CAPÍTULO II

EN MARCHA HACIA BARONIA

Fue maravilloso despertar al día siguiente y recordarlo todo. Jack se sentó en la cama y empezó a dar voces para despertar a los demás. Muy poco después todos estaban vestidos y preparados para el desayuno. Tenían que ir al aeropuerto para encontrarse con Ranny y Pilescu, y habían de estar allí a las 10. Todas las cosas que tenían que llevarse las pusieron en una maleta.

—¡Qué poco te veré durante estas vacaciones, mamaíta! —exclamó Peggy—. No puedes figurarte cuánto lo siento.

—Papá y yo iremos a recogeros en avión —respondió la madre—. Es posible que vayamos un par de semanas antes de la apertura de curso. Así podremos estar unos días con vosotros en Baronia.

—¡Oh, eso sería maravilloso! —exclamaron Nora y Peggy a la vez.

Todos estaban locos de contento.

—¿Iréis en la «Golondrina Blanca»?

La «Golondrina Blanca» era el nombre del famoso avión del capitán Arnold. Los esposos Arnold habían volado en este aparato miles de kilómetros. Los dos eran muy buenos pilotos. Habían tenido muchas aventuras, y, seguramente por eso, les gustaba que sus hijos aprendieran a vivir por su cuenta y tuviesen sus propias aventuras.

—No es conveniente atar ni proteger demasiado a los chicos —dijo el capitán a su esposa, repitiendo lo que le había dicho muchas veces—. Ni a ti ni a mí nos gustan los niños blandos. Preferimos que, tanto los chicos como las chicas, sean listos y valientes. Queremos que sepan mantenerse firmes y serenos ante las adversidades. Deseamos que crezcan fuertes y audaces y sirvan para algo en este mundo. Por eso no debemos decir que no cuando se les presenta una ocasión para fortalecerse y aprender a ser independientes.

—¡Ojalá lleguemos a ser como tú y como mamá cuando seamos mayores! —dijo Peggy—. Intentasteis ir volando a Australia antes que nadie y desde entonces habéis conseguido muchos records. ¡Hemos de procurar que también a nosotros nos gusten las aventuras!

—Ya os gustan —dijo la madre, riendo—. Habéis tenido muchas, y extraordinarias; más de las que tienen la mayoría de los chicos en toda su vida.

Cuando llegó el coche para llevarse a los viajeros al aeropuerto, todos bajaron apresuradamente la escalera.

—¡Bien! Es un automóvil grande —observó Mike—. Somos nada menos que siete.

Todos subieron. El coche tomó velocidad y pronto llegaron al aeropuerto. Atravesaron la puerta de entrada. Mike, que miraba por la ventanilla, empezó a gritar:

—¡Ahí está tu avión! Ya lo veo. Es el mayor que hay en el campo.

—Y el más bonito —añadió Nora, contemplando admirada el hermoso aparato hacia el cual se dirigían. Era de un azul brillante y tenía las puntas de las alas plateadas. Todo él relucía bajo el sol. El coche se detuvo cerca del avión. Todos bajaron. Paul gritó:

—¡Allí está Pilescu! ¡Y también Ranni! Miradlos: están detrás del avión.

Los dos hombres baronianos, hombres de considerable estatura, habían oído el motor del automóvil y acudían a recibir a los niños. Pilescu lanzó esta exclamación:

—¡Paul! ¡Mi pequeño señor!

Paul corrió hacia Pilescu. El hombretón de barba roja se inclinó y alzó al muchacho con sus fuertes brazos.

—¡Hola, Pilescu! ¿Cómo estás? Me alegro mucho de volverte a ver —dijo Paul en baroniano, lenguaje que a todos los niños les parecía muy raro.

Pilescu adoraba al príncipe. Le había tenido en sus brazos cuando era un recién nacido y prometió cuidar de él mientras viviera. Con tanta fuerza apretaba a Paul, que éste protestó, pues no podía respirar:

—¡Pilescu! ¡Me estás ahogando! ¡Suéltame!

