El inspector Neele contempló a la señorita Marple y meneó la cabeza.
—¿Dice usted que Gladys Martin asesinó deliberadamente a Rex Fortescue? —dijo sin darle crédito—. Lo siento, señorita Marple, pero no puedo creerlo.
—No. Claro, ella no quiso asesinarle —replicó la solterona—, pero lo hizo, de todos modos. Usted dijo que estaba nerviosa y preocupada cuando la interrogó, y que parecía culpable.
—Sí, pero culpable de un crimen.
—Oh, no. En eso estoy de acuerdo con usted. Como le digo, no tuvo intención de matar a nadie, pero fue ella quien puso taxina en la mermelada. Naturalmente, no creía que fuera un veneno.
—¿Y qué pensó que era? —La voz de Neele tenía un matiz burlón.
—Pues imagino que lo tomó por una droga de ésas que obligan a decir la verdad —dijo la señorita Marple—. Es muy interesante y muy instructivo… ver las cosas que esas chicas recortan de los periódicos. Siempre ha ocurrido igual… en todas las épocas. Recetas de belleza y para atraer al hombre de sus sueños… hechicerías, bebedizos y encantamientos. Hoy en día, la mayoría se refugian bajo el nombre de la Ciencia. Ya nadie cree en la magia, ni que con sólo un gesto de una mano puedan transformarnos en rana. Pero si uno lee en el periódico que inyectándonos el jugo de ciertas glándulas pueda alterarse los tejidos vitales hasta conferirnos las características de una rana, se acepta ello a pies juntillas. Y habiendo leído varios artículos acerca de las drogas que obligan a decir la verdad, Gladys no tuvo el menor reparo en creerlo cuando él le dijo que aquello era ni más ni menos que dicha droga.
—¿Quién se lo dijo? —quiso saber el inspector Neele.
—Alberto Evans —repuso la señorita Marple—. Claro que ése no era su verdadero nombre, pero de todas formas la conoció el verano pasado en un lugar de veraneo, y le hizo el amor. Yo imagino que le contaría alguna historia de injusticia, persecución, o algo por el estilo. De todas maneras, el caso es que Rex Fortescue tendría que confesar lo que le había hecho e indemnizarle. Claro que no lo sé de ciencia cierta, inspector Neele, pero estoy bastante segura de que fue así. Él le dijo que buscara empleo en la casa, y es bastante fácil hoy en día, debido a la escasez de servicio, conseguir entrar en donde uno se lo propone, puesto que se cambia continuamente de criados. Luego se citaron. En su última postal le decía: «Recuerda nuestra cita». Debía tener lugar el gran día para el que se estaban preparando. Gladys pondría la droga en la mermelada de modo que el señor Fortescue se la tomara a la hora del desayuno, y el centeno en su bolsillo. Ignoro qué historia le contaría acerca del centeno, pero ya le digo desde el principio, inspector Neele, que Gladys Martin era una chica muy crédula. En resumen, hubiera creído cualquier cosa que le dijera un joven bien parecido.
—Continúe —dijo el inspector, aturdido.
—Probablemente su idea era que Alberto fuera a verle a su oficina aquel mismo día —prosiguió la señorita Marple—, y a una hora en que la droga hubiera surtido su efecto, de modo que el señor Fortescue lo confesase todo y demás. Puede usted imaginarse lo que debió sentir la pobre chica al saber que el señor Fortescue había muerto.
—Pero sin duda —objetó Neele—, ella lo habría dicho todo.
—¿Qué fue lo primero que le dijo cuando usted la interrogó?
—Pues dijo: ¡Yo no he sido! —recordó Neele.
—Exacto —exclamó la señorita Marple triunfante—. ¿No comprende que es eso precisamente lo que hubiera dicho? Cuando rompía algún objeto, Gladys siempre decía: Yo no quise hacerlo, señorita Marple. No sé cómo ocurrió. Ellos no pudieron evitarlo, los pobres. Sentíanse muy preocupados por lo que habían hecho y su principal intención era evitar que los culparan. No creerá usted que una joven nerviosa que acaba de asesinar a alguien sin tener intención de hacerlo, vaya a admitirlo, ¿verdad? Eso sería fuera de razón.
—Sí —dijo Neele—. Supongo que está en lo cierto.
Y Volvió a su memoria su entrevista con Gladys. Nerviosa, intranquila, culpable, ojos esquivos. Todo aquello podía tener un gran significado o ninguno. No podía culparse por haber fallado.
