Conocí a tu madre en un ambulatorio, en 1970. Yo dirigía un servicio de acogida, a medio camino entre la asistencia social y la psiquiatría. Francyzska huyó de Silesia con su marido. No tenían ni un céntimo. Andrzej trabajaba en la construcción. Francyzska se ocupaba de sus trastornos mentales. Más tarde se dijo que el embarazo la hizo enloquecer, pero es falso. Puedo asegurarte que ya estaba enferma antes de toda esta historia…

—¿Qué padecía?

—Era a la vez bipolar, esquizofrénica, depresiva… y todo eso condimentado con su catolicismo.

—¿La trataste?

—Era mi trabajo. Pero, sobre todo, me sirvió para mis experimentos.

Se le heló la sangre.

—¿Qué experimentos?

—Soy un producto típico de los años setenta. La generación de los psicotrópicos, de la antipsiquiatría, de la apertura de los manicomios… En esa época pensábamos que la química era el único futuro para nuestra disciplina. ¡Íbamos a curarlo todo a base de drogas! Paralelamente a mi actividad como psiquiatra, monté un laboratorio de investigación. No era nada del otro mundo. No tenía medios. Sin embargo, descubrí una molécula casi por casualidad. El antepasado de la DCR 97, que logré sintetizar.

—¿De qué hablas?

—De la molécula del protocolo Matrioska.

—En esa época, ¿qué curaba?

—Nada. Simplemente favorecía la alternancia de los humores y pulsiones… Una especie de bipolaridad reforzada.

—¿Se la inyectaste… a Francyzska?

—A ella no. A sus fetos.

La lógica subterránea de toda la historia. Los gemelos cuyos temperamentos eran tan diferentes ya eran unos conejillos de Indias. Representaban un esbozo de los experimentos futuros.

—Los resultados fueron extraordinarios. Aún en la actualidad, no puedo explicar esos efectos. La molécula no modificó el patrimonio genético de los embriones, sino su comportamiento, ya desde la vida intrauterina. Las pulsiones negativas se localizaban sobre todo en uno de los niños. Un ser hostil, agitado y agresivo que trataba de matar a su hermano.

Kubiela estaba aturdido.

—Me hubiera gustado que nacieran los dos niños, pero era físicamente imposible. Los ginecólogos dejaron la elección en manos de los padres: salvar al dominado o al dominante. Francyzska por supuesto eligió al eslabón débil. Tú. Creía que eras un ángel, un inocente. Puras memeces. Solo eras uno de los elementos de mi experimento.

Un turbio alivio: sí era el gemelo bueno.

—A partir de ahí, tu desarrollo ya no me interesó. Detuve las inyecciones. Interné a Francyzska en un centro en el que tenía consulta. Pasaron los años. Volví a ver a Andrzej y me dijo que sufrías pesadillas y unas pulsiones agresivas incomprensibles. Te interrogué. Descubrí que el gemelo maligno seguía viviendo en ti. Lo que mi molécula había separado, tu psique lo había sintetizado. ¡En una única mente!

—¿Me trataste?

—¿Por qué iba a hacerlo? No estabas enfermo. Eras la prolongación de mi investigación. Desgraciadamente, la fuerza de tu carácter te estaba salvando. Lograbas mantener el fantasma de tu hermano en el fondo de tu inconsciente.

Kubiela adoptó el delirante punto de vista de Toinin.

—¿Por qué no volviste a inyectarme tu molécula?

—Sencillamente, porque no pude. Andrzej desconfiaba de mí. A pesar de mi ayuda, pues fui yo quien pagó la casa de Pantin, me mantenía a distancia. ¡Incluso se empeñó en devolverme el dinero de la casa! Luego consiguió que trasladaran a Francyzska a Ville-Évrard, fuera de mi alcance.

—¿Descubrió tus mangoneos?

—No. Pero se olía que algo no encajaba. El instinto de campesino. Mientras, también obtuvo la nacionalidad francesa. Se sentía más fuerte. No pude hacer nada. Y además Andrzej era un coloso. La fuerza física: siempre acabamos en lo mismo.

—¿Qué me ocurrió luego?

—Ni idea. Abandoné tu caso y me concentré en otros menesteres. Inspirándome en tu evolución, busqué un producto que pudiera provocar una fisión en un cerebro adulto, compartimentando diversas personalidades.

