Capítulo VII

El inspector Neele seguía sosteniendo en su mano el mensaje telegráfico cuando oyó detenerse un automóvil con un fuerte frenazo.

Mary Dove dijo:

—Debe ser el coche de la señora Fortescue.

El inspector Neele dirigióse a la puerta principal. Con el rabillo del ojo observó como Mary Dove se retiraba cautelosamente. Sin duda evitaba el tomar parte en la escena que iba a desarrollarse. Una notable demostración de tacto y discreción… y también una gran falta de curiosidad. La mayoría de mujeres se hubieran quedado…, pensó el inspector.

Al llegar a la puerta principal vio a Crump, el mayordomo, que se dirigía hacia el vestíbulo. De modo que había oído el coche…

Era un Rolls coupé. Dos personas se apearon y al llegar ante la puerta, y antes de que pudiesen llamar, ésta se abrió de par en par. Sorprendida, Adela Fortescue, se quedó mirando al inspector Neele.

El policía se dio cuenta en el acto de lo hermosa que era, y comprendió la fuerza del comentario de Mary Dove que tanto le chocaba. Adela Fortescue era todo un ejemplar de la especie. Por Su figura y tipo recordaba a la rubia señorita Grosvenor, pero mientras esta última era todo atractivo exterior, sin la menor respetabilidad, Adela Fortescue era atractiva por dentro y por fuera… con un encanto que decía simplemente a cada hombre: «Aquí estoy. Soy una mujer». Respiraba femineidad por todos sus poros… y no obstante, por encima de esto, en sus ojos se leía una mente calculadora. A Adela Fortescue —pensó Neele—, la gustaban los hombres…, pero siempre prefería el dinero.

Sus ojos pasaron a contemplar al hombre cargado con los palos de golf que aparecía tras Adela, Era el tipo que se especializa en esposas jóvenes y ricas. El señor Vivian Dubois, era uno de esos señores maduros que «comprenden» a las mujeres.

—¿La señora Fortescue?

—Sí. —Tenía los ojos grandes y azules—. Pero no comprendo…

—Soy el inspector Neele. Lamento tener que darle malas noticias.

—¿Se refiere a… algún robo… o cosa así?

—No. Nada de eso. Se trata de su esposo. Esta mañana se ha sentido repentinamente enfermo de gravedad.

—¿Rex? ¿Enfermo?

—Hemos estado intentando comunicar con usted desde las once y media de la mañana.

—¿Dónde está? ¿Aquí o en el hospital?

—Le trasladaron al Hospital de San Judas. Debe prepararse para recibir un fuerte golpe.

—¿Quiere decir que… ha… muerto?

Dio unos pasos vacilantes y se agarró a su brazo. El inspector, como quien representa una comedia, la acompañó por el vestíbulo. Crump mostróse preocupado.

—Necesita tomar un poco de coñac —dijo.

La voz profunda del señor Dubois repuso:

—Tiene razón, Crump. Traiga el coñac. —Y dirigiéndose al inspector agregó—; Entremos aquí.

Y por la puerta, a la izquierda, entraron en procesión: El inspector Neele con Adela, Vivian Dubois y Crump con una botella y dos copas.

Adela Fortescue acomodóse en una butaca cubriéndose el rostro con las manos. Aceptó el vaso que le ofrecía el inspector, pero luego de tomar un pequeño sorbo lo rechazó.

—No quiero más —dijo—. Estoy bien. Pero, dígame, ¿cómo ha sido? Un colapso, supongo. ¡Pobre Rex!

—No fue un colapso, señora Fortescue.

—¿Dijo usted que era un inspector? —fue Dubois quien formuló la pregunta.

Neele volvióse hacia él.

—Eso dije —replicó satisfecho—. El inspector Neele, de la C. I. D.

Vio que una sombra de alarma aparecía en sus ojos oscuros. Por lo visto, al señor Dubois no le agradaba la presencia de un inspector de policía.

—¿Qué ocurre entonces? —dijo—. ¿Es que hay algo extraño?

Inconscientemente retrocedió en dirección a la puerta. El inspector Neele observó su movimiento.

—Me temo —dijo dirigiéndose a la señora Fortescue—, que tendrá que haber una investigación.

—¿Una investigación? ¿Quiere decir…? ¿Qué es lo que quiere decir?

