Una anciana que viajaba en un tren había comprado tres periódicos de la mañana, y cada uno de ellos, cuando los hubo leído y vuelto a doblar dejándolos sobre el asiento, mostraron los mismos titulares. Ya no se trataba de un párrafo pequeño escondido en algún rincón del periódico. La triple tragedia de Villa del Tejo aparecía en letras mayúsculas y en primera página.
La anciana señora, sentada muy erguida, miraba por la ventanilla con los labios apretados y una expresión de disgusto en su rostro blanco y sonrosado, surcado da arrugas. La señorita Marple había salido de Saint Mary Mead en el primer tren, haciendo transbordo en el empalme para dirigirse a Londres, y allí tomó otro tren para dirigirse a Baydon Heath.
Una vez en la estación, llamó a un taxi dando orden al chofer de que la llevara a Villa del Tejo. La señorita Marple era una viejecita tan encantadora, inocente, blanca y sonrosada, que consiguió entrar en aquella casa, ahora convertida en una fortaleza en estado de sitio, con mucha más facilidad de lo que nadie hubiera creído. A pesar de que un ejército de periodistas y fotógrafos quedó detenido en la verja por la policía, la señorita Marple pudo llegar a la puerta principal sin que le hicieran la menor pregunta, pues nadie consideró que pudiera ser otra cosa que una anciana pariente de la familia.
La señorita Marple pagó el taxi contando cuidadosamente cada moneda, y luego hizo sonar el timbre. Crump abrióle la puerta y la señorita Marple le dirigió una mirada experta.
«Ojos esquivos —díjose—. Y está asustadísimo».
Crump vio a una anciana alta y delgada, con un traje sastre anticuado, un par de chalinas y un sombrero de fieltro con un ala de pájaro, cargada con un enorme bolso y una maleta pasada de moda, pero de buena calidad, que depositó en el suelo. Crump, que sabía distinguir a una señora en cuanto la veía, dijo con su tono más respetuoso:
—¿Diga, señora?
—¿Podría ver a la señora, por favor? —dijo la señorita Marple.
Crump se retiró para dejarla pasar, y cogiendo su maleta la depositó en el recibidor.
—Bien, señora —dijo el mayordomo vacilando—, pero no sé exactamente…
La señorita Marple le ayudó.
—He venido para hablar de esa pobre chica que ha sido asesinada, Gladys Martin.
—¡Oh!, ya comprendo, señora. Bien, en ese caso… —se interrumpió mirando hacia la puerta de la biblioteca, donde acababa de aparecer una mujer alta—. Es la esposa del señor Lance Fortescue, señora —dijo.
Pat acercóse a la señorita Marple; ésta no esperaba encontrar en aquella casa a nadie como Patricia Fortescue. El interior era como lo había imaginado, pero Pat no cuadraba en aquel marco.
—Se trata de Gladys, señora —dijo Crump a modo de explicación.
—¿Quiere pasar aquí? —Pat habló con cierta vacilación—. Estaremos solas.
Volvió a entrar en la biblioteca y la señorita Marple la siguió.
—¿Quería hablar con alguien en especial? —dijo Pat—. Porque tal vez yo no le sirva de mucho. Mi esposo y yo acabamos de llegar de África hace muy pocos días, y apenas sabemos nada del manejo de la casa. Puedo ir a buscar a mi cuñada o a la esposa de mi cuñado.
A la señorita Marple le agradó aquella joven… tan seria y sencilla. Por alguna extraña razón la compadecía. Se daba cuenta de que estaría más a sus anchas entre caballos y perros, que no en aquella casa tan ricamente amueblada. En las gymkamas y concursos hípicos de los alrededores de Saint Mary Mead, la señorita Marple había conocido a muchas País y sabía como eran. Sentíase a sus anchas en compañía de aquella joven de aspecto desgraciado.
—La verdad; es bien sencillo —dijo la señorita Marple quitándose los guantes y alisándolos—. Leí en los periódicos que Gladys Martin había sido asesinada. Y, naturalmente, yo conozco toda su vida. Ella era del mismo pueblecito. Yo misma la enseñé a servir. Y puesto que le ha ocurrido algo tan terrible, sentí… bueno, que debía venir y ver si hay algo que yo pueda hacer.
—Sí —dijo Pat—. Claro, ya comprendo. La señorita Marple la miró con renovada simpatía.
