Un taladro-destornillador sin cable DS 14DL.

Doce listones de roble sin desbastar de 160 mm y dos metros de longitud.

Dos tornillos autotaladradores TF Philips 4,2 x 38.

Una cámara de vídeo digital Handycam.

Un trípode de foto y vídeo de 143 cm/3500 g.

Seis tarjetas de memoria SD de 32 gigas.

Un proyector.

Una colchoneta de fitness de espuma.

Un edredón de 220 x 240 cm de plumón…

Un antifaz.

Kubiela dejó el material sobre el suelo del dormitorio. Lo había comprado todo en la zona comercial de Bercy 2, cerca de su refugio. Las armas de su contraataque. Había estado cavilando. Si el otro existía dentro de él, solo había un momento en el que podía actuar: durante sus horas de sueño.

Cuando el gemelo bueno se dormía, el maligno despertaba.

Se puso manos a la obra y condenó la puerta a base de listones y tornillos. El taladro horadaba el interior de la madera silbando, gimiendo y rechinando. El polvo y las virutas le saltaban a la cara. Su plan era muy simple. Dormir en una habitación completamente cerrada, bajo la mirada de una cámara en marcha. El animal estaría enjaulado. No pasaría nada peligroso.

Al despertar, Kubiela vería por primera vez el rostro del otro en la pantalla de la cámara de vídeo. El gemelo vicioso que vivía dentro de él desde su vida intrauterina. El absceso que lo reconcomía como un cáncer.

Pasó a las ventanas. Tornillos. Listones. Serrín. La habitación se convertía en celda de aislamiento. En una caja de Pandora que no podía volver a abrirse… No cabía ya la menor duda acerca de su culpabilidad. Los hechos tenían la claridad de las pruebas directas. Sus huellas dactilares en el foso del Minotauro. Su presencia en las escenas del crimen de Ícaro y de Urano. Había negado la evidencia con tanto denuedo… Había tergiversado las pruebas y desnaturalizado los signos para negar su culpabilidad. Ahora se quitaba la máscara. Era el criminal. El asesino del Olimpo.

Segunda ventana. Nunca se había sentido tan fuerte. El otro aprovechaba su sueño para actuar y matar. Iba a hacerle caer en su propia trampa. Y en ese momento le vino a la mente otro recuerdo. En la mitología griega, Tánatos, dios de la violencia, de la destrucción y de la muerte, tenía un hermano gemelo, Hipnos, que era el dios del sueño. Una nueva referencia a la Antigüedad que le venía como anillo al dedo.

Detuvo el taladro y el destornillador, y contempló su trabajo a la luz de la bombilla. La habitación ya no tenía salida. Estaba enclaustrado. Totalmente prisionero. «Con el otro». Bajo el haz de luz, la habitación sucia de serrín y yeso era de un blanco resplandeciente. Sabía que tenía la cara igual. De color cocaína. Cada uno de sus pasos dejaba una huella sobre ese suelo nevado.

Dejó las herramientas y cogió el material de vídeo. Conectó la cámara a la electricidad, instaló el trípode y esperó a que el aparato cargara la batería. Encendió el proyector y lo orientó hacia el suelo, entre las dos ventanas, como un foco de teatro. Situó en mitad del haz de luz la colchoneta en el suelo y sacó el edredón de su bolsa de plástico.

En cuanto estuvo dispuesta su cama, cogió la cámara de vídeo cargada y la situó sobre el trípode. Según las instrucciones, la tarjeta de memoria permitía grabar unas dos horas seguidas en calidad normal. Comenzó a filmar la habitación en un plano general. En el centro del objetivo, la cama.

Sacó el antifaz, una de esas máscaras de nailon como las que dan en los aviones. Se la puso sobre la frente y se metió debajo del edredón. Bajó la máscara sobre los ojos y se concentró en su sueño. Había apagado el teléfono. Nadie sabía que se hallaba allí. Nadie podía molestarle. Nadie podría detenerle al dar el gran salto.

Pronto sabría…