EL PALACIO DE BARONIA
Ranni y Pilescu ayudaron a los cinco niños a bajar del avión. Paul echó a correr hacia una bella dama que sonreía. Se inclinó profundamente, le besó la mano y luego la abrazó, mientras le hablaba rápidamente en baroniano. Era su madre, la reina. Ésta reía y lloraba al mismo tiempo, mientras acariciaba el cabello del príncipe y besaba sus mejillas.
También estaba allí el padre de Paul, que era un hombre apuesto, alto y delgado. Vestía de uniforme. Paul le saludó con gravedad y respeto, y luego se arrojó a sus brazos. Después se volvió hacia los cinco niños, menores que él, que permanecían en pie junto a los reyes, y que eran sus hermanos y sus hermanas. Paul besó la mano a sus hermanitas y saludó a sus hermanos. Luego todos se abrazaron hablando al mismo tiempo.
Después les tocó el turno a las dos amigas de Paul. Ya conocían al padre del príncipe, y les era muy simpático, pero nunca habían visto a la reina. A Nora y a Peggy les pareció una verdadera soberana, y tan hermosa, que era digna de ser reina de un cuento de hadas. Llevaba con donaire el traje baroniano, y su ancha falda, roja y azul, se balanceaba graciosamente cuando la reina andaba.
Besó a Nora y a Peggy y les dijo en inglés:
—¡Bienvenidas, niñas! Me alegro de conocer a los amigos de Paul. Habéis sido muy amables con él en Inglaterra. Deseo que seáis muy felices aquí.
Después se acercaron los chicos. Los dos se habían sentido avergonzados y sudorosos al pensar que tenían que besar la mano de la reina; cuando lo hicieron les resultó sumamente fácil. Primero se adelantó Mike y la reina le tendió la mano. Mike se inclinó y la besó con la mayor naturalidad. Le siguió Jack, y luego los dos saludaron al padre de Paul.
—Ahora vayamos al palacio —dijo la reina—. Debéis de tener apetito después del largo viaje. Hemos preparado todos los platos preferidos por Paul y espero que también a vosotros os gustarán.
Los niños se alegraron de que la madre de Paul hablara inglés. Habían intentado que Paul les enseñara el baroniano, pero el príncipe no era buen maestro. Se reía a carcajadas ante su mala pronunciación de las voces baronianas, pronunciación que a veces resultaba verdaderamente cómica, y era difícil entenderlo cuando le daban aquellos ataques de risa.
Los niños contemplaban el palacio con admiración. Nunca habían visto otro igual, salvo en las ilustraciones de los libros. Era magnífico, aunque no demasiado grande. Detrás de él se alzaban grandes montañas, y más abajo estaba el lago azul. Era un lugar de ensueño. Atravesaron un jardín repleto de flores extrañas y de perfume delicioso y llegaron a una amplia escalinata. Subieron por ella y entraron en el palacio por una gran puerta que estaba abierta de par en par y en la que les esperaban seis lacayos colocados en fila, vestidos con la librea azul y plateada de Baronia.
Tras ellos subieron los hermanos de Paul con sus nurses. A Peggy y a Nora les hicieron mucha gracia los más pequeños. Todos se parecían a Paul, con sus ojos grandes y oscuros.
—Estos pequeños dejarán de molestarnos muy pronto —dijo Paul con voz de dueño y señor—. Han venido a darme la bienvenida, pero se irán a la nursery. Nosotros tendremos nuestras habitaciones y Pilescu estará a nuestro servicio.
Al oír esto, los tres hermanos y Jack respiraron. Aunque los padres de Paul se habían ganado su simpatía, los niños se decían que les resultaría embarazoso convivir con un rey y una reina y sentarse a la mesa con ellos. Por eso se alegraron al saber que estarían solos.
Paul los llevó a sus habitaciones. A las niñas les correspondió un magnífico dormitorio con vistas al lago. El aposento estaba decorado en azul y plata. En el techo, pintado de azul, relucían estrellas plateadas. A las niñas les pareció una habitación magnífica. La colcha también era azul y tenía bordadas estrellas de plata.