—Creo que ha hecho muy bien en venir —continuó diciendo Pat—. Al parecer nadie la conocía mucho. Quiero decir que no sabemos si tiene parientes…
—No —repuso la señorita Marple—, claro que no. No tiene a nadie. Me la enviaron del orfanato de Santa Fe. Es un establecimiento muy bueno, aunque muy falto de fondos. Allí hacemos todo lo posible por dar educación a las chicas. Me la enviaron cuando tenía diecisiete años y yo le enseñé a servir la mesa, limpiar la plata y todas esas cositas. Claro que no estuvo mucho tiempo conmigo. En cuanto tuvo un poco de experiencia, se colocó en un café. Casi todas las chicas persiguen eso. Creen que así tendrán más libertad y una vida más alegre. Tal vez tengan razón. La verdad, yo no lo sé.
—No llegué a conocerla —dijo Pat—. ¿Era bonita?
—¡Oh, no!, en absoluto, y con muchas pecas. Además era bastante estúpida. No creo que ni siquiera hiciese muchas amistades en ninguna parte. A la pobre le gustaban mucho los hombres, pero ellos no se fijaban en ella, y las otras chicas tampoco la hacían mucho caso.
—Eso me parece un poco cruel —dijo Pat.
—Sí, querida —repuso la señorita Marple—. La vida es cruel. La verdad es que uno nunca sabe qué hacer con las chicas como Gladys. Les gusta ir al cine y demás, pero siempre están pensando en cosas imposibles que nunca les van a ocurrir. Tal vez eso constituya una cierta clase de felicidad, pero luego sufren decepciones. Yo creo que Gladys se desengañó de la vida de los cafés y restaurantes. No le sucedió nada interesante ni novelesco, y es probable que por eso volviera a servir. ¿Sabe usted cuánto tiempo llevaba aquí?
—No mucho. Sólo un mes o dos. —Pat hizo una pausa antes de proseguir—. Parece tan horrible e inútil el que haya muerto mezclada en todo esto. Supongo que debió haber visto u oído alguna cosa.
—Lo que realmente me ha preocupado es lo de la pinza de la ropa —dijo la señorita Marple con su gentil vocecita.
—¿La pinza de la ropa?
—Sí. Lo leí en el periódico. Supongo que es cierto. Dicen que la encontraron con una pinza de la ropa en la nariz.
Pat asintió en silencio y las mejillas de la señorita Marple se colorearon.
—Eso —es lo que me ha puesto furiosa, no sé si me comprende, querida. Ha sido un pesio cruel y desdeñoso. Y me da una especie de retrato del asesino. ¡Hacer una cosa semejante! Es una perversidad ultrajar la dignidad humana. Particularmente tratándose de un muerto.
—Creo que sé lo que quiere usted decir —dijo Pat despacio. Se puso en pie—. Será mejor que vea al inspector Neele. Es el encargado de este caso y ahora está aquí. Creo que le agradará. Es muy humano. —Se estremeció—. Todo esto es una pesadilla terrible. Insubstancial. Una locura.
—Yo no diría eso —replicó la señorita Marple—. No, no lo diría.
El inspector Neele parecía cansado y ojeroso Tres muertes y la Prensa de todo él país husmeando el rastro. Un caso que parecía ir adquiriendo buena forma y de pronto todo a paseo. Adela Fortescue, la principal sospechosa, era ahora la segunda víctima de un incomprensible caso de asesinato. A última hora de aquel día fatal, el subcomisario de policía había enviado a buscar a Neele, y los dos hombres estuvieron charlando hasta bien entrada la noche.
A pesar de su disgusto, o por encuna de él, el inspector Neele sentía cierta satisfacción. Aquel esquema de la esposa y el amante era demasiado claro, demasiado sencillo, y nunca confió plenamente en ello. Ahora su desconfianza estaba justificada.
—Este caso ha adquirido un aspecto completamente distinto —decía el subcomisario paseando de un lado a otro de la estancia, con el ceño fruncido—. Neele, a mí me parece que tenemos que habérnoslas con algún perturbado mental. Primero el marido, luego la mujer. Pero las mismas circunstancias del caso parecen demostrar que se trata de un hecho familiar… tiene que ser alguien que vive en la casa… que se sentó a desayunar con Fortescue y le puso taxina en el café o en los alimentos… Alguien que aquel día tomó el té con la familia y echó cianuro en la taza de Adela Fortescue. Una persona en quien todos confían, que no llama la atención… en fin, uno de la familia. ¿Cuál de ellos, Neele?
