UNA BUENA SORPRESA
En el andén de la estación había tres muchachos que, llenos de emoción, esperaban la llegada del tren.
—Se ha retrasado —dijo Mike con impaciencia—. Ya pasan cinco minutos de la hora.
—Yo daré las noticias a las niñas —dijo Jack.
—No, se las daré yo —replicó el príncipe Paul, y sus grandes ojos negros relucían—. Son noticias mías, no vuestras.
—Está bien, está bien —dijo Mike—. Habla tú a Nora y a Peggy. ¡Pero no tardes demasiado si no quieres que intervenga yo!
Los tres niños esperaban a Nora y a Peggy, que regresaban del colegio para pasar las vacaciones de verano. Mike, Jack y el príncipe Paul iban al mismo pensionado, y los tres habían llegado el día anterior. Mike era el hermano gemelo de Nora, y Peggy hermana de los gemelos, a los que llevaba un año.
Jack era hermano adoptivo de los tres. No tenía padres. Por esto el capitán Arnold y su esposa, que eran los padres de los tres hermanos, lo habían acogido en su familia y lo consideraban como un hijo más. Lo llevaban al mismo pensionado que a Mike, y Jack se sentía muy feliz.
El príncipe Paul también iba al mismo colegio que Mike. Era muy amigo de los niños, porque, hacía dos años, lo habían libertado de la prisión en que lo tenían sus secuestradores. Su padre era el rey de Baronia, y el príncipe pasaba la vida entre el pensionado inglés y las vacaciones en Baronia, su lejano país. Era el más joven de los cinco.
—¡Ya llega el tren! ¡Viva! —gritó Mike al ver a lo lejos una nube de humo blanco.
—Las niñas estarán asomadas a las ventanillas —dijo Jack.
El tren se acercaba y la máquina resoplaba cada vez con más fuerza. Corrió a lo largo del andén, fue aminorando su velocidad y al fin se detuvo. Las puertas se abrieron.
El príncipe Paul empezó a gritar:
—¡Miradlas! ¡Están allí, en el centro del tren!
Así era; allí estaban las risueñas caras de Peggy y Nora, asomadas a la ventanilla. Luego, la portezuela de su departamento se abrió y las dos niñas saltaron al andén. Nora tenía el pelo oscuro y rizado, como Mike. El pelo rubio de Peggy relucía al sol. Había crecido, pero era la Peggy de siempre.
—¡Peggy! ¡Nora! ¡Qué alegría volver a veros! —gritó Mike.
Abrazó a su hermana gemela, y también a Peggy. Los cinco niños rebosaban alegría al volver a verse juntos. ¡Habían corrido tantas aventuras, habían compartido tantas dificultades, peligros y emociones!… Era magnífico estar reunidos de nuevo y poderse decir: ¿Recuerdas esto? ¿Te acuerdas de aquello?
El príncipe Paul empezó por comportarse tímidamente con las niñas. Les tendió la mano con un gesto de buena educación. Pero Peggy lanzó una exclamación y echó los brazos al cuello del príncipe.
—¡Paul! ¡No seas tonto! ¡Dame un abrazo!
—Paul tiene noticias —dijo Mike, recordando este detalle súbitamente—. ¡Desembucha ya de una vez, Paul!
—¿Qué tienes que decirnos? —preguntó Nora.
—Que he recibido una invitación para todos vosotros —contestó el príncipe—. ¿Queréis venir conmigo a Baronia para pasar allí las vacaciones?
Las dos niñas dieron un salto de alegría.
—¡Iremos a Baronia contigo, Paul! ¡Ha sido una gran noticia!
—¡Una noticia maravillosa!
—¡Desde luego será maravilloso! —exclamó Paul, radiante—. Estaba seguro de que os alegraríais. Mike y Jack están también entusiasmados.
—Un viaje a Baronia será una verdadera aventura —dijo Mike—. ¡Un país oculto entre montañas, con pocas pero hermosas ciudades, con centenares de pueblos escondidos y grandes bosques!… ¡Será algo soberbio!