—La molécula de Mêtis.

—No vayas tan deprisa. Pasé más de diez años trabajando en solitario, sin medios y sin equipo. No avanzaba. Hubo que esperar a los años noventa para que Mêtis se interesara por fin por mis trabajos.

—¿Por qué?

—Una simple cuestión de modas. Mêtis triunfaba en el mercado de los ansiolíticos y los antidepresivos. El grupo se interesaba por cualquier molécula que tuviera un efecto inédito en el cerebro humano. Les hablé de la DCR 97. Aún no se llamaba así. Ni siquiera existía en su versión… definitiva.

—¿Te proporcionaron medios?

—Razonables. Pero pude afinar mis experimentos. Sintetizar un producto que provocaba una reacción en cadena en la mente humana.

—¿Cómo funciona exactamente ese producto?

—No tengo la menor idea. No puedo explicar su principio activo. Por el contrario, he observado detenidamente sus efectos. Todo se desarrolla como en una fisión nuclear. La memoria estalla como un núcleo atómico. El cerebro humano, sin embargo, tiene su propia lógica. Una especie de ley de la gravedad que hace que los deseos, las pulsiones y los fragmentos de memoria tiendan de una manera natural a reagruparse entre ellos para reconstituir un nuevo yo.

Kubiela comprendió que lo que buscaba mediante sus propias investigaciones acerca de los gemelos o de las personalidades múltiples era esa ley de la gravedad.

—¿Hiciste ensayos clínicos?

—Ese era el problema. Mis trabajos exigían material humano. Era imposible experimentar una molécula semejante en ratas o monos. Y Mêtis es un grupo poderoso, pero no hasta el extremo de experimentar cualquier cosa sobre cualquier persona.

—¿Y después?

—Me permitieron abrir una clínica especializada. Empecé a trabajar con locos. Seres cuya personalidad ya padecía inestabilidad. Entre las paredes de mi centro podía trabajar con mayor libertad. Los protocolos eran secretos y estaban completamente financiados por Mêtis.

—¿Qué interés había en experimentar semejante producto con enfermos? ¿Para acentuar sus patologías?

—El poder de agravar una enfermedad ya contiene su contrario: el de curarla. Pero aún no habíamos llegado a ese punto. Sembrábamos y únicamente recogíamos notas y constataciones.

Resurgían viejos fantasmas. Los experimentos con seres humanos en los campos de concentración. Las manipulaciones mentales en los manicomios soviéticos. Todos esos trabajos prohibidos cuyos resultados siempre valdrán oro en el mercado de la inteligencia militar.

—Nuestros resultados eran caóticos. Algunos pacientes se sumían en el delirio. Otros vegetaban. Otros, por el contrario, recuperaban una personalidad aparentemente sólida pero que al cabo de cierto tiempo se desmoronaba.

—¿Como Patrick Bonfils?

—Empiezas a comprender. Bonfils es uno de mis experimentos más antiguos.

—¿Cómo se te ocurrió trabajar con personas mentalmente sanas?

—El ejército quiso profundizar en mis investigaciones. Me propusieron montar un verdadero programa. Matrioska. Con un verdadero panel humano. Unos seres mentalmente sanos a los que podríamos tratar. Me dieron también los medios financieros y tecnológicos para crear un microsistema que permitiría suministrar la DCR 97 sin intervención exterior. Gracias al implante que desarrollamos fue posible dejar sueltos a los individuos tratados y observar cómo se comportaban. El programa era arriesgado. Incluso entre los militares no gozaba de unanimidad, pero ciertos responsables querían ver adónde podía conducir.

—Hablas de Mêtis, del ejército: ¿quiénes son, en concreto, los responsables de ese protocolo?

—No lo sé. Nadie lo sabe. Ni siquiera ellos. Todo funciona a base de consejos, comités y misiones. Las decisiones se diseminan y se diluyen. Nunca podrás ponerle nombre a un culpable.

Kubiela hizo de abogado del diablo.

—¿Por qué no haber experimentado la molécula con presos, con culpables confesos o terroristas?

