Arrancó la cámara del soporte y, tras varios intentos, la colocó en la posición de «lectura». Al hacerlo se dio cuenta de que no tenía las manos manchadas de sangre. Ese detalle lo tranquilizó vagamente. Rebuscaba en su cerebro un destello, un indicio, un recuerdo. Nada.

Lectura rápida. El inicio era cómico. Se acostaba sobre el suelo, con gestos mecánicos y acelerados, y luego se dormía, desaparecía bajo el edredón blanco. A continuación, la inmovilidad de la escena daba la impresión de que se hubiera detenido la imagen. Pero no. De vez en cuando, Kubiela se sobresaltaba, se volvía y cambiaba de posición.

Pero no se despertaba.

Verificó el contador digital. Estaba en el minuto noventa y cuatro y no sucedía nada. En el minuto ciento dos, unos papeles e imágenes médicas entraban en el campo de la cámara. «El viento». Había alguien en la habitación. Kubiela detuvo la lectura rápida y retrocedió unos segundos. No se veía nada, pero se percibían, en el sonido, los golpes propinados a la ventana (rotura de cristales) y luego en los listones: ruido de madera rota, arrancada y arrojada al interior de la habitación.

Toco ocurría fuera de campo. Por reflejo, movió la cámara como si ese movimiento hubiera podido modificar el campo de visión.

En ese instante, apareció una mano enguantada.

Luego nada más.

La imagen en negro.

El intruso detuvo el filme en el minuto ciento cinco. Kubiela pulsó de nuevo el avance rápido por si la misteriosa mano hubiera vuelto a poner en marcha la grabación. No. Alzó la vista y casi se sorprendió al no descubrir su propio cuerpo frente a él, en el lugar donde había dormido.

¿Quién había entrado en la habitación?

¿Quién conocía ese escondite?

Apagó el proyector y encendió la bombilla, menos intensa. Cerró la ventana. Sus extremidades le obedecían con cierta dificultad. Estaba molido de agujetas. Todo aquello era aterrador y a la vez tranquilizador. Si había otro hombre, tal vez no fuera él el asesino. Tal vez hubiera otra explicación…

Kubiela estaba tan inmerso en sus cavilaciones que le llevó un tiempo darse cuenta de que sonaba un timbre en la habitación. Había apagado el móvil y esa melodía le era desconocida.

Soltó la cámara y se puso a buscar el teléfono, pisoteando los expedientes, las fotos y las imágenes plastificadas en el serrín húmedo.

Por fin, vio un móvil en el suelo, cerca de la colchoneta.

—¿Diga?

—Escúchame atentamente.

—¿Quién es usted?

—Escúchame, te he dicho. Mira por la ventana.

Kubiela se asomó por el montante roto. El viento nocturno era muy fuerte. La lluvia le fustigó el rostro. Un detalle anormal: el calor. El aire del exterior era tibio. Nada que ver con la temperatura del día.

—Hay un A5 aparcado delante del portal.

Kubiela distinguió la carrocería negra. Un bloque reluciente bajo la lluvia. Renunció a hacerse cualquier pregunta. ¿Quizá seguía soñando?

—Las llaves están en el contacto. Arranca y reúnete conmigo.

—¿Dónde?

—En La Rochelle.

Kubiela ya no podía responder. Los músculos de su garganta estaban agarrotados. Sus neuronas formaban un caleidoscopio luminiscente. Formas y arabescos de cristales de colores, pero nada coherente. Ni un solo pensamiento inteligible.

Por fin logró articular:

—¿Por qué tengo que hacerlo?

—Por ella.

De repente, unos gemidos. Unos gritos ahogados. Una boca amordazada. «La sangre sobre la camisa».

—¿Quién es?

—La llamo Eurídice. Pero tú la conoces como Anaïs. Anaïs Chatelet.

El chirrido furioso de unos neumáticos dentro de su cráneo. Ruido de helicópteros y de fusiles de asalto, y un chisporroteo mortal.

—Mientes —dijo pasando al tuteo—. Anaïs está en la cárcel.

—Te has perdido unos cuantos telediarios, chaval.

«Chaval». Conocía aquella voz, pausada y grave, pero no lograba recordar dónde la había oído.

—¿Qué le has hecho?

—De momento, nada.

—Pásamela. Quiero hablar con ella.

Una risa sorda. El ronroneo de un gato.

—No puede hablar contigo. Le arden los labios.

—¡Cabrón! ¿Qué le has…?

—Ve a La Rochelle. Volveré a llamarte.

—¿Quién eres, por Dios?

De nuevo, la risa acaramelada.

—Soy tu creador.