—Como le digo —continuó la señorita Marple—, su primera idea hubiera sido negarlo todo. Luego, de un modo confuso intentaría explicárselo mentalmente. Tal vez Alberto no supiera lo fuerte que era aquella droga, o quizá por error le hubiera entregado demasiada cantidad. Pensaría disculpas y aclaraciones. Esperaría que él se pusiera en contacto con ella, cosa que, naturalmente, hizo… por teléfono.
—¿Cómo lo supo? —preguntó Neele con acritud.
La señorita Marple meneó la cabeza.
—No. Confieso que lo supongo. Pero aquel día hubo varias llamadas que no tienen explicación. Es decir, llamaban, y cuando Crump o su esposa contestaban, cortaban la comunicación. ¿Sabe?, era él. Fue llamando hasta lograr que Gladys contestara en persona al teléfono, y entonces quedó de acuerdo con ella para verse.
—Ya —dijo Neele—. Quiere decir que Gladys tenía una cita con él el día de su muerte.
La señorita Marple asintió enérgicamente.
—Si, eso es evidente. La señora Crump tuvo razón en una cosa. La chica llevaba —puesto su mejor par de medias de nylon y zapatos nuevos. Iba a encontrarse con alguien. Sólo que no pensaba salir. Él sería quien acudiese a Villa del Tejo. Por eso aquel día estaba tan nerviosa, y se retrasó en servir el té. Luego, al pasar por el vestíbulo con la segunda bandeja, creo que debió verle en la puerta lateral haciéndole señas. Dejó la bandeja y salió a reunirse con él.
—Y entonces la estranguló —dijo Neele.
La señorita Marple frunció los labios:
—Debió ser cosa de un minuto —explicó—, y no podía correr el riesgo de que hablara. La pobre y crédula Gladys tenía que morir. Y después… ¡le puso una pinza en la nariz! —La indignación hacía vibrar la voz de la anciana—. Para que fuera todo como en la canción. El centeno, los mirlos, el palacio donde el rey contaba su dinero, el pan y la miel, y la pinza de la ropa… lo más a propósito que pudo encontrar para simular un pajarito que le arrancara la nariz…
—Y supongo que después de todo esto le llevarán a Broadmoor y no podrán ahorcarle porque está loco —dijo Neele, despacio.
—Creo que le colgarán —dijo la señorita Marple—. No está loco, inspector, ¡ni por asomo!
El inspector la miraba de hito en hito.
—Ahora escúcheme, señorita Marple. Usted me ha expuesto su teoría. Sí… sí, a pesar de que usted dice que lo sabe, es sólo una teoría. Usted asegura que un hombre es responsable de estos crímenes, que se hace llamar Alberto Evans, que conoció a Gladys en un lugar de veraneo y la utilizó para sus propios fines. Ese Alberto Evans era alguien que deseaba vengarse por el asunto de la vieja mina del Mirlo. Usted sugiere, ¿no es así?, que Don Mackenzie, el hijo de la señora Mackenzie, no murió en Dunkerque… sino que aún vive y es el responsable de todo esto.
Pero ante su sorpresa, Neele vio que la señorita Marple movió la cabeza negando.
—¡Oh, no! —dijo—. ¡Oh, no! Yo no digo eso. ¿No comprende que todo ese asunto de los mirlos es en realidad una filfa? Únicamente fue utilizado por alguien que había oído hablar de los mirlos… los de la biblioteca y los del pastel. Esos sí que fueron auténticos. Fueron colocados allí por alguien que conocía la vieja historia y deseaba vengarse, pero sólo amedrentar al señor Fortescue y ponerle nervioso. Inspector Neele, yo no creo que los niños puedan ser educados enseñándoles a esperar la ocasión de llevar a cabo una venganza. Los niños, al fin y al cabo, tienen mucho sentido. Pero cualquiera que sepa que su padre fue estafado y que tal vez le dejaron morir, puede estar deseando darle un susto a la persona que supone culpable de ello. Creo que eso es lo que ocurrió y que fue aprovechado por el asesino.
—El asesino —repitió Neele—. Vamos, señorita. ¿Quién es?
—No le sorprenderá, en absoluto, porque, en cuanto le diga quién es, o más bien dicho, quién creo que es, porque hay que hablar con exactitud, ¿verdad?… verá que es precisamente el tipo de persona adecuada para cometer estos crímenes. Cuerdo, inteligente y sin escrúpulos. Y lo hizo por dinero, desde luego, seguramente por una buena suma de dinero.
—¿Percival Fortescue? —preguntó el inspector Neele, sabiendo que se equivocaba. El retrato que la señorita Marple hiciera del asesino no tenía el menor parecido con Percival Fortescue.
—¡Oh, no! —repuso la señorita Marple—. Percival, no. Lance.