—«Te exorcizamos, espíritu inmundo, quienquiera que seas, poder satánico, ataque del infernal adversario, legión, reunión o secta diabólica. En el nombre y virtud de Nuestro Señor Jesucristo…»

Sobre la mesa de operaciones, Francyzska Kubiela murmura la plegaria, con el vientre desnudo. Alrededor de ella, dos médicos y varias enfermeras, todos con mascarillas verdes, parecen incómodos. Un tercero se halla más alejado, y también lleva una mascarilla quirúrgica. Uno de los ginecólogos extiende el gel sobre el vientre de la mujer y luego toma la sonda ecográfica.

Se dirige a su colega, al otro lado de la mesa.

—¿Qué está diciendo?

El otro se encoge de hombros en señal de ignorancia y sostiene una jeringa con una aguja larga.

—Una oración de exorcismo —murmura el hombre que se encuentra al fondo—. Se la sabe de carrerilla. En francés.

—«Te lo manda Dios Altísimo, a quien en tu insolente soberbia pretendes asemejarte…»

El obstetra refunfuña bajo su velo de papel.

—Tendríamos que haberle puesto anestesia total… ¿Tú estás bien?

El médico de la jeringa asiente. El primero pasa la sonda. En el útero, las ondas rebotan contra los cuerpecitos, como un sónar. Se percibe el latido desbocado de los dos corazones…

Los gemelos aparecen en la pantalla. Francyzska está en su séptimo mes de embarazo. Uno de los fetos mide más de cuarenta centímetros y el otro solo unos veinte. Sobre los dos, una verdadera maraña de vasos sanguíneos.

—«Te lo manda Cristo, el Verbo eterno de Dios hecho hombre…»

—Cálmese, Francyzska… —murmura el médico—. No va a notar nada.

La polaca, tocada con un gorrito de papel verdoso, parece no escucharle. El ginecólogo alza la vista y se concentra en el monitor. Los fetos flotan en el líquido amniótico. El dominante se agita ligeramente. El dominado se acurruca en el fondo de la cavidad. Con sus cabezones y sus ojos transparentes, son como dos esculturas de vidrio, diferentes únicamente por su tamaño…

—¿Se ha tomado los antiespasmódicos?

—Sí, doctor —responde una de las enfermeras.

Contraste de las voces aterciopeladas con la violencia de las cialíticas que eliminan hasta el menor rincón de sombra. El jefe de las operaciones, con la mirada fija en la pantalla, clava lentamente la aguja en el vientre.

Francyzska sube el tono de su voz:

—«¡Te lo mandan la santa señal de la Cruz y la virtud de todos los misterios de la fe cristiana!»

—Calma… Unos segundos más y todo habrá terminado.

—«¡Te lo manda la excelsa Madre de Dios, la Virgen María, que aplastó tu orgullosa cabeza!»

—¡Agarradla! ¡Ahora no puede moverse ni un milímetro!

En la pantalla, la aguja avanza hacia el feto de la izquierda, el más desarrollado. Los latidos cardíacos de los gemelos se aceleran: bom-bom-bom-bom.

—¡Agarradla, por Dios!

Las enfermeras sujetan a la paciente por los brazos y hacen fuerza con firmeza sobre sus hombros, ayudadas por el tercer hombre. El médico, con la frente perlada de sudor, prosigue la punción y ya está a punto de alcanzar el tórax del feto.

Es cuestión de milímetros…

—«Te lo manda la fe de los santos apóstoles Pedro y Pablo…»

La punta va a tocar el cuerpo. En ese preciso instante, el feto vuelve la cabeza y mira a los médicos con sus ojazos. Empieza a dar puñetazos a diestro y siniestro, golpeando la pared del útero.

—«¡Te lo manda la sangre de los mártires! Zmiluj sie za nami!»

Francyzska se arquea bruscamente y sorprende al obstetra. La aguja desgarra la pared intrauterina que separa a los gemelos y alcanza al segundo feto, acurrucado, inmóvil y un blanco perfecto para el veneno.

—¡Mierda!

Arranca la jeringa, pero ya es demasiado tarde. La inyección ha alcanzado el corazón del gemelo. La mujer sigue rezando, salivando, escupiendo y sollozando. Se ha cogido ambas manos sobre el vientre.

En la pantalla, el gemelo superviviente parece sonreír.

El mal ha triunfado…

Kubiela se despertó sobresaltado. Durante unos segundos, tuvo la sensación de estar completamente perdido. En caída libre en un lugar sin contorno ni definición. Luego la adrenalina le devolvió la lucidez. Una sensación contradictoria. Clarividencia y confusión entremezcladas.

—Eso no sucedió así —murmuró.

Se arrancó el antifaz que le cubría los ojos. El resplandor del proyector le provocó un grito doloroso. En un acto reflejo, apretó los puños sobre las órbitas. Le era imposible abrir los ojos. Era una luz demasiado blanca…

«Eso no sucedió así». Lo sabía. Era médico. En primer lugar, a una paciente tan nerviosa se le tendría que haber administrado una anestesia total. Además, los antiespasmódicos prescritos antes de la operación habrían sumido el útero en un completo letargo. Finalmente, antes de una reducción siempre se anestesia al feto. Era imposible imaginar que este pudiera agitarse como en el sueño.

Y menos aún que volviera la cabeza hacia la pantalla.

Lentamente, bajó las manos y se enfrentó a la luz. Entornando los párpados, distinguió los contornos de la habitación y el halo agresivo del proyector. Al fondo de esa violencia vio la cámara de vídeo sobre el trípode.

Y en ese momento lo recordó todo.

La pesadilla no tenía importancia. Lo que contaba era lo que pudiera haber hecho mientras dormía. La sospecha de una doble vida. Su voluntad de encerrarse en esa habitación. La cámara puesta en marcha antes de dormirse, para sorprender al otro. «Un absoluto delirio».

En ese instante, se dio cuenta de que la lluvia entraba en la habitación. Los informes médicos, las ecografías y diversos sobres estaban esparcidos por el suelo, revoloteando empujados por la corriente de aire, sucios de serrín y yeso. «Imposible».

Había clausurado las aberturas con listones.

Había sellado la caja de Pandora.

Volvió la cabeza. La primera ventana a su izquierda estaba abierta y los batientes golpeaban al viento. Por el suelo, los listones estaban rotos, arrancados y esparcidos. Como si un animal salvaje (un hombre lobo) lo hubiera arrancado todo con sus propias manos.

Kubiela no se lo podía creer. Se puso en pie para comprobar la cámara de vídeo. Se quedó petrificado a mitad del movimiento. Estaba cubierto de sangre. Sangre apenas seca que le impregnaba las arrugas de la camisa. Se levantó los faldones. Se palpó. No tenía ninguna herida. Ni un rasguño.

Era la sangre de otro.