Para salir de aquí solo hay una salida. Al otro extremo de la base, en la fachada sur. Para llegar hasta allí hay que atravesar los diez alveolos que los alemanes construyeron en su época.

—¿Qué son?

—Los hangares destinados a los submarinos. Los famosos U-boot.

Toinin abrió hacia él la puerta recortada en el alto portal de acero. Inmediatamente, un chorro de espuma le fustigó el rostro. Indiferente a las salpicaduras, la abrió de par en par. Kubiela descubrió un largo dique bordeado de muelles y dominado por una pasarela de hormigón pintado de blanco, a diez metros de altura. Justo encima, las estructuras metálicas entrecruzaban sus ejes para sostener el techo.

—Tomaréis esa pasarela y la seguiréis todo recto. Pasa por encima de cada uno de los hangares. Con un poco de suerte, podréis llegar al otro lado del búnker.

—¿Nosotros?

—Anaïs y tú. La única dificultad es el mar. Esta noche, las olas llenan casi enteramente los alveolos, pero, como puedes ver, hay un parapeto que os protegerá.

—¿Dejas que nos marchemos?

—Con una única condición. Tú irás delante. Anaïs te seguirá. Si te vuelves, aunque solo sea una vez para comprobar que está allí, ella morirá.

«La llamo Eurídice». Le habían dado el papel de Orfeo. En unos segundos, recordó la historia del músico de la lira y de su mujer muerta mordida por una serpiente. Orfeo, armado únicamente con el poder de su instrumento, cruza la laguna Estigia, hechiza a Cerbero y logra convencer a Hades, señor de las tinieblas, de que libere a Eurídice. El dios acepta, pero pone una condición: durante el regreso a la superficie, Orfeo caminará delante de Eurídice y no podrá volverse nunca.

El desenlace es conocido. En el momento de salir del reino de los muertos, Orfeo vuelve la vista atrás. Eurídice se halla allí, pero ya es demasiado tarde. El héroe ha traicionado su juramento y su amada desaparece para siempre en los infiernos.

—¿Y tú? —preguntó.

—Si cumples tu palabra, desapareceré.

—¿Y el caso acaba aquí?

—Por mi parte, sí. Ya resolverás tus problemas con el mundo de los mortales.

Toinin se inclinó y cogió del suelo una gruesa carpeta, envuelta herméticamente en plástico.

—Tu seguro para el futuro. Unos extractos del programa Matrioska. Las fechas. Las víctimas. Los productos. Los responsables.

—La policía silenciará el caso.

—Por supuesto, pero la prensa no. Atención. No los des a conocer. Haz saber simplemente a Mêtis que los posees. Que están a buen recaudo en algún lugar.

—¿Y tus crímenes?

—En esa carpeta también está mi confesión.

—Nadie lo va a creer.

—Preciso algunos detalles que solo la policía y el asesino conocen. Así como documentos que certifican dónde y cómo me procuré los materiales para cada puesta en escena. También he indicado el lugar secreto donde están escondidos mis daguerrotipos.

—¿Qué?

—Anaïs te lo explicará. Si sobrevive, es decir, si tú respetas las reglas.

Kubiela negó con la cabeza.

—Desde el principio de esta historia, dos hombres me han perseguido para matarme. Finalmente los he derrotado, pero vendrán otros.

—Créeme, las cosas se calmarán.

—¿No quieres seguir protegiéndome? ¿Mandarme a la cárcel o ingresarme en un manicomio?

—Has sobrevivido hasta ahora. Estás hecho para sobrevivir, conmigo o sin mí.

Kubiela sopesó la carpeta: quizá allí había lo necesario para empezar una vida normal. Con una excepción. Fundamental.

—¿Y mi enfermedad?

—Has extraído el implante. Ya no sufres los efectos de la molécula. No hay ninguna razón por la que no puedas hacer una nueva fuga psíquica, pero no es seguro. Eres un experimento en curso. Sálvate, François. Y salva a Eurídice. Ahora ese es tu único deber.

Toinin se dirigió hacia Anaïs. Kubiela comprendió que no era un farol. Los liberaba de verdad. Un dios del Olimpo que concede clemencia a dos mortales.

—Habríamos podido empezar por esta carpeta, ¿no crees? —gritó a través del fragor de las olas—. ¡Se habrían salvado las vidas de algunos inocentes!

—No olvides que a los dioses les gusta jugar. Y la sangre.

Toinin le quitó la capucha a Anaïs. Sus labios estaban como quemados al rojo. La cola le había hinchado la carne y le había provocado una irritación alrededor de las comisuras. Anaïs parecía un payaso desfigurado. Su cuerpo estaba derrengado: no se había desvanecido, pero sí estaba adormilada.

—En ese estado no podrá atravesar la base.

El hombre sacó una jeringuilla de dentro de una bolsa de plástico. De un bocado, rompió la bolsa y clavó la aguja en un frasco minúsculo. Al cabo de un segundo, propulsó unas gotas hacia el techo.

—Voy a despertarla.

—¿Y las ataduras?

—Seguirá atada. Lo tomas o lo dejas.

—¿Quién me asegura que irá detrás de mí?

Toinin asió el brazo de Anaïs y le clavó la aguja.

—Es lo único que te pido: tu confianza. Es la clave para salir de aquí.

Kubiela se dijo que el demente tenía su propia coherencia. Como en sus asesinatos, seguía el mito al pie de la letra. Actuaría como Hades, que liberó a Eurídice. Él, al contrario, tenía que evitar el error de Orfeo.

«Sobre todo no volver la vista atrás».

El anciano empujó lentamente el émbolo y luego quitó la aguja. Se dirigió hacia Kubiela y señaló la puerta entreabierta, que seguía escupiendo salvas de espuma.

—Sube las escaleras. Contén la respiración a cada ola. Al final de los alveolos se halla la libertad.

Observó por última vez al viejo loco. Sus rasgos curtidos, arrugados y laminados. Tuvo la impresión de contemplarse a sí mismo en un espejo manchado y ancestral. Detrás de él, Anaïs parecía despertar.

—Empieza a andar —murmuró Toinin—. Dentro de unos segundos, Anaïs te seguirá.

—¿De verdad?

El asesino le guiñó un ojo.

—La respuesta te aguarda a la salida del búnker.