Capítulo XI

1

El señor Dubois estaba preocupado. Hizo pedazos la carta de Adela Fortescue arrojándola a la papelera con gran enojo. Luego, con repentina precaución, los fue recogiendo, uno por uno, y encendiendo una cerilla les prendió fuego hasta verlos convertidos en cenizas.

—¿Por qué tendrán que ser tan estúpidas las mujeres? —musitó entre dientes—. Porque el sentido común… —Pero el señor Dubois reflexionó amargamente que las mujeres nunca tuvieron sentido común. A pesar de que él se había aprovechado de ello muchas veces, ahora le contrariaba. Él había tomado toda precaución posible. Si la señora Fortescue llamaba por teléfono tenían orden de decir que había salido. Ya le había telefoneado tres veces, y ahora le acababa de escribir. Y eso todavía era peor. Tras reflexionar unos instantes dirigióse al teléfono.

—¿Podría hablar con la señora Fortescue, por favor? Sí, el señor Dubois.

Al cabo de un par de minutos oyó su voz.

—¡Vivian, por fin!

—Sí, sí, Adela, pero ten cuidado. ¿Desde dónde me hablas?

—Desde la biblioteca.

—¿Estás segura de que en el vestíbulo no hay nadie escuchando?

—¿Por qué iban a escuchar?

—Pues nunca se sabe. ¿Sigue ahí la policía?

—No; de momento se han marchado. ¡Oh, Vivian, querido, ha sido horrible!

—Sí, si, me lo figuro, Pero escucha, Adela, tenemos que andar con mucho cuidado.

—¡Oh, claro, querido!

—No me llames querido por teléfono. No es seguro.

—¿No crees que exageras un poco, Vivian? Al fin y al cabo hoy en día todo el mundo se llama querido.

—Sí, sí. Pero escucha. No me telefonees ni me escribas.

—Pero, Vivian…

—Comprende, es sólo de momento. Hay que tener cuidado.

—¡Oh, está bien! —Su voz sonaba algo ofendida.

—Escucha, Adela. Mis cartas. Las quemaste, ¿verdad?

Hubo un instante de vacilación antes de que Adela Fortescue respondiera:

—Claro. Te dije que iba a hacerlo.

—Bien entonces. Voy a cortar. No telefonees ni escribas. Ya sabrás de mí a su debido tiempo.

Colgó y se rascó la mejilla pensativo. No le había agradado su vacilación. ¿Habría quemado sus cartas? Las mujeres son todas iguales. Prometen quemar las cosas y luego no lo hacen.

Cartas, pensaba el señor Dubois. A las mujeres les gusta que les escriban. Siempre procuraba tener cuidado, pero algunas veces era imposible. ¿Qué es lo que le decía exactamente en sus cartas? «Lo corriente», pensó amargado. Pero ¿habría alguna palabra… alguna frase especial… que la policía pudiera interpretar de modo que dijera lo que ellos deseaban? Recordaba el caso de Edith Thompson. Sus cartas fueron bastante inocentes, pero no podía estar seguro. Su inquietud creció. Incluso si Adela no hubiera quemado sus cartas, ¿tendría el suficiente sentido para quemarlas ahora? ¿O las habría recogido ya la policía? ¿Dónde debía guardarlas? Probablemente en su salita del piso de arriba… en aquel secreter pequeñito estilo Luis XIV. Una vez le habló de cierto cajón secreto. ¡Un cajón secreto! Con eso no conseguiría engañar mucho tiempo a la policía, pero ahora los policías no estaban en la casa. Eso le dijo Adela. Estuvieron allí aquella mañana, pero ahora se habían marchado.

Debieron haber estado ocupados buscando posibles pistas y rastros de venenos en los alimentos Esperaba que no hubieran registrado las habitaciones. Tal vez necesitaran una orden de registro para hacerlo.

Imaginó la casa. Era hacia el anochecer. El té sería servido en la biblioteca o bien en el salón. Todo el mundo estaría reunido en la planta baja y los criados merendando en sus dependencias. No habría nadie en la parte de arriba. Sería sencillo atravesar el jardín y avanzar junto a los setos de tejos que proporcionaban tan buen cobijo. Junto a la terraza había una puertecita que nunca se cerraba hasta la hora de acostarse. Cualquiera podía deslizarse por allí y, escogiendo un momento propicio, subir al piso de arriba.