—Porque son los que están mejor protegidos gracias a sus abogados, a la prensa y a sus cómplices: todo el mundo se interesa por los asesinos confesos. Es mucho más fácil raptar y hacer desaparecer a unos desgraciados anónimos. Mêtis y el ejército crearon un sistema de selección, pero yo no me ocupé de ese aspecto de las cosas.

Sasha. Feliz, Medina, Leïla: Kubiela sabía más que el propio Toinin sobre esa vertiente del programa.

—Yo recibía a los «voluntarios». Los trataba. También los preparaba. Sucediera lo que sucediese, siempre tenían que negarse a someterse a un escáner o a una radiografía, pues se habría descubierto de inmediato el implante. A partir de ese momento, se les liberaba y observábamos lo que sucedía.

Conocía lo demás, o casi. Alrededor de ellos, las paredes temblaban sobre sus cimientos. Por los rugidos, se adivinaba que algunas olas del exterior se alzaban hasta el techo del búnker, a veinte metros de altura.

—Y hoy, ¿en qué punto se halla el experimento?

—Cerrado. Matrioska ya no existe.

—¿Por qué?

El viejo movió la cabeza en un gesto reprobatorio.

—Mis resultados no convencieron. Los sujetos sufren crisis esporádicas. Cambian de personalidad pero sin coherencia. Varios de ellos incluso se escaparon de nuestro control. El ejército y Mêtis llegaron a la conclusión de que mis trabajos nunca tendrían una aplicación concreta. Ni militar, ni comercial.

—Supongo que no estás de acuerdo.

Agitó los dedos en la penumbra iluminada por el soplete.

—Me río de sus decisiones. Soy un demiurgo. Juego con los destinos de los hombres.

Kubiela observó a su interlocutor. Unos rasgos magníficos, innumerables arrugas y una nuca altiva. Un rostro que los años habían erosionado hasta dejar solo lo estrictamente necesario. Huesos y músculos desprovistos de carne. Un puro psicópata que se situaba por encima de las leyes y de los hombres.

—¿Habéis eliminado a todos los conejillos de Indias?

—A todos no. Tú estás aquí.

—¿Por qué?

—Porque te protejo.

—¿Cómo?

—Matando a gente.

Kubiela ya no comprendía. El clamor del mar rodeaba los flancos del refugio. El estruendo resonaba en la sala y repercutía en todos los hangares.

—Explícate.

—A finales de 2008 me hablaron de un psiquiatra que andaba husmeando. No me sorprendió, pues algunos pacientes habían logrado escapar a nuestra vigilancia. Y que acabaran en un hospital psiquiátrico entraba en el orden natural de las cosas.

—¿Me reconociste?

—Me dieron un expediente de investigación. Querían saber si había oído hablar de ti como psiquiatra. ¡Figúrate! ¡El gemelo Kubiela! Me alucinó volver a encontrarte, casi treinta años después. Y en ese momento comprendí que nuestros destinos estaban ligados. El hado griego.

—¿Ya querían eliminarme?

—No lo sé. Propuse que fueras un nuevo sujeto de experimento. Se negaron: demasiado arriesgado. Discutí: disponía de tu historial médico antiguo. Describí la génesis de tu nacimiento, la dualidad de tus orígenes y la complejidad de tu psique. Demostré que poseías el perfil ideal. Tú ya eras dos, ¡en lo más hondo de ti mismo!

Kubiela movió lentamente la cabeza y tomó el relevo.

—Finalmente se me aplicó el tratamiento y multipliqué las identidades. Nono. Narcisse. Janusz… El problema era que cada vez retomaba la investigación de Kubiela, tratando de saber de dónde procedía ese síndrome y cuál era mi verdadera identidad.

—¡Te volviste aún más peligroso! Además, y mientras tanto, el comité decidió detener el programa. A partir de la primavera de 2009, empezaron a borrar cualquier rastro de Matrioska. Y entonces se me ocurrió una idea para salvarte de la masacre.

—¿Un asesinato?

—Un acto criminal, efectivamente, en el que te verías implicado y que provocaría tu detención. Así serías intocable. Agitando un poco a la prensa y buscándote a un abogado y a un perito psiquiatra, habría podido ponerte al abrigo de su lista negra.

Kubiela comenzaba a comprender la delirante lógica del psiquiatra.

