Siguió avanzando y llegó al Vieux-Port. Lo primero que vio con claridad fue un letrero electrónico que parpadeaba: AVISO DE TORMENTA A LAS 22 HORAS. REGRESEN A SUS DOMICILIOS. Tomó un bulevar y luego pasó junto a un dique que debía de ser un puerto recreativo. Los cascos de los barcos entrechocaban. Los mástiles cruzaban sus aceros. Más lejos, olas de varios metros rompían contra los muelles.

Kubiela nunca había visto algo semejante. El viento, el mar y la noche se peleaban por la ciudad a tortazos y bocados. Las olas se tragaban las orillas, la calzada y las aceras. Seguía circulando. ¿Cómo encontraría la base submarina? Por deducción, se dijo que tenía que dirigirse a los diques. Quizá encontraría un panel o una indicación. En ese instante, entre el vaivén del limpiaparabrisas vio algo inconcebible: tres siluetas que caminaban contra el viento, con agua hasta las rodillas.

La visión desapareció. Tal vez deliraba… En el mismo instante, su coche patinó y fue a dar contra una acera. El golpe le dio impulso. Empujando con el hombro, abrió la puerta del vehículo y de inmediato fue aspirado por un torbellino ardiente. Había olvidado el calor y eso era lo más aterrador. El mundo estaba sobrecalentado. El núcleo central del planeta iba a estallar.

No había desvariado. Tres tipos se alejaban, con las manos en los bolsillos y encorvados contra las ráfagas. Avanzó hacia ellos, abriéndose paso casi en posición horizontal. Las farolas oscilaban con tanta fuerza como los mástiles de las embarcaciones. Los cables eléctricos saltaban como cuerdas de guitarra. Bajo sus pasos, el suelo resbalaba, se fundía y se disolvía: era devuelto al mar.

—¡Eh! ¡Por favor!

Estaban solo a una veintena de metros, pero parecían fuera de su alcance. Aceleró sus pasos de equilibrista. Dos hombres con las manos en los bolsillos. Una mujer que luchaba por conservar su bolso. Engullidos por las capuchas.

—¡Por favor!

Kubiela logró asir el hombro de uno de los varones. El tipo no pareció sorprenderse, quizá esperaba recibir una farola o una botavara sobre la cabeza.

—Busco la base submarina de La Pallice.

—¡Está loco! La base está en el puerto comercial y allí debe de estar todo inundado.

—¿Queda lejos?

—Está detrás de usted, por lo menos a tres kilómetros.

—Voy en coche.

—¿En coche?

—Deme la dirección.

—Tome la avenue Jean-Guitton. Siga todo recto. En un momento dado, encontrará la indicación PUERTO COMERCIAL. Sígala. Irá a parar a La Pallice. Pero la verdad es que me sorprendería que pudiera llegar hasta allí.

El hombre seguía hablando, pero Kubiela ya se había dado la vuelta y se dirigía penosamente hacia el coche. Ya no estaba allí. Con las manos a modo de visera, lo distinguió a unos cincuenta metros, entre otros, en un amasijo de hierros digno de César Baldaccini. Con agua hasta los muslos, llegó a la puerta del pasajero (la otra era inaccesible), la abrió y se metió en el coche. Contacto. El motor no estaba ahogado. A base de maniobras, logró salir del embrollo de chapa.

Circuló durante varios minutos por una calle bordeada de árboles y casas que lo protegían del viento. Por fin apareció el panel: PUERTO COMERCIAL. Giró a la derecha y de golpe el paisaje cambió. Cisternas, naves industriales, vías férreas y la tormenta de nuevo muy violenta. Las ruedas traseras derrapaban y también las delanteras resbalaban sobre los charcos crepitantes. En el momento en que creía que ya no podría avanzar más, a uno y otro lado de la carretera se alzaron dos farallones de tierra. Unas gigantescas obras de excavación lo protegieron a lo largo de más de un kilómetro.

Finalmente llegó al puerto autónomo. Las luces del edificio de recepción estaban apagadas. No se veía nada, excepto una barrera roja y blanca y un cartel en el que se leía: PROHIBIDO EL PASO A LOS PEATONES Y A LOS VEHÍCULOS AJENOS A LOS SERVICIOS PORTUARIOS. En el caos de la noche, la advertencia parecía irrisoria. La voz, sin embargo, llevaba razón: el búnker no podía pasar desapercibido. A la izquierda se elevaba una fortaleza, con sus murallas de cemento armado que se recortaban contra la noche.

La barrera de salida estaba arrancada. Retrocedió y pasó en dirección contraria. Grúas. Depósitos. Inmensas palas eólicas estibadas en el suelo. Rodeó los obstáculos. El viento soplaba con fuerza, pero el puerto parecía capaz de defenderse. Aquellas construcciones industriales emanaban una sensación de seguridad.

Llegó al pie del búnker, junto a una vía de ferrocarril. Delante se extendía un dique muy grande. Unos cargueros de más de cien metros de eslora y que pesaban varios miles de toneladas se balanceaban como cáscaras de nuez. La furia del océano era contagiosa. Esas aguas separadas del mar se agitaban en olas de varios metros de altura.

Alzó la vista y observó la fortificación. Las murallas se erigían a una altura de más de veinte metros y contaban con diez aberturas de una anchura igual hacia el dique.

La voz había dicho: «Ve por el lado este del edificio. La última puerta, al norte, estará abierta». Puso finalmente en marcha el GPS que, a modo de bienvenida, le indicó los cuatro puntos cardinales. Se hallaba en el lado sur del búnker y el dique se hallaba al oeste. En resumen, estaba precisamente en el lado contrario. Dio marcha atrás, rodeó el edificio y llegó a la fachada este, dirigiéndose hacia el norte.

El muro ciego se prolongaba unos doscientos metros. Al final de la muralla, un portal de hierro negro. «La última puerta estará abierta». Kubiela cogió sus dos armas, se las guardó en la espalda y abandonó el vehículo. Se dirigió a la pared. El muelle estaba completamente desierto. Kubiela daba vueltas sacudido por el viento bajo la lluvia, pero se sentía fuerte. Había llegado la hora del enfrentamiento.

Recordó una frase de la voz: «La llamo Eurídice. Pero tú la conoces como Anaïs».

«Eurídice». ¿Quién sería Orfeo? ¿Él o el asesino? ¿Qué había previsto aquel tarado? Volvió a observar el edificio que podía albergar a un ejército con sus naves anfibias. Se le ocurrió una idea: si él era Orfeo, esa fortaleza albergaba el infierno. Buscaba incluso bajo el diluvio al Cerbero, el perro monstruoso que vigilaba la puerta del reino de las tinieblas.

Hipnotizado, obsesionado y chorreando, empujó con el hombro la puerta de hierro negro.

Estaba abierta.

No era tan difícil acceder al infierno.