Los estragos de la tormenta se reflejaban en los charcos, en los cristales rotos y en las aguas de los diques apenas calmadas. El sol había aparecido y era peor aún. La luz desvelaba los detalles de la carnicería. El agua centelleaba por doquier pero con un brillo triste, desapacible y fúnebre. Ese sol tibio era como una fiebre y olía a enfermedad, convalecencia y muerte.
Se asomó entre los troncos de árboles diseminados y prefirió no interrogarse acerca de su presencia en aquel escondite. Sin duda se trataba de un refugio de fortuna. Con una tracción, se encaramó a un tronco y observó el paisaje. Había unas palas eólicas inmensas caídas al suelo. Unas grúas derribadas. Los coches flotaban y chocaban entre sí en el aparcamiento inundado. Las ramas de los árboles flotaban como cadáveres. Era una visión espeluznante.
Se asió de un cable que colgaba y lo utilizó a modo de cuerda de rappel para dejarse deslizar a lo largo del tronco. Cayó con pesadez sobre el asfalto. Las piernas no lo sostenían. Su cuerpo se había vuelto esponjoso. Se levantó trabajosamente y descubrió nuevos detalles. El suelo estaba cubierto de piedras, drizas y trozos de mástil. La calzada estaba resquebrajada. Había placas de asfalto arrancadas. En el dique, los mercantes habían descantillado los ángulos de los muelles. Un buque del servicio de aduanas tenía la proa hundida y otro estaba volcado sobre un costado…
Avanzó tambaleándose junto al muelle, evitando las losas arrancadas y los escombros de velamen, madera y acero. Sentados sobre unos norayes, unos marineros se llevaban las manos a la cabeza. Los gendarmes y bomberos evaluaban los daños, en estado de choque. Reinaba allí un silencio mezclado con espanto. La naturaleza había hablado. No había nada que responder.
Presa del vértigo, se detuvo y se inclinó hacia delante, agarrándose las rodillas con las manos. No era más que un escombro entre muchos otros.
—¿Todo en orden?
Alzó la cabeza y buscó de dónde procedía la voz. Dos bomberos (anoraks negros y bandas fluorescentes) se hallaban frente a él.
—¿Se encuentra bien?
No respondió, pues no estaba seguro de su estado.
—¿De dónde viene? ¿Dónde vive?
Abrió la boca y sintió una mano que le asía del brazo. Se había desvanecido una fracción de segundo, bajo el efecto del sol.
—¿Cómo se llama?
Los miró sin responder. Buscaba qué era lo que no funcionaba en él. Cuál era el problema que lo convertía en un verdadero náufrago. Más allá de la tormenta.
—¿Cómo se llama, señor?
Por fin comprendió. Murmuró esbozando una sonrisa compungida:
—No tengo la menor idea.