—Aguarda un momento —dijo la señorita Ramsbatton—. Este solitario me va a salir.
Trasladó un rey seguido de su acompañamiento a un espacio libre; puso un siete rojo sobre un ocho negro, agregó el cuatro, cinco y seis de trébol en la columna correspondiente; hizo algunas otras rápidas modificaciones, y al fin se echó hacia atrás con un suspiro de satisfacción.
—Es el Doble Jota —dijo—. No suele salir a menudo.
Y tras contemplarlo con orgullo alzó los ojos hasta la joven que se hallaba de pie junto a la chimenea.
—¿De modo que tú eres la esposa de Lance? —le dijo.
Pat, que había recibido aviso de acudir a las habitaciones de la señorita Ramsbatton, asintió con un movimiento de cabeza:
—Sí.
—Eres alta —dijo la anciana—, y pareces sana.
—Tengo muy buena salud.
—La mujer de Percival está muy fofa —replicó la señorita Ramsbatton—. Come demasiados dulces y no hace suficiente ejercicio. Bueno, siéntate, pequeña; siéntate. ¿Dónde conociste a mi sobrino?
—Le conocí en Kenya cuando estuve allí pasando una temporada con unos amigos.
—Tengo entendido que ya estuviste casada.
—Sí, dos veces.
La señorita Ramsbatton hizo un gesto de asombro.
—Divorcio, supongo.
—No —repuso Pat con voz un tanto insegura—. Murieron… los dos. Mi primer marido era piloto de guerra. Le mataron durante la conflagración.
—¿Y el segundo? Deja que piense… alguien me lo explicó… Sé pegó un tiro, ¿no es cierto?
Pat asintió en silencio.
—¿Por tu culpa?
—No —replicó Pat—. No fue culpa mía.
—Se dedicaba a las carreras de caballos, ¿verdad?
—Sí.
—En mi vida estuve en las carreras —dijo la señorita Ramsbatton—. Apuestas y juegos de cartas… son vicios del demonio.
Pat no chistó.
—Yo no me metería ni en broma en un teatro o cine —dijo la señorita Ramsbatton—. ¡Ah, vivimos en un mundo pervertido! En esta casa se vivía mal, pero Dios les ha castigado.
Pat seguía sin saber qué decir. Se preguntaba si la tía de Lance no estaría algo perturbada. Sin embargo, le desconcertaba su mirada astuta.
—¿Qué es lo que sabes de la familia en la que acabas de ingresar? —le preguntó la anciana.
—Supongo que lo que se sabe siempre en estos casos —dijo Pat.
—¡Hum…! Tienes algo de razón. Bueno, voy a contarte algo. Mi hermana era una tonta, mi cuñado un bribón. Percival rastrero y solapado y tu Lance fue siempre la oveja negra de la familia.
—Creo que eso es una tontería —dijo Pat con firmeza.
—Puede que tengas razón —replicó inesperadamente la anciana—. No es posible colgarle una etiqueta a cada persona. Pero no desprecies a Percival. Existe cierta tendencia a creer que aquéllos que ostentan la etiqueta de «buenos» son también estúpidos. Percival no lo es ni un ápice. Es muy listo, pero lo disimula con su mojigatería. Nunca me he preocupado de él. Permíteme que te diga que no confío en Lance ni le apruebo, pero no puedo evitar el tenerle cariño… Es muy atolondrado… siempre lo ha sido. Tendrás que vigilarle para que no vaya demasiado lejos. Dile que no crea todo lo que él le diga. En esta casa son todos mentirosos. —Tía Effie concluyó, satisfecha—: Fuego y azufre serán su merecido.
El inspector Neele terminaba una conversación telefónica con Scotland Yard.
El subcomisario le decía desde el otro extremo del hilo:
—Podremos obtener esa información que nos pide… recorriendo los sanatorios particulares. Claro que puede haber muerto.
—Es probable. Ha pasado mucho tiempo.
Viejas culpas dejan larga huella. Había dicho la señorita Ramsbatton… con tono insinuante, como si quisiera indicarle una pista.
—Es una teoría fantástica —dijo el subcomisario.
—No, lo sé, señor, pero no creo que debamos pasarla por alto. Demasiadas cosas concuerdan con…
—Sí… sí… centeno… mirlos… el nombre de pila…
—También me estoy concentrando en las otras pistas —explico Neele—. Dubois es una posibilidad… Wright otra… esa chica Gladys pudo haber visto cualquiera de los dos cerca de la puerta lateral… y dejar la bandeja en el recibidor para salir a ver quien era y que estaba haciendo… quienquiera que fuese pudo estrangularla entonces y llevar el cuerpo hasta el lugar donde se hallan los alambres de tender la ropa y ponerle la pinza en la nariz…
—¡Una locura! Y además desagradable.
—Sí, señor. Eso es lo que preocupó a esa anciana… me refiero a la señorita Marple. Es una señora muy agradable… y muy lista. Se ha trasladado a la casa… para estar cerca de la señorita Ramsbatton… y no tengo la menor duda de que se enterará de todo lo que ocurre.
—¿Qué va a hacer ahora, Neele?
—Tengo una cita con los abogados de Londres. Quiero averiguar alguna cosilla más sobre los asuntos de Rex Fortescue Y a pesar de que es una vieja historia, quisiera oír algo más acerca de la mina del Mirlo.