—¡Oh, Paul! ¡Qué amable ha sido tu padre al invitarnos! —dijo Nora rodeando con el brazo los hombros del príncipe—. ¿Cuánto tiempo tardaremos en llegar?
—Poco. Iremos en mi aeroplano —dijo Paul—. Ranni y Pilescu, mis dos guardianes, vendrán mañana a recogernos.
—¡Es demasiado hermoso para ser verdad! —exclamó Nora, bailando de alegría.
Tropezó con un mozo que iba cargado.
—¡Oh, perdón! Ha sido sin querer… Bueno, vamos a recoger nuestro equipaje. ¿Veis algún mozo desocupado?
Pero no había ninguno disponible, y los cinco niños tuvieron que esperar. No les importaba. ¡Nada les importaba! Era maravilloso irse al país de Paul al día siguiente.
—Nosotras creíamos que iríamos a la playa con papá y mamá —dijo Nora.
—Íbamos a ir —dijo Jack—, pero ayer llamó por teléfono el padre de Paul y dijo que mandaba el avión para recoger a su hijo y que podíamos ir con él todos nosotros si nos lo permitían.
—¡Y ya sabéis que a papá y a mamá les gusta que viajemos, que veamos y aprendamos muchas cosas! —dijo Mike—. Les gustó tanto como a nosotros, aunque les supo mal que no podamos estar con ellos durante las vacaciones.
—No nos llevaremos mucha ropa —dijo Jack—. Paul dice que nos vestiremos con trajes baronianos, que son mucho más vistosos que los nuestros. ¡Me pasaré el día pensando en que visto de un modo raro y gracioso!
Las niñas se miraron alegremente. Ya se veían vestidas con faldas anchas y blusas de vivos y alegres colores. Se sentirían verdaderas baronianas.
—¡Bueno, basta de charla! —dijo Nora—. Hemos de ver si encontramos a alguien que nos lleve el equipaje. El andén está ya casi vacío. ¡Eh, mozo!
Éste se acercó arrastrando su carretilla vacía. Puso encima las maletas de los niños y las arrastró hasta la salida. Allí buscó un taxi y los cinco muchachos subieron a él. Aquella noche la pasarían con sus padres.
La familia se reunió para la merienda. La alegría era general. El capitán Arnold y su esposa sonreían al ver a los niños tan emocionados. Regresar a casa para pasar las vacaciones era siempre un acontecimiento feliz, pero regresar a casa y enterarse de que todos se iban a Baronia al día siguiente era tan emocionante que casi no se podía expresar con palabras.
En años anteriores los niños solían explicar los acontecimientos del curso: lo que se habían divertido jugando al tenis, o lo competidos que habían sido los partidos de criquet, o lo hermosa que era la nueva piscina, y lo pesados que habían sido los exámenes. Pero esta vez no se decía nada de lo que había pasado durante el curso que acababa de terminar: sólo se hablaba de Baronia; Paul rebosaba de satisfacción al verlos a todos tan contentos, pues estaba orgulloso de su país, como es natural.
—Baronia no es muy extensa —dijo—, pero sí muy hermosa. Es un país selvático. Ya veréis sus imponentes montañas, sus inmensos bosques, sus pintorescos poblados. Sus hombres son nobles y rudos; sus mujeres, bonitas y simpáticas; sus comidas, deliciosas.
—¡Hablas como un poeta, Paul! —exclamó Peggy—. ¡Continúa!
—No —dijo el príncipe, poniéndose colorado—. Os reiríais de mí. Los ingleses sois un poco raros. Amáis a vuestro país, pero no lo alabáis. En cambio, yo podría estar hablándoos horas y horas de las bellezas de Baronia. Y no sólo de sus bellezas, sino también de sus bandidos.
—¡Oooh! —exclamó Peggy, entusiasmada.
—Y de los animales feroces que hay en las montañas —añadió Paul.
—¡Los cazaremos! —gritó Mike.