Vivian Dubois consideró con todo cuidado lo que le convenía hacer. Si la muerte de Fortescue hubiera sido debida a un colapso o enfermedad repentina, su posición sería bien distinta. Pero de momento, y tal como estaban las cosas, era mejor «asegurarse que lamentarse luego».

2

Mary Dove, bajaba lentamente la gran escalera. Se detuvo un momento junto a la ventana del rellano, desde donde viera llegar al inspector Neele el día anterior. Ahora, a pesar de la escasa claridad, pudo ver la figura de un hombre que desaparecía tras el seto de tejos, preguntándose si sería Lancelot Fortescue, el hijo pródigo. Tal vez hubiera despedido el taxi ante la verja y recorría el jardín a pie recordando los tiempos que viviera allí antes de tropezar con la hostilidad familiar. Mary Dove sentía simpatía por Lance. Con una ligera sonrisa en los labios, continuó descendiendo por la escalera. En el vestíbulo encontróse con Gladys, que pegó un respingo al verla.

—¿Era el timbre del teléfono lo que sonaba hace un momento? —preguntó Mary—. ¿Quién era?

—¡Oh!, se equivocaron de número. Preguntaban por una lavandería, —Gladys parecía muy nerviosa—. Y antes llamó el señor Dubois. Quería hablar con la señora.

—Ya.

Mary echó a andar por el vestíbulo y volviendo la cabeza, preguntó:

—Creo que es la hora del té. ¿No lo han servido aún?

—No creo que sean todavía las cuatro y media, ¿lo son ya, señorita?

—Las cinco menos veinte. Tráigalo ahora, ¿quiere?

Mary Dove entró en la biblioteca, donde Adela Fortescue, sentada en el sofá, contemplaba el fuego de la chimenea, mientras retorcía entre, sus manos un diminuto pañolito de encaje. Al verla le dijo de mal talante:

—¿Dónde está el té?

—Ahora lo traen —repuso Mary Dove.

Un tronco había rodado fuera del fogón y Mary Dove se arrodilló para volverlo a colocar con las tenazas, agregando al mismo tiempo otro tronco y un poco de carbón.

Gladys fue a la cocina. La señora Crump alzó un rostro arrebolado y furioso de la mesa de la cocina donde revolvía la pasta en un gran perol.

—El timbre de la biblioteca no para de sonar. Ya es hora de que lleves el té, pequeña.

—Está bien, está bien, señora Crump.

Gladys entró en la despensa. No había preparado bocadillos. Bueno, pues no iba a entretenerse en hacerlos. Ya tenían bastante con los dos pasteles, los bizcochos, bollitos y la miel. Pan blanco recién hecho y mantequilla de la mejor. Demasiado para que encima tuviera que preocuparse preparando bocadillos de tomate o foie gras. Tenía otras cosas en qué pensar. ¡Qué mal humor tenía la señora Crump! Y todo porque su esposo había salido aquella tarde. Bueno, era su día libre, ¿verdad? Pues hizo bien, pensó Gladys. La señora Crump le gritó desde la cocina:

—El agua está hirviendo hace rato. ¿Es que no vas a hacer nunca ese té?

—Ya voy.

Echó cierta cantidad de té, sin medirlo, en la gran tetera de plata, la llevó a la cocina y vertió en ella el agua hirviendo. Puso la tetera y la jarra en la enorme bandeja de plata y lo llevó todo a la biblioteca, donde lo depositó encuna de una mesita, cerca del sofá. Volvió corriendo a por la otra bandeja con los comestibles. Había llegado con ella hasta el vestíbulo cuando el sonido del viejo reloj al dar las campanadas le hizo pegar un brinco.

En la biblioteca, Adela Fortescue decía a Mary Dove:

—¿Dónde está todo el mundo esta tarde?

—No lo sé, la verdad, señora Fortescue. La señorita ha venido hace bastante rato. Y creo que la señora Percival está escribiendo unas cartas en su habitación.