—No me atreveré a dormir en esta cama —dijo Peggy, fingiéndose atemorizada—. Tiene dosel, como las camas que se ven en los grabados antiguos. En ella cabrían seis como nosotras. ¡Oh Nora, qué divertido es todo esto!
Los niños tenían que distribuirse en dos dormitorios. Mike y Jack ocuparían uno tan espacioso, que sus dos camas, colocadas una en cada extremo, estaban «a un kilómetro una de otra», como dijo Jack al ver la habitación. Paul tenía un cuarto para él solo al lado del de Jack y Mike, y quizá mayor aún.
—No comprendo que en el pensionado pudieras dormir en una habitación donde había once chicos más, teniendo para ti solo un dormitorio como éste en tu casa —dijo Mike a Paul. Y de pronto exclamó—: ¡Qué vista tan hermosa!
La habitación de Mike tenía dos hileras de ventanas: una que daba al lago y otra que tenía enfrente las montañas. Era un país maravilloso.
—Es salvaje, frondoso y escarpado —dijo Paul—. No como el vuestro, tan llano y tan suave, que hace pensar en un gatito manso sentado junto al fuego. En cambio, mi país es como un tigre que vaga por las colinas.
—¡Otra vez se nos pone poético! —exclamó Mike, lanzando una carcajada.
Pero había entendido muy bien lo que Paul quería decir. Baronia era un país bravío e impresionante. Aunque estaba muy hermoso bañado por el sol estival, no debía de ser tan apacible como entonces aparentaba. No tenía la calma de su propio país: era una tierra salvaje que tenía rincones enteramente inexplorados.
Los niños se lavaron en palanganas que parecían de plata y se secaron las manos en toallas bordadas con las armas de Baronia. Allí todo era refinado. Apenas se atrevía uno a manchar las toallas, e incluso a ensuciar y llenar de jabón el agua transparente de las palanganas.
Paul y sus cuatro amigos se dirigieron al comedor. Aquel día tenían que comer con el Rey y la Reina, pero luego comerían en su cuarto de jugar, gran habitación próxima a los dormitorios, que Paul ya les había mostrado. Los juguetes que vieron en aquel cuarto les dejaron boquiabiertos. A un lado había un tren eléctrico con todas sus instalaciones preparadas. En el lado opuesto, el mecano mayor que los niños habían visto en su vida. Con sus piezas Paul había montado en sus vacaciones anteriores un gran puente que todavía estaba allí. Tenían todo lo que un niño pudiese desear. ¡Qué bien lo pasarían en aquella habitación!
La comida fue excelente. Los niños no conocían ninguno de los manjares que les sirvieron, pero todos les parecieron deliciosos. ¡Si las comidas de Baronia eran siempre como aquélla, qué rollizos se iban a poner! La Reina les habló en inglés y el Rey les contó varios chistes. Paul charlaba con sus padres a veces en baroniano y a veces en inglés. Les contó todo lo que había hecho en el colegio.
Jack se inclinó hacia Mike y le dijo al oído:
—Habla como si hubiera sido un as en todo. ¡Cómo nos vamos a reír de él cuando estemos solos!
Durante toda la comida reinó la alegría. Los niños tenían buen apetito, pero cuando la comida se acercaba a su fin, se encontraron de pronto con que no les cabía nada más. Jack miró tristemente un helado de color de rosa, decorado con algo que parecían rojas cerezas. Era muy apetitoso, pero Jack ni siquiera habría podido probarlo.
Ranni y Pilescu no se sentaron a la mesa. Permanecieron en silencio, uno detrás del sillón del Rey y el otro detrás de la silla de Paul. Al fondo del comedor había una hilera de soldados vestidos con uniformes azul y plata. Los cuatro niños ingleses se sentían personas importantes al comer con un rey, una reina y un príncipe, y con escolta militar. ¡Qué divertido iba a ser vivir en Baronia!
Paul les llevó después a recorrer el palacio. Era magnifico, un edificio de sólida construcción y cuyas habitaciones estaban distribuidas de modo que en todas entraba el alegre sol estival. La nursery estaba ocupada por los hermanos de Paul. Un niño de pañales descansaba en una cuna labrada y protegida por cortinas en las que se combinaban los colores. Sus grandes ojos negros estaban muy abiertos cuando las dos niñas se inclinaron sobre la cuna para mirarlo.