—Y de los caminos secretos que hay en las laderas de las montañas y de los espesos bosques que nadie ha explorado todavía…
—¡Salgamos ahora mismo para Baronia! —dijo Nora—. ¡No puedo esperar más! Seguramente tendremos aventuras, aventuras tan emocionantes como las que hemos tenido otras veces.
El príncipe movió negativamente la cabeza.
—No, no tendremos aventuras emocionantes en Baronia. Viviremos en el palacio de mi padre y mis guardianes nos acompañarán a todas partes. Desde que me secuestraron, no me permiten ir solo por Baronia.
Sus amigos le miraron desencantados.
—Desde luego —dijo Mike—, da mucha importancia eso de tener guardaespaldas, pero es un engorro. ¿Nos permitirán subir a los árboles y otras cosas por el estilo?
—A mí nunca me lo han permitido —dijo Paul—. Pero allí soy el príncipe y siempre he de portarme con dignidad. Aquí puedo hacer cosas que allí no hago.
—¡Eso es verdad! —dijo Mike mirándole con una sonrisa—. ¿Quién atravesó el estanque de los patos para recoger la pelota y salió cubierto de barro?
—¿Y quién se hizo jirones el abrigo al saltar la cerca de espino, huyendo de una vaca furiosa? —preguntó Jack.
—Yo —dijo Paul—. Pero aquí soy igual que vosotros y he aprendido a portarme de un modo distinto. Cuando vayamos a Baronia también vosotros tendréis otros modales. Por ejemplo, habréis de besar la mano a mi madre.
Mike y Jack le miraron, inquietos.
—¡No entiendo mucho de esas cosas! —exclamó Jack.
—Y tendréis que aprender a inclinaros —dijo el príncipe muy divertido—. Así.
Se inclinó gentilmente. Luego se irguió y juntó los tacones con un golpe seco y sonoro. Las niñas se reían de buena gana.
—Será graciosísimo ver a Mike y a Jack hacer estas cosas —exclamó Nora—. Debéis empezar a hacer prácticas ahora mismo. A ver, Mike; inclínate ante mí. Y tú, Jack, bésame la mano…
Los muchachos protestaron.
—No seas tonta —refunfuñó Mike—. Si he de hacerlo, lo haré; pero no a ti ni a Peggy.
—No creo que la etiqueta sea tan rigurosa como la pinta Paul —dijo la señora Arnold, sonriendo—. Se está burlando de vosotros. ¡Fijaos: se le escapa la risa!
—Podréis hacer lo que os parezca —dijo Paul, soltando una carcajada—. Pero no os extrañéis de las costumbres de los baronianos. Son mejores que las vuestras.
—¿Habéis acabado ya de merendar? —preguntó el capitán Arnold—. No creo que ninguno de vosotros pueda comer algo más, pero es posible que esté equivocado.
—Yo me comeré otro trocito de pastel —dijo Mike—. ¡No nos dan pasteles como éste en el colegio!
—Ya te has comido cuatro trozos —le dijo su madre—. ¡Me alegro de no tener que alimentarte durante todo el año! Anda, toma el quinto pedazo.
Aquella noche prepararon pocas cosas: sólo los pijamas, los cepillos de dientes, algunas prendas de ropa interior y unas cuantas cosas más. Los niños deseaban lucir las alegres ropas del país de Paul. Habían visto fotografías de los baronianos y los trajes de los niños les gustaban mucho.
Todos estaban tan nerviosos, que les fue muy difícil hacer este pequeño trabajo. Hablaron con el capitán y su esposa, se entretuvieron con sus juegos durante unos minutos y luego se fueron a la cama.
Ninguno podía dormirse. Estaban acostados en diferentes dormitorios y se llamaban unos a otros. Al fin, la señora Arnold subió y les dijo muy en serio:
—¡Si oigo una sola palabra más, no iréis a Baronia! Desde este instante reinó el silencio y los cinco niños permanecieron inmóviles en sus camas, pensando en el día siguiente, que se anunciaba como uno de los más emocionantes de su vida.