—A mí me parece que ha sido la esposa —decía el subordinado, tras escuchar atentamente el informe del inspector Neele sobre el caso.
Le hizo un relato admirable y preciso. Breve, pero sin omitir detalle de importancia.
—Sí —repitió el subcomisario—. Me parece que fue la esposa. ¿Y cuál es su opinión, Neele?
El aludido repuso que a él también se lo parecía; que por lo general siempre es la esposa… o el marido… según los casos.
—Ella tuvo oportunidad. ¿Y motivos? —el subcomisario hizo una pausa—. ¿Tenía motivos?
—¡Oh, creo que sí, señor! Ya sabe, ese señor Dubois.
—¿Cree que también está mezclado en esto?
—No, yo no diría eso, señor. —El inspector Neele rechazó la idea—. Está un poquitín demasiado pegado a su pellejo para eso. Pudo haber adivinado lo que ella tramaba, pero no creo que él la haya instigado.
—No, demasiado prudente.
—Sí, demasiado.
—Bueno, no podemos llegar a una conclusión, pero parece una hipótesis bastante buena. ¿Y qué hay de las otras dos que tuvieron oportunidad?
—Son la hija y la nuera. La hija estuvo prometida a un joven, y su padre no la dejó casarse con él. Y por lo visto no pensaba casarse con ella al menos que tuviera dinero. Eso le proporciona un móvil. Y en cuanto a la nuera, todavía no sé bastante de ella. Pero cualquiera de las tres podría haberlo envenenado, y no veo que nadie más pudiera hacerlo. La doncella, el mayordomo, la cocinera… todos prepararon el desayuno, o lo llevaron al comedor, pero no veo que pudieran asegurarse de que sólo Fortescue tomara el veneno y los demás no. Es decir, si es que era taxina.
—Desde luego, lo era. Acabo de recibir el informe del forense.
—Entonces, eso queda sentado —dijo el inspector Neele—. Y podemos pasar adelante.
—¿Y los criados?
—El mayordomo y la doncella parecen muy nerviosos. Eso no tiene nada de particular. Sucede a menudo. La cocinera está furiosa y la otra doncella muy complacida. En resumen, todo perfectamente natural y lógico.
—¿No hay nadie más a quien considerar sospechoso en algún aspecto?
—No, no creo, señor. —Involuntariamente, el inspector Neele pensó en Mary Dove y su sonrisa enigmática, y en voz alta dijo—: Ahora que ya sabemos que se trata de taxina, debe haber alguna pista de cómo fue obtenida o preparada.
—Bien. Bueno, adelante Neele. A propósito, el señor Percival Fortescue —está aquí ahora. He cambiado un par de palabras con él y espera para verle. También hemos localizado al otro hijo. Está en París, en el «Bristol», y hoy sale para aquí. Supongo que irá a esperarle al aeropuerto.
—Sí, señor; eso pensaba…
—Bien, será mejor que ahora vea a Percival Fortescue… —El subcomisario rió—. Percy el Atildado, eso es lo que es.
Percival Fortescue era un hombre rubio y aseado, de unos treinta años, de cabellos y pestañas muy claros, que empleaba un tono ligeramente pedante al hablar.
—Esto ha sido un golpe terrible para mí, inspector Neele, como puede usted figurarse.
—Debe haberlo sido, señor Fortescue —repuso el inspector.
—Sólo puedo decirle que mi padre se encontraba perfectamente bien anteayer cuando me marché de casa. Esta intoxicación, o lo que haya sido, debe haber sido muy repentina.
—Sí, fue muy repentina; pero no se trata de una intoxicación, señor Fortescue.
Percival le miraba con el ceño fruncido.
—¿No? De modo que por eso… —se interrumpió.
—Su padre —le dijo el inspector Neele— murió envenenado por habérsele administrado taxina.
—¿Taxina? Nunca había oído esta palabra.
—Me lo imagino. La conocen muy pocas personas. Es un veneno de efectos rápidos y drásticos.
Su ceño se acentuó todavía más.
—¿Me está usted diciendo que mi padre fue deliberadamente envenenado, inspector?
—Eso parece; sí señor.
—¡Es terrible!
—Sí, desde luego, señor Fortescue.
—Ahora comprendo la actitud de los del hospital —murmuró Percival—, y el recibimiento que me han dispensado aquí. —Se interrumpió y tras una pausa prosiguió—: ¿Y el entierro?
—La vista de la causa está fijada para mañana después de la autopsia. Sólo se llevarán a cabo las formalidades puramente de rigor y el juicio se aplazará.
—Ya comprendo. ¿Es lo que se acostumbra a hacer?
—Sí, señor. Ahora sí.
—¿Puedo preguntarle si tiene formada alguna idea de quién pudo…? La verdad, yo… —se interrumpió de nuevo.