La nursery era tan espléndida como el gran cuarto de juegos de Paul. Los niños se asombraron al ver la gran cantidad de juguetes que en ella había.
—¡Esto parece un bazar de juguetes, el mayor que he visto en mi vida! —dijo Jack—. Sin embargo, cuando estaba con nosotros en el colegio, Paul prefería a cualquier otro juguete un barquito que yo le hice con un pedazo de madera.
Paul rebosaba de satisfacción al ver que a sus amigos les gustaba su casa. No se daba importancia. Le parecía natural vivir en un palacio y tener todo lo que deseara.
Era un niño de buen corazón, que quería a sus amigos y le gustaba compartir todas sus cosas con ellos. Antes de ir a Inglaterra no tenía amistades, pero ahora tenía a Mike y a Jack, a Peggy y a Nora, y se sentía feliz de que estuvieran con él en Baronia.
—Nos bañaremos en el lago, iremos en barca hasta la otra orilla y subiremos en automóvil por las montañas —dijo Paul—. Lo pasaremos estupendamente. Confío en que no hará demasiado calor. Si lo hace, tendremos que irnos a la montaña porque allí se está más fresco.
Aquel día al anochecer, los niños estaban rendidos de cansancio. Tenían la sensación de haber recorrido muchos kilómetros por el interior del palacio y por sus alrededores; de haber explorado un sinfín de estancias y descubierto una serie interminable de torreones. Habían recorrido inmensos y maravillosos jardines donde había un verdadero ejército de jardineros que los saludaban y parecían muy contentos de verlos.
Merendaron —y también cenarían— en la terraza del cuarto de jugar. Grandes sombrillas protegían del sol a la mesa. El lago azul brillaba debajo de ellos.
—Siento haber comido tanto —refunfuñó Mike, al ver una magnífica bandeja de pasteles, bizcochos y bocadillos—. No sé qué hacer. No podré cenar si ahora meriendo, y si la cena se parece a la comida me moriré de pena si no tengo apetito.
—No te preocupes: estoy seguro de que tendrás apetito —dijo Paul—. Anda, come lo que te apetezca.
Antes de cenar, los niños dieron un paseo por el lago en la barca de vela del príncipe. Ranni los acompañó. En el lago se estaba bien: hacía un fresco agradable. Jack miró las caras de las niñas quemadas por el sol.
—Dentro de un par de días estaremos negros como el carbón —dijo—. Ahora ya estamos morenos, pero nos falta la segunda capa. Me arden los brazos. Pero no me los refrescaré con agua: me escocerían demasiado.
Entonces tendrás que ponerte los brazos sobre la cabeza para bañarte —dijo Mike—. ¡Estarás la mar de gracioso!
Cuando se retiraron, los niños estaban tan cansados que les costó un gran esfuerzo quitarse la ropa y bañarse, lanzando grandes bostezos se limpiaron los dientes y se bañaron. En cada dormitorio había una bañera hundida en el suelo y unos escalones para bajar a ella. A todos les sorprendió esto de bajar a la bañera en vez de pasar por encima del borde. Pero allí todo era sorprendente.
Las niñas se acostaron en su gran cama. Les hizo mucha gracia verse debajo del dosel. Aquel lecho les pareció inmenso comparado con las estrechas camas del colegio.
—Nos vamos a perder en esta inmensidad —dijo Nora a Peggy.
También los niños se acostaron en sus camas. Paul dejó abierta la puerta que comunicaba su dormitorio con el de Mike y Jack, para poder hablar con ellos. Pero no hablaron mucho. A todos les pesaban de tal modo los párpados, que no podían mantener abiertos los ojos. Había sido un día agitado y repleto de emociones.
—Estamos en Baronia —susurró Peggy, hablando consigo misma—. Estamos en Baronia. Estamos en… —y se quedó profundamente dormida.
Y así, durmiendo profundamente, estuvo toda la noche, mientras las pequeñas olas del lago lamían la orilla.