—Percival no estaba allí, de modo que vuelve a quedar eliminado —dijo Neele.
El subcomisario le miraba fijamente.
—¿Cuál es su idea, Neele? Suéltela, hombre.
—Nada, señor. Ni siquiera llega a eso. Todo lo que digo es que resulta muy conveniente para él.
—Tal vez demasiado, ¿verdad? —El subcomisario reflexionó, meneando la cabeza—. ¿Usted piensa que pudo arreglárselas de algún modo? No veo cómo, Neele. No. No lo veo. Además, es un tipo prudente.
—Pero muy inteligente, señor.
—Usted no sospecha de las mujeres. ¿No es eso? No obstante, son las más sospechosas. Elaine Fortescue y la esposa de Percival. Estuvieron desayunando con él y luego tomando el té con Adela. Pudo haber sido cualquiera de las dos. ¿No hay algún signo de anormalidad? Bien, no siempre se saben esas cosas. Puede que haya algo en su informe médico y que pertenezca al pasado.
El inspector Neele no respondió. Pensaba en Mary Dove. No tenía razón alguna para sospechar de ella, pero ése fue el derrotero que tomaron sus pensamientos. En ella había algo de inexplicable y poco satisfactorio, un ligero antagonismo… como si se estuviera divirtiendo. Ésa fue su actitud ante la muerte de Rex Fortescue. ¿Cuál era la de ahora? Su comportamiento y maneras fueron siempre ejemplares. Ya no demostraba el menor regocijo, ni hostilidad, pero una o dos veces le pareció haber visto en sus ojos una sombra de temor. Claro que se equivocó con respecto a Gladys Martin atribuyendo su confusión a un natural nerviosismo ante la presencia de la policía. Pero en aquel caso se trataba de mucho más. Gladys había visto u oído algo que levantó sus sospechas. Probablemente algo tan vago e indefinido que apenas se atrevía a hablar de ello Y ahora, la pobrecilla, ya no volvería a hablar.
El inspector Neele miró con cierto interés el rostro serio y amable de la anciana sentada ante él en Villa del Tejo. Al principio no supo cómo tratarla, pero se resolvió rápidamente. La señorita Marple podía resultarle útil. Era una persona de rectitud impecable y tenía, como otras damas de su edad, mucho tiempo y un oído especial para pescar fragmentos de conversaciones. Tal vez ella lograra sonsacar algunas cosas a los criados y a las mujeres de la familia Fortescue, que nunca conseguirían ni él ni sus policías. Conversaciones, conjeturas, recuerdos, repetición de hechos y de dichos, y de todo ello recoger lo más saliente. De modo que el inspector Neele estuvo de lo más amable.
—Ha sido un acierto extraordinario el que haya venido aquí señorita Marple —le dijo.
—Era mi deber, inspector Neele. Esa muchacha había vivido en mi casa. Y en cierto modo me siento responsable de ella. Ya sabe, ¡era tan tonta la pobre!
El inspector Neele la contemplaba apreciativamente.
—Sí —dijo—, exacto.
Se daba cuenta de que había dado de lleno en la cuestión.
—Nunca sabía lo que debía hacer —dijo la señorita Marple—. Quiero decir cuando se le presentaba algo. ¡Oh, Dios mío, qué mal me explico!
El inspector Neele quiso darle a entender que la había comprendido.
—Carecía de la menor capacidad para decidir lo que era o no importante, ¿no es eso lo que quiere decir?
—¡Oh, sí, exactamente, inspector!
—Al decir que era tonta… —el inspector se interrumpió.
La señorita Marple cogió en seguida el hilo.
—Era de esas chicas crédulas… que darían sus ahorros a cualquier desaprensivo… si los tuviera claro. Ella nunca ahorraba un céntimo, por que se los gastaba todos en trapos.
—¿Y qué tal era con los hombres?
—Estaba muy enamorada de un joven —replicó la anciana—. Creo que por eso dejó Saint Mary Mead. Allí hay mucha competencia. Los hombres escasean. Se hizo algunas ilusiones con el chico que reparte el pencado. Fred siempre tiene una palabra amable para todas las chicas, pero claro, eso no significa nada. Eso contrariaba mucho a la pobre Gladys. No obstante, creo que al fin consiguió un novio, ¿verdad?
