Desde hacía mucho tiempo, los alveolos eran unos lugares muertos que ya no albergaban submarinos. Esa noche, sin embargo, las olas furiosas reanimaban aquellas cavernas olvidadas. Inmóvil sobre la pasarela, oculto detrás de un muro, Kubiela observaba desde lo alto a las partes en combate. Cada ola penetraba en el hangar y saturaba de aguas negras hasta el menor milímetro de hormigón, y acto seguido se retiraba con rabia, chasqueando contra los muros y espumando a lo largo de los muelles… El océano concedía entonces un respiro de unos pocos segundos al espacio antes de regresar con una cólera redoblada.
Había que aprovechar ese respiro para cruzar los veinte metros que cruzaban por encima del alveolo. Sin perder un instante, pues las olas eran de tal violencia que perfectamente podrían arrancarlo de la pasarela y arrojarlo por encima del parapeto.
Aguardó de nuevo una retirada de las aguas para correr en dirección al siguiente muro. Calculó mal. En mitad de la pasarela, lo sorprendió un bloque de espuma. Se vio tendido en el suelo. La ola, al romper, lo redujo a unos pocos reflejos. Cerrar los ojos. Contener la respiración. Arquearse para ser más fuerte que la corriente.
Aguardó a que el agua desapareciera a su alrededor y se puso de nuevo en pie. Se precipitó tambaleándose hasta el siguiente muro. Estaba empapado de la cabeza a los pies. Se había guardado la carpeta dentro del pantalón. Ya no sabía siquiera si llevaba aún las armas a la cintura. Poco importaba. Logró llegar al abrigo y se colocó detrás del bloque de dos metros de grosor que lo separaba del hangar contiguo. El rugido del dique hacía vibrar las paredes. Tenía la impresión de que lo perseguía el océano en persona. ¿Estaba Anaïs detrás de él? En ese estruendo era imposible oír sus pasos. Y no podía volver la vista atrás…
Una ola pasó por delante de él y se adentró en el hangar contiguo. En cuanto el camino estuvo despejado, corrió hacia el muro siguiente. De nuevo, sus previsiones fallaron. Apenas se halló al descubierto, las olas lo levantaron. Se agarró a la balaustrada. El único contacto tangible era el murete.
La ola se retiró. Volvió el aire. Había pasado por encima de la barandilla. Suspendido en el vacío, no se había soltado. En un esfuerzo desesperado, lanzó la pierna chorreante hacia la cresta del parapeto y logró poner un pie sobre este. Primera victoria. Con una tracción, logró hacer pasar la pierna al otro lado y luego las caderas y el busto. Cayó pesadamente sobre la pasarela, atontado, empapado y tembloroso. Sentía las manos paralizadas. La sal le empañaba la vista. El agua le llegaba a las rodillas. Tenía agua en los oídos. Agua en la boca.
Sin más cálculos, con gestos mecánicos, se dirigió hacia el alveolo siguiente. Su ropa empapada pesaba toneladas. ¿Anaïs? Tuvo la tentación de echar un vistazo por encima del hombro, pero se contuvo. No cabía ninguna duda: Toinin tenía los medios para observarle y saber si cumplía el trato.
Cuarto hangar. Pasó. Le ardía la nuca. Le lloraban los ojos. Y el resto del cuerpo le temblaba de frío. ¿Llevaba aún la carpeta en el pantalón? No sabía qué le importaba más: ese documento o la vida. En realidad, eran lo mismo.
Quinto hangar. La duda se cernió de nuevo sobre él. ¿Lo seguía Anaïs? El pánico se apoderó de él. Toinin había huido y se la había quedado como rehén, mientras él le seguía el juego y se alejaba sin volver la vista atrás. Iba a comprobarlo, pero se inmovilizó. No. No cometería el error de Orfeo…
Al llegar al sexto hangar, el rugido retumbó. El agua ya estaba allí, a unos metros, inundando el espacio. Se acurrucó, de espaldas a la pared. La ola lo buscó y se insinuó hasta por los menores resquicios, pero él resistió, agarrado al hormigón. En cuanto la ola se retiró, se lanzó tras su estela y prosiguió su camino. Apenas hubo franqueado los veinte metros que quedaban, una nueva oleada se abatió sobre su espalda. Anaïs debía de estar al otro lado. «O debajo». ¿Resistía los golpes? ¿Lograba agarrarse a la barandilla con las muñecas atadas? Una mirada… Solo una mirada…
La ola le impidió volverse. El agua espumó, ascendió, giró en un torbellino alrededor de él y volvió a sumergirlo. Sintió que la carpeta se le escapaba, arrancada por la fuerza de la corriente. Tendió un brazo, pero de inmediato lo dejó correr, pues necesitaba ambas manos para agarrarse. Al retirarse el agua, comprendió que solo le quedaba su aliento, y eso ya era mucho…
Fue al hangar siguiente. Había perdido la cuenta. ¿Era el séptimo? ¿El noveno? ¿Había llegado al final? Anaïs. Solo tenía una oportunidad entre tres de vencer. Ella se hallaba tras sus pasos, él no volvía la vista y lograban salir de esa los dos. Ella no se hallaba detrás de él y él ya había perdido. O ella se hallaba allí y él cometía el error de dirigirle una mirada. Una rápida y simple mirada…
De repente, se dio cuenta de lo que tenía frente a él: una pared ciega. No había ningún otro hangar… Había llegado a su destino. Bajó la vista hacia los muelles y vio la puerta entreabierta, al pie de la escalera. Toinin no había mentido. Allí estaba la salida, a unos metros bajo sus pies. Tenía que descender y huir.
Pero ese descenso sería dantesco. Era imposible no ayudar a Anaïs… No franquear juntos aquellos últimos metros… Se volvió y vio a la joven, al otro lado de la pasarela. Vio sus ojos oscuros, su piel blanca y recordó la primera vez que la vio. El grito. La leche. Alicia en el país de las pesadillas…
Kubiela comprendió que había fracasado. Exactamente como en la leyenda. En ese instante, el asesino apareció detrás de Anaïs. Llevaba su máscara. El rostro deformado hacia uno de los lados, la boca como una sierra circular. Vestía un abrigo de pelo largo que recordaba a los gabanes de los pastores de Anatolia. Esgrimía un arma bárbara, de bronce forjado o de sílex tallado.
Se precipitó, pero ya era tarde. Toinin descargó su hacha. Antes de que el filo alcanzara a Eurídice, una masa ciega se abatió sobre la pasarela. El océano se llevó al verdugo y a su víctima de golpe.
Kubiela solo dispuso de una milésima de segundo para decirse lo siguiente: la ola tenía el tamaño de una casa. Ningún hombre, ningún dios podría resistir aquellos miles de metros cúbicos de aguas furiosas… Fue arrastrado a su vez. Cayó por encima del parapeto y se hundió de cabeza en la nada.