Pilescu sonrió y le dejó en el suelo. Paul se volvió hacia Ranni, que se inclinó profundamente y le hizo una torpe caricia. Le dio un abrazo de oso, apretándolo tanto o más que Pilescu.

—¡Ranni! ¿Tienes un poco de ese chocolate que me gusta tanto? —preguntó Paul.

Ranni se llevó la mano al bolsillo y sacó un gran paquete de chocolate envuelto en un papel de alegres colores. Llevaba escrito encima un nombre baroniano. A Paul le gustaba más que todos los chocolates que había probado, y lo había compartido con Mike y Jack muchas veces, siempre que recibía un paquete de Baronia.

Ranni y Pilescu saludaron a los demás niños. Estaban muy satisfechos de verles a todos reunidos, y también de ver al matrimonio Arnold. Todos ellos habían corrido juntos una extraña aventura en África, ocultos en la Montaña Secreta. Era natural que se alegrasen de tenerlos de nuevo a su lado.

—Vigile a todos estos bribonzuelos, Pilescu —dijo la señora Arnold mientras se despedía de los muchachos—. Bien sabe usted que pueden hacer toda clase de locuras.

—Señora, conmigo y con Ranni los niños están seguros —dijo Pilescu.

Su roja barba relucía al sol. Se inclinó profundamente y aprisionó con sus manazas la pequeña mano de la señora Arnold, para besarla con gran respeto. Mike se dijo que él nunca sería capaz de besar ninguna mano de aquel modo.

—¿Está ya preparado el avión? —preguntó el capitán Arnold subiendo a la nave para echarle un vistazo—. ¡Caramba, qué hermosura de aparato! ¡No cabe duda de que en Baronia tenéis buenos diseñadores de aviones! Casi superan a los nuestros, que ya es decir.

Los niños comían chocolate y hablaban con Ranni. El hombretón se sentía feliz al verlos de nuevo. Nora y Peggy iban colgadas de su brazo, recordando los días colmados de peligros y emociones que habían pasado en África, en el interior de la Montaña Secreta.

Un mecánico subió al aparato y dio los últimos toques al motor. Al cabo de un par de minutos su hélice empezó a zumbar y un ruido ensordecedor llenó el aire.

—¡Cómo me gusta ese ruido! —exclamó Mike—. ¡Ya nos vamos!

—¡Despedíos y subid, muchachos! —dijo Pilescu—. ¡Vamos a despegar!

Los niños abrazaron a sus padres y Paul se inclinó y besó la mano de la señora Arnold. Ésta se echó a reír y le dio un golpecito en la mejilla.

—Hasta la vista, Paul. Confío en que no arrastrarás a nuevos problemas a estos cuatro ciclones. Jack, vigílalos a todos. Mike, cuida a tus hermanas. Nora y Peggy, procurad que los chicos no hagan ningún disparate.

—¡Hasta pronto, mamaíta! ¡Adiós, papá! Escribidnos. Venid a recogernos cuando las vacaciones estén a punto de terminar.

—¡Hasta la vista, capitán Arnold! ¡La esperamos, señora Arnold!

El zumbido del avión ahogaba todos los demás sonidos. Pilescu ocupaba el puesto de mando. Ranni estaba junto a él, y detrás, los niños, sentados en cómodos sillones. El aparato zumbaba cada vez con más fuerza.

—¡R-r-r-r-r-r-r! ¡R-r-r-r-r-r-r…!

La poderosa máquina se deslizaba por la pista con creciente velocidad. Luego, con la ligereza de un pájaro, despegó del suelo, pasó por encima de las cercas y de los cables telegráficos, y, dos minutos después, estaba ya muy alto, perdido en el cielo.

—¡En marcha hacia Baronia! —exclamó Mike, sintiendo los latidos de su corazón.

—¡Empiezan nuevas aventuras! —dijo Jack—. ¡Qué divertido!

—El aeropuerto parece tener sólo unos centímetros de largo —dijo Nora, que lo miraba por la ventanilla.

—Dentro de media hora estaremos sobre el mar —dijo Paul—. ¡A ver quién lo ve primero!