—¿Por eso mataste a Urano?

—Tenía que ser un crimen loco. Me inspiré en la mitología griega. Siempre me ha apasionado. Los seres humanos no cesan de cruzar por los mitos como si fueran grandes salas que los protegen y encuadran su destino. Un poco como esos hangares para submarinos: unos espacios que nos limitan sin que podamos siquiera ver sus paredes.

El terreno de la investigación criminal pura. Quería algunas precisiones.

—Vi el asesinato. Lo pinté una y otra vez en mis lienzos. ¿Cómo pude ser testigo de esa carnicería?

—Te cité. Nunca te había perdido de vista. Te inyecté un anestésico. Maté al vagabundo y llamé a la policía, pero nada sucedió como había previsto. Te dormiste demasiado tarde, viste toda la escena y esos memos ni siquiera fueron hasta allí.

—Pude salir de esa, pero el impacto del asesinato me provocó una nueva fuga psíquica. Fui a dar a Cannes y luego a Niza, y solo recordaba el crimen.

—Al centro de Corto. El psiquiatra de los artistas. —Movió la cabeza consternado—. Curar la locura con la pintura… —Luego cambió de expresión—. ¿Y por qué no, a fin de cuentas? También él era un puro producto de los seventies

Kubiela prosiguió el relato en un tono neutro:

—No sé si sufrí un nuevo trauma, pero perdí de nuevo la memoria. Me convertí en Victor Janusz, un vagabundo de Marsella, en noviembre de 2009.

Toinin vociferó ardientemente de golpe:

—¡Eras nuestro mejor conejillo de Indias! ¡Protagonizabas una fuga cada dos meses! Yo no dejaba de repetírselo. La molécula tenía en ti un efecto alucinante. —Agitó el dedo índice—. Eras el paciente ideal para estudiar el proceso de la fisión. —Su voz se apagó—. Pero ya era demasiado tarde. Ya no se hablaba de investigación ni del programa…

—Y los asesinos que andaban tras de mí pagaron a unos delincuentes para matarme.

—No conozco los detalles, pero tenía que actuar de nuevo para salvarte.

—Y entonces mataste a Ícaro.

—Para mantener el tono mitológico. Hice todo lo posible para que te detuvieran.

—¿Volviste a citarme?

—Te encontré en Marsella. Te cité en la cala de Sormiou y te prometí una información capital acerca de tus orígenes. De nuevo llamé a la policía. Sin el menor resultado. Es desesperante además tener que pagar los impuestos.

—Perdí la memoria de nuevo. Un tiempo después, me convertí en Mathias Freire.

—Adquiriste una cierta experiencia en la fuga psíquica. Tu nuevo personaje era perfecto. Lograste que te contrataran en ese hospital de Burdeos, con documentación falsa. A los hombres encargados de eliminarte les llevó más de un mes dar contigo. Me informaron de tu nueva identidad. Querían saber si habías retomado la investigación, interrogado a otros psiquiatras y cosas así. Hice algunas llamadas. Era a finales de enero. Estabas completamente sumergido en tu nuevo personaje. A fin de cuentas, era el más próximo al hombre que eres verdaderamente. Expliqué que no representabas ningún peligro, pero había que saldar cuentas.

—Y decidiste matar de nuevo en Burdeos.

—Quise dar un gran golpe. ¡El Minotauro! Esta vez, dejé tres huellas en el foso de mantenimiento. Estaba seguro de que la policía acabaría por relacionarlo con Victor Janusz. Habías sido detenido en Marsella. Allí recordarían el asesinato de Ícaro. Te detendrían por la serie de asesinatos mitológicos. Serías objeto de un examen psiquiátrico y con tu memoria hecha trizas, te declararían irresponsable.

—¿No había una manera más sencilla de ponerme a salvo? ¿Acusarme de algún delito menor? ¿Internarme por una enfermedad mental?

—No. Tenían que encarcelarte en una unidad para enfermos difíciles. Fuera del alcance de los asesinos. Ya me las habría apañado para tener acceso a ti y seguir estudiándote. Nadie hubiera creído tus delirios y, poco a poco, el caso se hubiera olvidado. Y yo habría podido proseguir mis experimentos con tu mente.