—Supongo que va a ser muy molesto para usted, señora Fortescue. Pero hay que averiguar lo más pronto posible lo que el señor Fortescue comió o bebió esta mañana, antes de salir para su oficina.

—¿Quiere decir que puede haber sido envenenado?

—Pues, sí, eso parece.

—No puedo creerlo. ¿Se refiere a una intoxicación producida por algún alimento?

Su voz bajó más de una octava al finalizar la frase. Con rostro imperturbable y voz tranquila el inspector Neele le replicó:

—Señora, ¿qué cree usted que quiero decir?

Sin hacer caso de su pregunta agregó a toda prisa:

—Pero si todos nosotros estamos bien…

—¿Puede usted hablar por todos los miembros de la familia?

—Pues… no… claro… no puedo.

Dubois, mirando su reloj, exclamó:

—Tendré que marcharme, Adela. Lo siento muchísimo. ¿No te importa, verdad?

—Oh, Vivian, no te marches.

Era una súplica y a Dubois le sentó como un tiro. Continuó preparando su retirada.

—Lo siento. Tengo una cita importante. A propósito, inspector, me hospedo en Dormy House. Si… er… me necesita para algo…

El inspector Neele asintió con un gesto. No tenía intención de retener al señor Dubois, pues comprendió el motivo de su espantada. El señor Dubois huía de las contrariedades como de la peste.

Adela Fortescue dijo en un intento de salvar la situación:

—Ha sido una sorpresa tan grande volver a casa y encontrar a la policía.

—Me hago perfecto cargo. Pero comprenda que resultaba necesario actuar rápidamente para obtener las muestras necesarias de los alimentos, café, té, etc…

—¿Té y café? ¡Pero si eso no intoxica! Supongo que debió ser ese tocino tan malo que tomamos. Algunas veces está incomible.

—Ya lo averiguaremos, señora Fortescue. No se preocupe. Le sorprendería saber las cosas que pueden ocurrir. Una vez tuvimos un caso de envenenamiento por el tacto. Se habían equivocado, y cogieron dedaleras en vez de rábanos picantes.

—¿Y usted cree que aquí ha podido suceder algo parecido?

—Lo sabremos con certeza cuando se haya practicado la autopsia.

—La autop… oh, ya comprendo. —Se estremeció.

—Tienen ustedes muchos tejos por aquí —prosiguió el inspector—. Supongo que no existe posibilidad alguna de que sus hojas o frutos se hayan mezclado con algún alimento.

No dejaba de observarla y ella alzó los ojos.

—¿Los tejos? ¿Es que son venenosos?

Su asombro parecía demasiado inocente.

—Se sabe que algunos niños comieron hojas o frutos de tejo con funestos resultados.

Adela se llevó las manos a la cabeza.

—No puedo soportar más. Quiero acostarme. ¿Puedo hacerlo? No puedo seguir hablando de esto. El señor Percival Fortescue lo arreglará todo… Yo no puedo… no puedo… no es justo que me pregunte a mí.

—Esperamos ponernos en contacto con él lo más pronto posible. Por desgracia, se encuentra en el Norte de Inglaterra.

—Oh, sí. Lo había olvidado.

—Sólo una cosa más, señora Fortescue. Encontramos una pequeña cantidad de grano en un bolsillo del traje de su esposo. ¿Podría explicarme la razón de ello?

Meneó la cabeza, al parecer muy extrañada.

—¿No podría tratarse de alguna broma?

—No le veo la gracia.

—De momento no voy a molestarla más, señora Fortescue. ¿Quiere que mande llamar a una de las camareras? ¿O a la señorita Dove?

—¿Qué? —Estaba distraída. Se preguntó qué estaría pensando.

Revolvió en su bolso hasta sacar un pañuelo.

—Es terrible —dijo con voz temblorosa—. Todavía no acabo de darme cuenta. Hasta ahora he estado como paralizada. Pobre Rex. ¡Mi querido Rex!

Sollozó de un modo casi convincente.

El inspector Neele la observó —respetuosamente durante unos instantes.

—Le enviaré a alguien —dijo.

Y dirigiéndose a la puerta, la abrió. Antes de salir volvióse para mirar a la señora Fortescue.

Todavía conservaba el pañuelito ante los ojos, pero sus extremos no lograban ocultar del todo su boca. En sus labios había aparecido una ligera sonrisa.