—Eso parece —repuso el inspector—. Alberto Evans creo que se llama. Al parecer lo conoció en un pueble —cito de veraneo. No le había regalado anillo ni nada por el estilo, de modo que muy bien pudieran ser imaginaciones de la pobre chica. Dijo a la cocinera que era ingeniero de minas.
—Eso parece poco probable, pero me atrevo a asegurar que es lo que él le diría. Como le digo, creía cualquier cosa. ¿Le relaciona lo ocurrido?
—No. No creo que existan complicaciones de esa clase. Por lo visto nunca la había visitado. Le enviaba alguna postal de vez en cuando, por lo general desde algún puerto… a lo mejor era el cuarto maquinista de un barco de esos que van al Báltico.
—Bueno —dijo la señorita Marple— Celebro que tuviera un pequeño episodio amoroso. Puesto que ha tenido que morir así… —Apretó los labios—. ¿Sabe, inspector? Eso me pone furiosa, muy furiosa. —Y agregó lo que ya dijera a Pat Fortescue—. Sobre todo lo de la pinza de la ropa. Eso, inspector… fue un detalle malvado.
El detective la miraba con interés.
—La comprendo perfectamente, señorita Marple.
—Quisiera saber… supongo que debe ser una gran pretensión por mi parte… pero si pudiera ayudarle a mi modo… sencillo y muy femenino. Este asesino es un ser perverso, inspector Neele, y la maldad debe encontrar su castigo.
—Señorita Marple, hoy en día esa creencia resulta pasada de moda, y no es que yo no opine como usted.
—Hay un hotel cerca de la estación, el Hotel Golf, ¿verdad? —dijo la señorita Marple tanteando—, y creo que en esta casa vive una tal señorita Ramsbatton, que se interesa por las Misiones extranjeras.
El policía miró a la señorita Marple con respeto.
—Sí —replicó—. Es posible que por ahí consiga averiguar algo. Yo no puedo decir que haya tenido mucho éxito con esa dama.
—Es usted muy amable, inspector Neele. Celebro mucho que no me considere simplemente una cazadora de emociones.
El detective tuvo que sonreír, pensando que la señorita Marple no correspondía a la idea popular de una furia vengativa. Y no obstante, tal vez fuese eso exactamente.
—Los periódicos son muy sensacionalistas en sus relatos —dijo la señorita Marple—, pero me temo que no tan exactos como sería de desear. Si uno pudiera estar seguro de conocer bien los hechos.
—Son como creo que ya los conoce usted —dijo Neele—. Dejando aparte las frases sensacionalistas, son esto: El señor Fortescue murió en su despacho por haber ingerido taxina. La taxina se obtiene de las hojas y frutos de los tejos.
——Muy a propósito —comentó la señorita Marple.
—Sí, pero no tenemos pruebas, es decir, hasta ahora. —Lo recalcó porque pensaba que en eso podía serle útil la señorita Marple. De haberse hecho alguna cocción o brebaje con los frutos u hojas de los tejos era la más adecuada para dar con el rastro. Era de esas viejas solteronas que saben hacer licores caseros, cordiales e infusiones de hierbas, y por lo tanto conocen los métodos de preparación y elaboración.
—¿Y la señora Fortescue?
—La señora Fortescue había tomado el té con la familia en la biblioteca. La última persona que abandonó la estancia fue la señorita Elaine Fortescue, su hijastra, quien declara que al marcharse ella la señora Fortescue se estaba sirviendo otra taza de té. Unos veinte minutos después, la señorita Dove, el ama de llaves, entró para retirar el servicio. La señora Fortescue seguía sentada en el sofá, pero estaba muerta. Junto a ella había una taza de té mediada y entre los posos encontraron cianuro potásico.
—Cuya acción es casi instantánea, según tengo entendido —concluyó la señorita Marple.
—Exacto.
—Ésas son cosas tan peligrosas —murmuró la señorita Marple— como el manejar avisperos; pero yo siempre tengo mucho, mucho cuidado.
—Tiene usted razón —repuso Neele—, encontramos un paquete en el cobertizo del jardinero.
—También muy a propósito —dijo la señorita Marple, agregando—: ¿La señora Fortescue estaba comiendo algo?