Adela repitió con enojo:

—Escribiendo cartas, escribiendo cartas. Esa mujer siempre está escribiendo cartas. Es como todos los de su clase. Toma la muerte y la desgracia con absoluta tranquilidad. Morbosa… eso es lo que es. Absolutamente morbosa.

Mary murmuró con mucho tacto:

—Iré a decirle que el té está servido.

Cuando llegó a la puerta tuvo que hacerse a un lado para dejar paso a Elaine Fortescue, que llegaba diciendo:

—Hace frío. —Y se acercó a la chimenea extendiendo las manos ante las llamas.

Mary permaneció unos momentos de pie en el vestíbulo. Una gran bandeja con pasteles estaba sobre uno de los arcones. Puesto que estaba oscureciendo, Mary encendió la luz, y al hacerle creyó oír a Jennifer Fortescue que andaba por el pasillo de arriba. Sin embargo, nadie bajó la escalera y Mary subió a avisar a la esposa de Percival.

Percival Fortescue y su esposa ocupaban una serie de habitaciones en una de las alas de la casa. Mary golpeó con los nudillos la puerta de la salita. La señora Percival siempre exigía que llamaran antes de entrar, cosa que siempre había enfurecido a Crump. Su voz dijo prontamente:

—Adelante.

Mary abrió la puerta y murmuró:

—Acaban de servir el té, señora Percival.

Le sorprendió bastante encontrarla con el abrigo puesto. Era una prenda magnífica de pelo de camello y comenzó a quitárselo en aquel momento.

—No sabía que hubiera usted salido —dijo Mary.

La señora Percival parecía algo falta de aliento.

—¡Oh!, sólo he bajado al jardín a tomar un poco de aire. Aunque, la verdad, hacía frío. Será agradable sentarse ante el fuego. La calefacción central no es tan buena como debiera. Alguien tendrá que hablar de ello con los jardineros, señorita Dove.

—Yo lo haré —le prometió Mary.

Jennifer Fortescue dejó su abrigo sobre una silla, siguió a Mary y bajó la escalera precediéndola, puesto que la joven se retiró para dejarle preferencia. Una vez en el vestíbulo Mary observó con gran sorpresa que todavía seguía allí la bandeja con los pasteles. Estaba a punto de ir a la cocina a llamar a Gladys, cuando Adela Fortescue apareció en la puerta de la biblioteca diciendo con voz irritada:

—¿Es que no van a traer nada para acompañar el té?

Rápidamente, Mary recogió la bandeja y penetró en la biblioteca colocando las cosas ante las mesitas situadas cerca de la chimenea. Volvió a salir al vestíbulo con la bandeja vacía cuando sonó el timbre de la puerta principal. Dejando la bandeja, apresuróse a abrir. Si era el hijo pródigo quien llegaba, sentía curiosidad por conocerle.

—Qué distinto del resto de los Fortescue —pensaba Mary mientras abría la puerta y contemplaba el rostro moreno y delgado, y la sonrisa irónica que entreabría sus labios.

—¿El señor Lancelot Fortescue?

—El mismo.

Mary miró hacia fuera.

—¿Y su equipaje?

—He despedido al taxi. Esto es todo lo que traigo. Y alzó una maleta de tamaño mediano. Con cierta sorpresa Mary exclamó:

—¡Oh!, ha venido en un taxi. Pensé que tal vez había venido andando, ¿y su esposa?

Su rostro adquirió una expresión grave.

—Mi esposa no viene —dijo Lance, y agregó—: Por lo menos, de momento.

—Ya. Venga por aquí, señor Fortescue. Todos están en la biblioteca, tomando el té.

Le acompañó hasta la biblioteca. Lancelot Fortescue le pareció una persona muy atractiva. Y a este pensamiento siguió otro: Posiblemente muchas mujeres pensaban lo mismo.

3

—¡Lance!

Elaine se lanzó corriendo a su encuentro y echándole los brazos al cuello le abrazó con un abandono que Lance encontró altamente inesperado.

—¡Hola! Aquí me tenéis.

La apartó con suavidad.

—¿Ésta es Jennifer?

Jennifer Fortescue le miró con evidente curiosidad.