—Es demasiado pronto para eso, señor Fortescue —murmuró Neele.
—Sí, lo supongo.
—De todas formas, nos seria de gran ayuda el que usted nos diera alguna idea de las disposiciones testamentarias de su padre. O tal vez pueda ponerme en contacto con su abogado.
—Sus abogados son Billingsby, Horsethorpe y Walters, de la Plaza Bedford. Y en cuanto a su testamento, creo que más o menos puedo decirles cuáles son sus principales disposiciones.
—Si fuera usted tan amable, señor Fortescue. Es una formalidad que no puede eludir.
—Mi padre hizo un nuevo testamento hace un par de años con ocasión de su matrimonio —explicó Percival—. Deja la suma de cien mil libras a su esposa y cincuenta mil a mi hermana Elaine. Yo soy el heredero del resto. Y yo soy, naturalmente, socio de la firma.
—¿Y no lega nada a su hermano, Lancelot Fortescue?
—No, hace mucho tiempo que mi padre y mi hermano se disgustaron.
Neele le dirigió una mirada inquisitiva… pero Percival parecía muy seguro de sus palabras.
—De modo que, según el testamento —dijo Neele—, las tres personas que ganan con su muerte son la señora Fortescue, la señorita Elaine Fortescue y usted.
—Yo no creo que deba considerarme ganancioso. —Percival suspiró—. Ya sabe, inspector, hay que pagar los derechos de Estado. Y últimamente mi padre ha sido… bueno, algo imprudente en sus transacciones financieras.
—¿Su padre y usted no han estado de acuerdo últimamente sobre el modo de llevar el negocio? —El inspector Neele lanzó su pregunta con genialidad habitual.
—Yo le expuse mis puntos de vista, pero… —Percival encogióse de hombros.
—Se mostró usted bastante firme, ¿verdad? —inquirió Neele—: En resumen, por no ponerse de acuerdo tuvieron una disputa, ¿no es cierto?
—Yo no diría eso, inspector. —Una sombra de preocupación nubló los ojos de Percival.
—Entonces tal vez la discusión fue debida a otro asunto; señor Fortescue.
—No hubo tal disputa, inspector.
—¿Está bien seguro, señor Fortescue? Bien, no importa. ¿Debo entender que su padre y su hermano seguían enfadados?
—Eso es.
—Entonces tal vez pueda decirme lo que significa esto.
Neele le tendió el mensaje telefónico anotado por Mary Dove.
Percival, al leerlo, lanzó una exclamación de sorpresa y disgusto, pareciendo al mismo tiempo furioso e incrédulo.
—No lo puedo comprender, —apenas puedo creerlo.
—A pesar de ello, parece ser cierto, señor Fortescue. Su hermano llega hoy de París.
—¡Pero es extraordinario! No, la verdad, no puedo comprenderlo.
—¿Su padre no le dijo nada de todo eso?
—Desde luego que no. ¡Qué vergüenza! ¡Mandar llamar a Lance a mis espaldas!
—¿No tiene usted idea de por qué hizo semejante cosa?
—¡Claro que no! Eso corre parejas con su comportamiento durante estos últimos tiempos… ¡Una locura! Es inexplicable. Hay que impedirle… yo…
Percival se detuvo bruscamente. El color desapareció de su rostro.
—Había olvidado… —dijo—. Por un momento me olvidé de que mi padre ha muerto…
El inspector Neele hizo un gesto de asentimiento.
Percival Fortescue se preparaba para marcharse… puesto que recogiendo su sombrero, dijo:
—Si me necesitan ustedes para algo, avísenme. Pero supongo… que irán a Villa del Tejo.
—Sí, señor Fortescue. He dejado allí a uno de mis hombres.
Percival encogióse de hombros.
—Será muy agradable. ¡Pensar que ha ido a sucederme una cosa así!…
Suspirando se dirigió hacia la puerta.
—Estaré en la oficina la mayor parte del día. Hay que ver un montón de cosas. Pero por la noche iré a Villa del Tejo.
—Muy bien, señor.
Percival Fortescue abandonó la estancia.
—Percy el Atildado —murmuró Neele.
El sargento Hay, que se hallaba sentado junto a la pared, alzó la vista y dijo, interrogadoramente:
—¿Sí?
Y al ver que no obtenía respuesta, preguntó:
—¿Qué deduce de todo esto, señor?
—No lo sé —respondió Neele. Y repitió en voz baja—: Son todos muy desagradables.
El sargento Hay pareció algo intrigado.
—Alicia en el país de las maravillas —dijo Neele—. ¿No conoce a Alicia, Hay?
—Es un clásico, ¿verdad, señor? —aventuró Hay—. Esas cosas que dan por la radio. Yo no escucho esos programas.