El señor Billingsley, de Billingsley. Horsethorpe y Walters, era un hombre cortés y de maneras amables. Era la segunda entrevista que el inspector Neele celebraba con él, y en esta ocasión la discreción del señor Billingsley fue menos notable que la primera. La triple tragedia ocurrida en Villa del Tejo había sacado al abogado de su reserva habitual y mostróse dispuesto a exponer todos los hechos ante la Policía.
—Todo esto es extraordinario —dijo—. Muy extraordinario. No recuerdo nada semejante en toda mi carrera.
—Con franqueza, señor Billingsley —repuso el inspector Neele—, necesitamos ayuda.
—Puede contar conmigo, inspector. Les ayudaré muy gustoso en todo lo que me sea posible.
—Primero permítame que le pregunte si conocía bien al finado señor Fortescue, y si tiene conocimiento de los negocios de su firma.
—Le conocía bastante bien Es decir, le he tratado durante unos… digamos, dieciséis años. Permítame decirle que no somos los únicos abogados que trabajamos para él, ni mucho menos.
El inspector asintió. Ya lo sabía. Billingsley, Horsethorpe y Walters, eran lo que pudiera llamarse los abogados intachables de Rex Fortescue. Para sus transacciones menos honradas había recurrido a otros muchos, distintos siempre y menos escrupulosos.
—¿Qué más quiere saber? —continuó el señor Billingsley—. Ya le he explicado las condiciones de su testamento… Percival Fortescue es su heredero universal.
—Ahora me interesa conocer el testamento de su viuda —dijo Neele—. Tengo entendido que a la muerte del señor Fortescue entró en posesión de la suma de cien mil libras.
Billingsley asintió.
—Una considerable cantidad, y puedo decirle, en confianza, que la sociedad apenas hubiera podido pagarla, inspector.
—Entonces, ¿no prospera la firma?
—Con franqueza y estrictamente entre nosotros —dijo el abogado—. Va a la deriva desde hace cosa de un año y medio.
—¿Por algún motivo especial?
—Pues sí. Yo diría que el motivo era el propio Rex Fortescue. Durante este último año estuvo actuando como un loco. Vendiendo buen género aquí, comprando material especulativo allá, y hablando mucho de todo ello del modo más extraordinario. No quería escuchar consejos de nadie. Percival… su hijo, ya sabe… vino aquí rogándome que empleara mi influencia con su padre. Al parecer él ya lo había intentado, pero su padre se lo quitó de en medio. Bueno, hice cuanto pude, pero Fortescue no atendía a razones. La verdad, parecía otro hombre.
—Pero me figuro que no se mostraría abatido —dijo el inspector Neele.
—No, no. Muy al contrario. Extravagante y haciendo locuras.
El inspector asintió en silencio. La idea que se había forjado en su mente se iba fortaleciendo. Empezaba a comprender algunas de las causas que motivaron los rozamientos entre Percival y su padre. El señor Billingsley continuaba:
—Es inútil que me pregunte por el testamento de su esposa. Yo no lo hice.
—No. Ya lo sé —repuso Neele—. Sólo estoy comprobando lo que tenía que dejar. En resumen, cien mil libras.
El señor Billingsley meneaba la cabeza enérgicamente.
—No, no, mi querido amigo. Se equivoca usted.
—¿Quiere decir que esas cien mil libras sólo podía disfrutarlas mientras viviera?
—No… no…; se las dejó para siempre. Pero existía una cláusula en el contrato poniendo cierta condición… Es decir, la esposa de Fortescue no heredaría esa suma a menos que le sobreviviera durante un mes. Lo cual, puedo decir, es una cláusula bastante corriente hoy en día. Suele hacerse debido a la poca seguridad de los viajes aéreos. Si dos personas mueren en un accidente de aviación, se hace difícil decir cuál es el superviviente y surgen una serie de problemas de lo más curioso.
El inspector Neele le miraba con fijeza.
—Entonces, Adela Fortescue no tenía cien mil libras que dejar. ¿Qué ha sido de ese dinero?
—Ha vuelto a quedar en la firma comercial. O más bien, ha vuelto a manos de su heredero universal.
—Y ese heredero universal es Percival Fortescue.
—Exacto —dijo Billingsley—. A manos de Percival Fortescue. Y en el estado en que se encontraban los asuntos de la razón social… ¡yo diría que le hacían mucha falta!
—Los policías queréis saberlo todo —decía el doctor amigo del inspector Neele.
—Vamos, Bob, suéltalo.
—Bueno, como estamos los dos solos, afortunadamente, no podrás comprometerme. Pero ¿sabes?, creo que tienes razón La familia lo sospechaba y quiso que le viera un médico. Él no lo consintió. Actuaba del modo que has descrito. Pérdida de la razón, megalomanía, ataques violentos de furor… delirio de grandeza… creyéndose un genio de las finanzas. Cualquiera en sus condiciones hubiera llevado a la ruina un negocio solvente… a menos que alguien le contuviera… y eso no es cosa fácil… sobre todo cuando el interesado sabe lo que se persigue. Sí… yo diría que tus amigos han tenido la suerte de que muriera.
—No son amigos míos —replicó Neele, y repitió lo que dijera en otra ocasión.
—Son una gente muy desagradable…