Era maravilloso hallarse de nuevo en el aire, en aquel gran aeroplano. Los niños estaban acostumbrados a volar y les gustaba la sensación de viajar por las alturas del cielo. A veces las nubes pasaban por debajo del avión, semejantes a grandes campos de nieve. El sol las hacía brillar y entonces despedían una luz tan fuerte, que los viajeros no podían mirarlas.

De pronto, las nubes se rasgaron y Mike lanzó un grito:

—¡El mar! ¡Mirad! ¡Allí!… ¡Ranni!, ¿verdad que eso es el mar?

Ranni se volvió y asintió.

—¡Volamos a gran velocidad! —gritó—. Queremos llegar a Baronia a la hora de la comida.

—¡Qué contenta estoy! —exclamó Nora con ojos resplandecientes—. Tenía grandes deseos de ir a Baronia, Paul. Y ahora este sueño se realiza.

—También yo estoy contentísimo —dijo Paul—. Me gusta vuestro país y os quiero a vosotros; pero prefiero Baronia. A lo mejor también a vosotros os gusta más.

—¡Qué tontería! —exclamó Mike—. ¡Como si pudiera haber un país más hermoso que el nuestro!

—Cuando veáis Baronia, podréis hablar —dijo Paul. Y preguntó—: ¿Queréis más chocolate?

Los niños alargaron la mano hacia el paquete de Paul.

—Desde luego, yo prefiero vuestro chocolate al nuestro —dijo Mike, saboreándolo—. ¡Mirad! Otra vez se ve el mar. Está en calma.

Era divertido observar aquel mar que aparecía y desaparecía entre los jirones de nubes. Luego el avión voló de nuevo sobre tierra. Las nubes se dispersaron y los niños pudieron ver allá abajo un hermoso panorama que se extendía como un inmenso mapa de brillantes colores.

Volaron sobre grandes ciudades envueltas en humo y sobre extensiones de verde campiña, donde los sembrados y las casas aparecían como si fueran de juguete. Vieron los ríos que serpenteaban como gusanos azules y plateados. Volaron sobre altas montañas y advirtieron que en las cumbres de algunas de ellas había nieve.

—¡Es curioso! ¡Nieve en pleno verano! —exclamó Mike—. ¿Qué hora es?… ¡Ya son las doce! Así que llegaremos dentro de un par de horas.

El avión proseguía su viaje zumbando. Ranni ocupó el sitio de Pilescu y éste pudo dedicarse a hablar con los niños. Mike se dijo que parecía un gran perro venerando a su dueño. Pensó que para Paul era una suerte tener tales amigos.

—Pronto veremos el palacio —dijo Pilescu, mirando hacia abajo—. Ahora volamos sobre la frontera de Baronia, Paul. ¡Mira, allí está el río Jollu! Y aquella ciudad es Kikibora.

Paul empezó a dar muestras de emoción. Hacía tres meses que no había estado en su casa y deseaba ver a su madre, a su padre y a sus hermanos.

Mike y Jack guardaban silencio. Se preguntaban si la madre de Paul iría a recibirlos al aeropuerto y si tendrían que besarle la mano. «Me sentiré como un tonto», pensó Mike, nervioso.

—¡Allí está el palacio! —gritó de pronto Paul.

Los niños vieron un hermoso edificio junto a una colina. Parecía un palacio de un cuento de hadas. Era una maravilla. Sus torreones y sus minaretes relucían como el oro y debajo había un lago azul en el que se reflejaba la imagen del palacio.

—¡Qué hermoso es! —exclamó Nora—. Paul, me siento persona importante. ¡Vivir en un palacio! A ti te debe de parecer una cosa natural, pero para mí es algo maravilloso.

El avión dio media vuelta y empezó a descender. Detrás del palacio había una pista que utilizaban los aviones reales para tomar tierra. El aparato se posó suavemente, como un pájaro. Sus grandes ruedas giraron sobre la pista. El avión fue perdiendo velocidad y al fin se detuvo no lejos de un grupo de personas.

—¡Bienvenidos a Baronia! —exclamó Paul con un brillo de entusiasmo en los ojos—. ¡Bienvenidos a Baronia!