Lo primero que vio fue un largo túnel oscuro, que se abría a lo lejos sobre la tormenta. Las olas entraban con fuerza y luego disminuían hasta reducirse a charcos de espuma. Kubiela avanzó. El lugar evocaba una inmensa caverna rectilínea. Una especie de sedimentación geométrica. Allí se sentía el vacío, la resonancia interna que uno experimenta al entrar en una catedral. Había agua por todas partes. En la textura del hormigón. En el chapoteo que resonaba sobre él. En los charcos relucientes en el suelo. Con cierta regularidad, el rugido ascendía a lo largo del túnel, rodaba hasta él y luego se alejaba de nuevo, como a regañadientes. Tenía la sensación de hallarse en la garganta de un monstruo, cuya saliva era el mar.
No había ni una luz ni una señal. Sus ojos, aún turbados por la lluvia, no alcanzaban a distinguir nada. Se percató de que había olvidado el móvil en el coche. Qué tontería. El asesino sin duda le llamaría para citarlo en algún lugar de aquellas entrañas…
A modo de respuesta, un haz de luz surgió a su derecha, a cincuenta metros o más, pues era difícil evaluar el vacío. Se oyó un bufido. Entornó los ojos y vio una llama concentrada, de un color naranja crudo, azulada en los lados. La llama de un soldador, que lanzaba rayos esporádicos sobre un chubasquero empapado.
Un hombre avanzaba hacia él.
Un marinero o un pescador.
El personaje se precisó. Era un hombre de gran estatura, que vestía un chubasquero, pantalón de peto, chaleco autohinchable y botas altas. Llevaba el rostro cubierto por una capucha ajustada y con visera. Kubiela nunca había tratado de imaginar al asesino del Olimpo y, a fin de cuentas, ese fantasma de plástico y fuego podía dar el pego.
El asesino se hallaba solo a unos metros. En una mano empuñaba el soplete y con la otra tiraba de una botella metálica montada sobre ruedecillas que contenía el oxígeno que alimentaba el rayo incandescente.
Kubiela trataba de distinguir el rostro. Había algo en el aspecto general del asesino, en su porte encorvado, que le parecía familiar.
—Me alegro de verte —dijo el anfitrión quitándose la capucha.
Jean-Pierre Toinin. El psiquiatra que había atendido su trágico nacimiento y la locura de su madre. El hombre que asistió al sacrificio de su hermano. El viejo que conocía toda su historia. Y que sin duda la había escrito. «Soy tu creador».
—Discúlpame, pero tengo que cerrar esta maldita puerta.
Kubiela se apartó y dejó pasar al coco. Sintió junto a él el aliento ardiente del soplete. Sopesó la corpulencia del hombre, su fuerza. A pesar de su edad, podría haber llevado a cuestas al Minotauro o a Ícaro. Podía haber cargado con una cabeza de toro o haberse enfrentado a un gigante como Urano.
Con un movimiento brusco, cerró la puerta y ajustó la llama, que adquirió un color naranja afrutado. El rugido se volvió más agudo. Toinin apuntó a la junta de metal, a la altura de la cerradura. Kubiela contenía la respiración. Cualquier posibilidad de evasión se estaba fundiendo, literalmente, ante sus ojos. A un lado, una puerta soldada. Al otro, la furia del océano.
—¿Qué… está haciendo?
Le hablaba al asesino. Creía estar alucinando.
—Condeno esta salida.
—¿Por el agua?
—Por nosotros. Ya no podremos salir por aquí.
El haz había adquirido una blancura de hielo, pero era un hielo calentado a varios cientos de grados. Kubiela vio el metal dislocarse en una cinta rojiza que de inmediato adquiría un color negruzco. De golpe, salió de su apatía.
Se dirigió al vejestorio que trabajaba de rodillas y lo levantó del suelo.
—¿Dónde está ella?
Toinin giró el soplete y gritó fingiendo ser presa del pánico:
—¡Desgraciado, te vas a quemar!
Kubiela lo soltó, pero repitió más fuerte:
—¿Dónde está Anaïs?
—Allí.
El septuagenario tendió la llama hacia una puerta lateral, a la izquierda. Un acceso a los hangares. Kubiela vio o le pareció ver una silueta empapada de los pies a la cabeza, acurrucada en el suelo. La prisionera tenía el aspecto de Anaïs, pero llevaba la cabeza cubierta por una capucha.
Kubiela se abalanzó. Toinin le cortó el paso con su haz mortífera. Sintió el calor a la altura de los ojos.
—No te acerques a ella —murmuró—. Aún no…
—¿Me lo vas a impedir? —gritó Kubiela llevándose la mano a la espalda.
—Si te acercas a ella, morirá. Te lo aseguro.
Se detuvo. No cabía la menor duda al respecto. En cuestión de estrategias retorcidas, podía confiar en Toinin. Soltó la culata de la CZ.
—Quiero una prueba de que es Anaïs.
—Sígueme.
Tirando de su carro de ruedecillas, el coloso se dirigió hacia la sombra. Kubiela lo siguió con recelo. Los reflejos de la llama revoloteaban sobre los charcos. El ruido áspero del soplete se entremezclaba con el rugido de las olas.
El asesino se detuvo a unos pasos de la cautiva. Soltó el carrito y tendió el brazo hacia ella. Kubiela creyó que iba a quitarle la capucha. En lugar de eso, le subió las mangas. Las marcas de automutilaciones cruzaban su carne chorreante.
En un destello, Kubiela recordó su breve velada en Burdeos: «¿Está seguro de que no quiere que descorchemos la botella?».
Anaïs tenía las muñecas atadas con una brida. Pareció que se despertaba. Se agitó lentamente. Cada uno de sus gestos delataba su agotamiento, la debilidad o la droga.
—¿La has drogado?
—Un simple sedante.
—¿Está herida?
—No.
Kubiela se abrió la chaqueta y mostró la camisa manchada de hemoglobina.
—¿Y esto?
—No es sangre de ella.
—¿De quién es?
—¿Y qué más da? Sangre no falta.
—Debajo de la capucha, ¿está amordazada?
—Tiene los labios pegados. Una cola química muy eficaz.
—¡Serás cabrón!
Se abalanzó. El hombre lo apuntó con la llama.
—Eso no es nada. La podrán curar en cuanto salgáis de aquí.
—¿Vamos a salir de aquí?
—Todo depende de ti.
Kubiela se pasó la mano por la frente: las salpicaduras y el sudor se mezclaban sobre su piel en un fango salado.
—¿Qué quieres? —capituló.
—Que me escuches. Para empezar.