Capítulo XV

1

—Señorita Fortescue, siento volver a molestarla, pero quiero estar seguro, completamente seguro, de una cosa. Por lo que sabemos, fue usted la ultima persona… o, mejor dicho, la penúltima… que vio con vida al señor Fortescue. ¿Eran las cinco y veinte cuando usted salió de la biblioteca?

—Más o menos —dijo Elaine—; No puedo decírselo exactamente. Uno no va mirando el reloj a cada momento.

—No, claro que no. Durante el tiempo que estuvo sola con el señor Fortescue, una vez se marcharon los demás, ¿de qué hablaron?

—¿Es que acaso importa?

—Probablemente, no —replicó el inspector Neele—; pero pudiera darme alguna pista acerca del estado de ánimo de la señora Fortescue.

—¿Quiere decir… cree usted que pudo haberse matado?

El inspector observó cómo se le iluminaba el rostro. Esa seria sin duda la solución más conveniente para la familia. Pero el inspector no lo creyó ni por un momento. Adela Fortescue no pertenecía al tipo de los suicidas. Incluso aunque hubiera matado a su esposo y estuviera convencida de que iban a acusarla de este crimen, no hubiese pensado en matarse. Sino que hubiera confiado con todo optimismo, que aunque la juzgaran por asesina, habría de salir absuelta. Sin embargo, estaba seguro de que a Elaine Fortescue le divertía la idea, y por ello le dijo sin faltar del todo a la verdad:

—Por lo menos existe una posibilidad, señorita Fortescue. Ahora tal vez quiera decirme sobre qué versó su conversación.

—Bueno, la verdad es que hablamos de mis cosas… —Elaine vacilaba.

—¿Qué cosas…? —hizo una pausa, animándola a confiarse.

—Yo… un amigo mío acababa de llegar, y yo le preguntaba a Adela si tendría inconveniente en que… en que se hospedara en casa.

—¡Ah! ¿Y quién es su amigo?

—El señor Gerald Wright. Es profesor. Se… se hospeda en el Golf Hotel.

—¿Un amigo muy intimo, quizá?

El inspector Neele sonrió de un modo que por lo menos le hacía representar quince años más.

—¿Tal vez podemos esperar una noticia interesante para en breve?

—Casi sintióse arrepentido de haber dicho aquello al ver el gesto de asombro de la muchacha y su rubor. Era evidente que estaba enamorada de aquel sujeto.

—Nosotros… todavía no estamos prometidos y, naturalmente, ahora no es momento; pero… bueno, sí, creo que… quiero decir que vamos a casarnos.

—Enhorabuena —dijo Neele—. Dice usted que el señor Wright se hospeda en el Golf Hotel. ¿Cuándo tiempo lleva allí?

Le telegrafié al morir papá.

—Y vino en seguida. Ya —replicó Neele—: ¿Y qué dijo la señora Fortescue cuando usted le preguntó si podía traerle aquí?

—¡Oh!, dijo que muy bien, que podía traer a quien quisiera.

—¿Se mostró, pues, complaciente?

—No del todo. Quiero decir, que dijo…

—Sí. ¿Qué dijo?

De nuevo volvió a sonrojarse.

—¡Oh!, una estupidez. Dijo que ahora podía hacer muchas cosas que antes me estaban vedadas. Algo muy propio de Adela.

—¡Ah, ya! —dijo el inspector—. Los parientes suelen decir esas cosas.

—Sí, sí, es cierto. Pero es que la gente no suele apreciar a Gerald en lo que vale. Es un intelectual, y tiene unas ideas muy propias y avanzadas que la gente no comprende…

—¿Por eso no se llevaba bien con su padre de usted?

Elaine se sonrojó intensamente.

—Papá estaba lleno de prejuicios y era injusto. Hirió los sentimientos de Gerald. La verdad es que le dolió tanto la actitud de mi padre que se marchó y no supe nada de él durante vanas semanas.

«Y es probable que hubiera continuado sin saber de él si su padre no hubiera muerto dejándola un montón de dinero», pensó Neele, y en voz alta prosiguió:

—¿Hablaron alguna otra cosa, usted y la señora Fortescue?

—No, creo que no.

—Eran las cinco y veinticinco y la señora Fortescue fue encontrada muerta a las seis menos cinco. ¿Usted no volvió a la biblioteca durante esa media hora?

—No.

—¿Qué estuvo usted haciendo?

—Fui… fui a dar un paseo.

—¿Hasta el Golf Hotel?

—Yo… bueno, sí, pero Gerald no estaba.

El inspector Neele volvió a decir «Ya», pero esta vez con otra entonación. Elaine Fortescue se puso en pie preguntando:

—¿Nada más?

—Nada más, señorita Fortescue. Gracias. —Y añadió en tono casual—: ¿Puede decirme algo acerca de los mirlos?

—¿Mirlos? —Le miró extrañada—. ¿Se refiere a los del pastel?

«Debieran estar en el pastel», pensó el inspector, pero se limitó a decir:

—¿Cuándo fue eso?

—¡Oh! Hará tres o cuatro meses… y también encontramos otros sobre la mesa de papá. Estaba furioso.

—¿Furioso? ¿Hizo muchas preguntas?

—Sí… desde luego… pero no pudo averiguar quién los puso allí.

—¿Tiene usted idea de por qué se enfadó tanto?

—Pues… fue una cosa bastante desagradable… ¿no le parece?

Neele la miraba con fijeza, pero ella no intentó apartar la vista.

—¡Oh!, sólo una cosa más, señorita Fortescue. ¿Sabe usted si su madrastra había hecho testamento alguna vez?

Elaine meneó la cabeza.