—Siento que Val se haya entretenido en la ciudad —dijo—. Ahora tiene tanto que hacer. Hay que disponerlo y arreglarlo todo. Y, naturalmente, todo cae sobre Val. Tiene que cuidarse de todo. Tú no puedes tener idea de lo que estamos pasando.

—Debe ser terrible para ti —dijo Lance muy serio.

Volvióse a Adela que, sentada en el sofá, con un pedazo de bocadillo untado con miel en la mano, le contemplaba tranquilamente.

—Claro —exclamó Jennifer—. Tú no conoces a Adela, ¿verdad?

Lance murmuró: «¡Oh, sí!», tomando la mano de Adela entre las suyas. Al inclinarse ante ella la vio parpadear y dejar el bollo sobre la mesita para arreglarse el pelo con gesto muy femenino, que denotaba que en aquella habitación había entrado un hombre. Adela dijo con su voz suave y aterciopelada:

—Siéntate en el sofá, Lance, a mi lado. —Le sirvió una taza de té—. Celebro que hayas venido. Hacía falta otro hombre en esta casa.

—Debéis dejar que haga todo lo que me sea posible por ayudaros —repuso Lance.

—Ya sabes… o tal vez no lo sepas… que hemos tenido aquí a la policía. Ellos creen… ellos creen… —Se interrumpió exclamando apasionadamente—: ¡Oh, es horrible! ¡Horrible!

—Lo sé. —Lance se mostró grave y compasivo—. A decir verdad me recibieron en el aeropuerto de Londres.

—¿La policía fue a esperarte?

—Sí.

—¿Qué te dijeron?

—Pues me contaron lo que había ocurrido —explicó Lance.

—Que le envenenaron —dijo Adela—. Eso es lo que ellos piensan, lo que dicen. No se trata de una intoxicación, sino de un asesinato deliberado. Estoy segura de que creen que hemos sido uno de nosotros.

Lance le dirigió una rápida sonrisa.

—Eso es cosa suya —dijo consolándola—. No vale la pena de que nos preocupemos. ¡Qué té tan exquisito! Hacia mucho tiempo que no tomaba buen té inglés.

Todos se contagiaron de su buen humor. Adela dijo de pronto:

—Pero ¿y tu esposa?… ¿No te habías casado, Lance?

—Sí, me he casado. Está en Londres.

—Pero es que… ¿No hubiera sido mejor traerla aquí?

—Hay mucho tiempo por delante para hacer planes —dijo Lance—. Pat… ¡oh!, Pat está muy bien donde está.

Elaine comentó enojada:

—¿No querrás decir…? ¿No pensarás…?

Lance apresuróse a decir:

—¡Qué pastel de chocolate…! Tiene un aspecto magnífico. Voy a tomar un poco.

Y cortándose él mismo un pedazo, preguntó:

—¿Vive todavía tía Effie?

—¡Oh, sí, Lance! No baja nunca, ni come con nosotros, pero está muy bien. Sólo que se está volviendo algo rara.

—Siempre lo fue —dijo Lance—. Subiré a verla después de tomar el té.

—A su edad uno piensa que debiera estar en una de esas casas —musitó Jennifer Fortescue—. Quiero decir, en algún sitio donde la cuidaran convenientemente.

—Dios ayude a las casas de ancianos que tengan a alguna tía Effie entre sus filas —dijo Lance. Y agregó—; ¿Quién es ese dechado de formalidad que me ha abierto la puerta?

Adela se sorprendió.

—¿Es que no te ha abierto Crump, el mayordomo? ¡Oh, no!, me olvidaba. Hoy es su día libre. Pues seguramente Gladys…

Lance la describió.

—Ojos azules, peinada con raya en medio, voz suave…

—Esa —dijo Jennifer— tiene que ser Mary Dove.

—Es quien lleva la casa —explicó Elaine.

—¿Ahora también?

—Es muy útil —comentó Adela.

—Sí —dijo Lance pensativo—. Imagino que debe serlo.

—Pero lo mejor que tiene es que sabe mantenerse en su sitio —prosiguió Adela—. Nunca presume. No sé si me entiendes.

—Mary Dove es muy inteligente —replicó Lance sirviéndose otro pedazo de pastel de chocolate.