
Se sentó en el gran avión y observó a los mecánicos que estaban poniendo en marcha la hélice. Luego se apartaron de un salto. El motor empezó a funcionar con un gran zumbido. Nadie podía oír lo que su vecino le decía.
El poderoso avión se deslizó sobre la hierba de la pista tan suavemente como un automóvil. Los niños apenas se dieron cuenta del momento en que despegó. Pero cuando miraron por las ventanillas vieron que la tierra estaba ya muy abajo. Pronto el palacio no fue mayor que una casa de muñecas.
—¡Ha empezado nuestro viaje! —dijo Jack alegremente—. ¿Dónde está el mapa, Paul? Dijiste que traerías uno para que pudiésemos ver dónde estábamos exactamente en cada momento.
A todos les interesó la tarea de buscar su situación en el mapa extendido.
—¡Estamos aquí! —dijo Jack, señalando una mancha azul en el mapa—. ¿Veis? Esto es el lago que está debajo de nosotros en este momento. Y allí tenéis el río que desemboca en el lago, según nos indica el mapa. ¡Esto es verdadera geografía! ¡Me gustaría que en el colegio estudiáramos así esta asignatura! ¡No me importaría tener clase de geografía a diario, si pudiésemos volar por encima de los lugares que estudiamos!
Los niños iban leyendo los nombres de las poblaciones que iban desfilando bajo el avión: Ortanu, Tarribon, Lookinon, Brutinlin.
—¡Qué nombres tan raros!
—Mirad. Aquí, según el mapa, hay montañas. Debemos de estar a punto de llegar a ellas.
—El avión se remonta. Sin duda nos hallamos sobre una de esas montañas. Sí; allí está. ¿La veis? Es una gran montaña.
—¡Qué verdes son los valles! ¡Mirad ese río! Parece un gusano de plata.
—¿Veremos pronto el Bosque Secreto? ¿Estaremos ya cerca de Killimooin? ¡Vaya! Ahora no lo veo en el mapa. Y lo estaba viendo hace un momento.
—¡Qué tonto eres, Jack! ¿Cómo lo vas a ver si tienes la mano encima?… Sí, aquí está Killimooin. ¿Lo ves? ¡Ya llegamos!
Ranni gritó a los niños.
—¡Mirad el Bosque Secreto! ¡Ya llegamos a la cordillera de Killimooin! Su Alteza, que ya la conoce, puede vigilar y avisar a sus amigos.
Con gran emoción, los cinco niños aplicaron sus rostros a los cristales del gran avión. Éste se remontaba para salvar abruptas montañas. Los niños no recordaban haber visto montes tan bravíos y escarpados como aquéllos.
—¡Mirad! Ésas son las montañas de Killimooin —gritó Paul—. Como veis, forman un gran anillo, con sus cimas que se recortan bajo el cielo. Entre ellas no hay ningún puerto, ningún paso. Nadie puede llegar al interior de este círculo, donde está el Bosque Secreto, que ocupa el centro del anillo.
Los niños podían ver fácilmente que la cadena de montañas formaban un cerrado y áspero círculo. Hombro con hombro, las montañas se erguían, gigantescas, abruptas, inhospitalarias.
El avión entró en el círculo y los niños miraron con ansiedad el valle sobre el cual volaban.
—¡Allí está el Bosque Secreto! —exclamó Paul—. ¡Sí allí está! ¡Mirad qué denso y sombrío es! Y casi llena el valle de un extremo a otro.
—¡Qué misterioso es esto! —dijo Nora, empezando a temblar—. ¡Sí, profundamente misterioso! ¡Esta quietud, esta oscuridad, esta soledad!… ¡Verdaderamente, parece que nadie haya puesto aquí el pie, ni haya de ponerlo jamás!