—No tengo la menor idea… supongo que sí. La gente suele hacer testamento, ¿verdad?

—Debieran de hacerlo… pero no siempre ocurre así. ¿Ha hecho usted testamento, señorita Fortescue?

—No… no… hasta ahora no tenía nada que dejar… pero ahora… claro…

Pudo ver cómo su expresión variaba al darse cuenta del cambio de su posición.

—Sí —le dijo el inspector—. Cincuenta mil libras es toda una responsabilidad… y cambia muchas cosas, señorita Fortescue.

2

Durante los minutos siguientes a la marcha de Elaine Fortescue, el inspector Neele permaneció pensativo mirando al vacío. Desde luego se le habían abierto vastos horizontes para la meditación. El que Mary Dove hubiese declarado haber visto a un hombre en el jardín a las cuatro treinta y cinco aproximadamente, ofrecía nuevas posibilidades. Eso, naturalmente, en el caso en que Mary Dove hubiese dicho la verdad. El inspector Neele tenía la costumbre de no confiar nunca en nadie. Pero pensándolo bien, no veía ninguna razón para que hubiese mentido… Sentíase inclinado a pensar que no faltó a la verdad al decirle que había visto un hombre en el jardín. Era evidente que aquel hombre no pudo ser Lancelot Fortescue, a pesar que el suponer que fuese él resultaba lógico debido a las circunstancias. No había sido Lancelot Fortescue, pero sí un hombre de su corpulencia y estatura aproximada, y si había habido un hombre en el jardín a aquella hora moviéndose furtivamente, como debió hacerlo a juzgar por él modo como buscaba el amparo de los setos, ello se prestaba a formular una nueva serie de conjeturas.

A esto tenía que añadir lo que dijo de haber oído andar a alguien en el piso superior, lo cual coincidía con otra cosa. La pequeña partícula de barro que había encontrado en el suelo del boudoir de Adela Fortescue. A la mente del inspector Neele acudió el recuerdo del pequeño escritorio. Una bonita antigüedad con un cajoncito secreto bastante a la vista. En dicho cajón había tres cartas; cartas escritas por Vivian Dubois a Adela Fortescue. Por las manos del inspector habían pasado muchas clases de cartas de amor durante el curso de la guerra. Estaba familiarizado con las misivas apasionadas, tontas, sentimentales, quisquillosas, y también con las prudentes, y por eso sintióse inclinado a clasificar aquellas tres entre estas últimas. Incluso siendo leídas en una causa de divorcio, podrían pasar como inspiradas sólo por una amistad platónica. Aunque en este caso: ¡Valiente amistad platónica!, pensó Neele. Cuando el detective encontró las cartas las envió en seguida al Yard, puesto que en aquel entonces la cuestión más importante era ver si la Oficina Fiscal consideraba que había pruebas suficientes para acusar a Adela Fortescue, o a Adela Fortescue y Vivian Dubois juntos. Todo indicaba que Rex Fortescue había sido envenenado por su esposa, con o sin complicidad de su amante. Aquellas cartas, aunque prudentes, demostraban bien a las claras que Vivian Dubois era su amante, pero en sus palabras no había la menor prueba de que la incitara al crimen. Pudo haberlo hecho de palabra, pero Vivian Dubois era demasiado prudente para dejar escrito nada semejante.

El inspector Neele supuso acertadamente que Vivian Dubois habría pedido a Adela Fortescue que destruyera sus cartas, y ella le diría que ya lo había hecho.

Bien, ahora tenían dos crímenes más entre manos. Y eso significaba que Adela Fortescue no había asesinado a su esposo.

A menos que… El inspector Neele consideró una nueva hipótesis… Adela Fortescue hubiera querido casarse con Vivian Dubois, y éste hubiese querido, no a Adela, sino los miles de libras que habrían de ir a parar a sus manos a la muerte del esposo. Tal vez debió suponer que la muerte de Rex Fortescue pudiera atribuirse a causas naturales… algún colapso o ataque. Al fin y al cabo, al parecer todos estuvieron preocupados por su salud durante los últimos años. (Entre paréntesis, el inspector Neele, díjose que debía ahondar este punto. Tenía el presentimiento de que pudiera resultar importante en algún sentido). La muerte de Rex Fortescue no se había producido de acuerdo con este plan, sino que fue diagnosticada inmediatamente como producida por envenenamiento, y averiguado el nombre exacto del veneno.

Suponiendo que Adela Fortescue y Vivian Dubois fueran culpables, ¿cuáles hubiesen sido sus reacciones? Vivian Dubois se hubiera asustado y Adela Fortescue perdió la cabeza… Diciendo o haciendo tonterías… tal vez llamara por teléfono a Dubois, hablando indiscretamente y de un modo que pudo ser oído en Villa del Tejo. ¿Qué hubiera hecho entonces Vivian Dubois?

Era todavía pronto para intentar responder a esa pregunta, pero el inspector Neele se propuso hacer averiguaciones en el Golf Hotel en breve plazo, paró saber si Dubois estuvo ausente entre las cuatro y cuarto y las seis. Vivian Dubois era alto y moreno, como Lance Fortescue. Pudo deslizarse por el jardín hasta la puerta lateral, subir la escalera, ¿y luego qué? ¿Buscar las cartas descubriendo que habían desaparecido? ¿Aguardar allí, hasta que no hubiera moros en la costa y luego bajar a la biblioteca donde Adela Fortescue se había quedado sola terminando su última taza de té?

Pero todo esto era ir demasiado aprisa…

Neele había interrogado a Mary Dove y a Elaine Fortescue; ahora quedaba por ver lo que la esposa de Percival tenía que decir.