—¡Oh, Sí! Tomaron un té completo.
—¿Pasteles, supongo? ¿Pan y mantequilla? ¿Tal vez bollitos? ¿Mermelada? ¿Miel?
—Sí, hubo miel, bollitos, pastel de chocolate, brazo de gitano, y varias cosas más —la miró con curiosidad—. El cianuro potásico estaba en el té señorita Marple.
—¡Oh, sí, sí! Ya lo sé. Sólo estaba tratando de reproducir la escena, por así decir. Bastante significativo, ¿no le parece?
Neele la miraba intrigado. Tenía las mejillas arreboladas y le brillaban los ojos.
—¿Y el tercer crimen, inspector?
—Bien, los hechos están asimismo bastante claros. Gladys entró la bandeja, luego llegó con la otra hasta el vestíbulo, pero la dejó allí. Al parecer, aquel día estaba bastante distraída. Después no volvió a verla nadie. La cocinera saca la conclusión de que salió sin pedir permiso a nadie. Creo que basa esta opinión en el hecho de que Gladys se había puesto sus mejores medias de nylon y zapatos. Sin embargo, parece que se equivoca. La chica debió recordar de pronto que no había recogido la ropa que estaba tendida en la parte de atrás del jardín, y corrió a hacerlo. Por lo visto llevaba recogida la mitad cuando alguien, sorprendiéndola, le arrojó una media al cuello y… bueno, eso es todo.
—¿Alguien que venía del exterior? —preguntó la señorita Marple.
—Tal vez. Pero también pudo salir de la casa… si estuvo aguardando la oportunidad de encontrarla sola. La muchacha estaba intranquila y nerviosa la primera vez que la interrogué, pero me temo que no supimos darle importancia.
—¡Oh!, pero ¿cómo iban a imaginárselo? —exclamó la señorita Marple—. Muchas personas se muestran nerviosas y parecen culpables cuando las interroga la policía.
—Eso es. Pero esta vez, señorita Marple, fue más que eso Creo que Gladys había sorprendido a alguien realizando una acción que según ella necesitaba explicarse. Creo que no pudo ser nada definitivo, de otro modo, lo hubiese dicho. Pero me parece que debió traicionarse ante la persona en cuestión, y ésta dióse cuenta de que Gladys constituía un peligro.
—Y por eso la estrangularon y pusieron una pinza en su nariz —murmuró la señorita Marple casi para su coleto.
—Sí, fue un detalle desagradable. Un gesto grotesco y morboso. Una bravata cruel e innecesaria.
La señorita Marple meneó la cabeza.
—No tan innecesaria. De este modo todo concuerda, ¿no es así?
El inspector la miraba extrañado.
—No la entiendo, señorita Marple. ¿Qué quiere usted decir?
La anciana enrojeció.
—Bueno, quiero decir que eso parece… no sé si me comprende… bien, uno no puede apartarse de los hechos, ¿verdad?
—Creo que no la comprendo.
—Bueno, quiero decir… primero tenemos al señor Fortescue. Rex Fortescue es asesinado en su despacho de la ciudad. Y luego a la señora Fortescue, sentada en la biblioteca tomando té… con bollitos de miel Y por último a la pobre Gladys con la pinza en la nariz. Todo indica lo mismo. La encantadora esposa de Lance Fortescue me dijo que no tenía la menor ilación, pero yo no puedo estar de acuerdo con ella, porque me acuerdo de la canción.
—No creo… —dijo el inspector, despacio.
La señorita Marple continuó a toda prisa.
—Supongo que debe tener usted unos treinta y cinco o treinta seis años, ¿verdad, inspector Neele? Creo que hubo una reacción por esa época contra las canciones infantiles Pero cuando una ha sido educada a la antigua… quiero decir que resulta altamente significativo, ¿verdad? Lo que yo querría saber… —La señorita Marple hizo una pausa luego pareció armarse de valor y prosiguió valientemente—: Ya sé que es una impertinencia por mi parte decirle una cosa así…
—Por favor, diga lo que sea, señorita Marple.
—Bueno, es usted muy amable. Lo diré. A pesar de que como le digo lo hago con todos mis respetos, porque sé que soy muy vieja y bastante tonta, y mis ideas no valen mucho, pero lo que quiero decirle es esto. ¿Ha investigado usted el asunto de los mirlos?