La locura de Toinin tenía su propia lógica. Pero ¿cuál era la conclusión? Quizá ese mismo instante. Fuera del tiempo, fuera del espacio, dentro de un búnker. Poco importaba el desenlace, quería una respuesta para cada enigma.

—Mataste a tus víctimas con una sobredosis de heroína. ¿Dónde conseguiste la droga?

—La fabriqué. La heroína es un derivado de la morfina, que abunda en mi clínica. Hace treinta años que me dedico a sintetizar moléculas y refinar heroína es un juego de niños.

—Háblame de Patrick Bonfils. ¿Qué hacía en la estación de Burdeos?

—Un problema colateral. Bonfils pertenecía a la primera generación de pacientes. Se había estabilizado en su personaje de pescador y ya nadie pensaba en él. Pero se interrogaba acerca de sus orígenes. Quería comprender. Sus pasos lo guiaron hasta mi clínica en la Vendée, donde estuvo ingresado varias veces. Programé una intervención para retirarle el implante después de inyectarle una dosis masiva de la molécula. De esa forma, le salvaba la vida.

—Pero lo perdía todo. Sus recuerdos. Su pareja. Su oficio.

—¿Y qué? Unas horas antes de la intervención, fue presa del pánico. Se dio a la fuga e hirió a uno de mis enfermeros.

—Con un listín de teléfonos y una llave inglesa.

—La continuación es casi cómica. Bonfils se ocultó en una camioneta, precisamente la que utilizo para mis sacrificios. Así le llevé, sin saberlo, hasta Burdeos. Me siguió hasta las vías del tren. Luchamos en el foso. Logré inyectarle. Le abandoné en una barraca junto a las vías.

El edificio se sostenía más o menos en pie, pero faltaba el elemento principal.

—¿Por qué te empecinaste en salvarme la vida? ¿Simplemente porque soy tu mejor conejillo de Indias?

—Si planteas la pregunta significa que no has comprendido lo esencial. ¿Por qué en tu opinión elegí los mitos de Urano, de Ícaro o del Minotauro?

—No tengo ni idea.

—Cada uno es la historia de un hijo monstruoso, torpe o destructor.

Le pareció que el océano rugía con más fuerza. Que las olas se alzaban a mayor altura y con más ímpetu. El búnker acabaría por ser arrancado de su base. De aquel torbellino brotó súbitamente una verdad asombrosa.

—Quieres decir que…

—Eres mi hijo, François. En la época del ambulatorio, era un follador incansable, te lo aseguro. ¡Me follé a todas mis pacientes! A veces, les practicaba un aborto. Otras, llevaba a cabo experimentos con los fetos. Inyectaba mis moléculas y observaba sus efectos en ellos. ¡Uno siempre sabe lo que más le conviene!

Kubiela ya no oía nada. La última muñeca rusa se rompía entre sus dedos. Hizo un último intento de escapar de aquella pesadilla.

—¿Por qué no puedo ser hijo de Andrzej Kubiela?

—Mírate a un espejo y tendrás la respuesta. Por esa razón Andrzej rompió cualquier relación conmigo cuando tenías ocho años. A causa de ese parecido. Creo que lo comprendió, pero te crió como si fueras su propio hijo.

Ahora la historia entera adquiría otro sentido. Jean-Pierre Toinin se tomaba por un dios. Veía a su hijo como un semidiós, como Heracles o Minos. Un hijo que constantemente se había alejado de él, que había tratado de destruir su obra. Un hijo torpe y destructor. Era el Minotauro de Toinin, su progenitura oculta y monstruosa. Era su Ícaro, que quería volar demasiado cerca del sol. Su Crono que intentaba matarlo destruyendo su poder…

El anciano se aproximó y agarró a Kubiela de la nuca.

—Esos asesinatos son homenajes, hijo. Además, poseo unas imágenes únicas de…

Se detuvo. Kubiela empuñaba la CZ y se la hundía entre los pliegues del chubasquero.

Toinin sonrió con indulgencia.

—Si haces eso, ella morirá.

—De todas formas, todos vamos a morir.

—No.

—¿No?

Kubiela dejó de apretar el gatillo.

—No tengo intención de mataros. Podéis sobrevivir.

—¿Con qué condición?

—Que respetéis las reglas.