Sasha ha confesado.

Anaïs titubeó un instante.

—¿Sasha?

—La jefa del portal de citas.

—Vale. ¿Y qué cuenta?

—No mucho. La chica no sabe muy bien en qué está metida. Nos ha hablado de desapariciones misteriosas en el seno de su club.

—¿De mujeres?

—Mujeres. Hombres. De todo. No entiende nada y se niega a afrontar los problemas. Su empresa está prácticamente en quiebra. Se le está hundiendo el barco, pero ella sigue al timón.

«Las seis de la tarde».

Iba por el decimosegundo nombre. A ese ritmo, quizá habría acabado la lista antes de medianoche. Circulaba por el bulevar periférico cuando la llamó Solinas. Se dirigía hacia las puertas del norte de la capital.

—¿Qué dice acerca de Medina?

—La chica frecuentó su club a comienzos de 2009. Desapareció hacia el mes de agosto. No sabe nada más.

—¿No se había fijado en que Medina no era del tipo de su casa?

—Sí, por supuesto. Pero no se andaba con chiquitas a la hora de cazar clientes.

—¿Sabe qué buscaba Medina?

—No. Me ha hablado de otra inscrita del mismo tipo. Anne-Marie Straub, alias Feliz. También una puta de lujo, según ella.

—¿De verdad no tiene ni idea de qué coño hacían allí?

—Ni idea. Y una cosa es segura. La red de Sasha se dirige a ejecutivos modestos. No hay ningún interés por profesionales de ese calibre.

—¿Se puede interrogar a Feliz?

—No. Se suicidó en enero de 2009.

Dos prostitutas de lujo fallecidas con pocos meses de diferencia, inscritas en el mismo portal de citas. La coincidencia era una conexión.

—¿Se sabe el motivo?

—No se sabe nada en absoluto. Se colgó. Pero, según Sasha, no tenía pinta de depresiva.

—¿Hubo investigación?

—Por supuesto. Así fue como se enteró Sasha. Estamos tratando de seguir la pista.

—¿Le has hablado de Janusz a Sasha?

—Le he enseñado su foto.

—¿Lo ha reconocido?

—Sí. Pero con otro nombre. Dos, en realidad. Se inscribió una primera vez en enero de 2009 con el nombre de François Kubiela. Luego desapareció. Volvió a inscribirse en mayo, esta vez bajo el nombre de Arnaud Chaplain. El hombre del loft.

—¿A Sasha no le pareció extraño?

—Consideró que era una cuestión de discreción. Además, no es muy clara respecto a su relación con él. Tengo la impresión de que estuvieron más juntos de lo que confiesa.

Anaïs sintió un escalofrío de celos y lo apartó de inmediato. ¿Por qué inscribirse dos veces en el mismo club? La investigación de Janusz le empujaba cada vez más hacia el mismo sitio. No cabía duda: existía un vínculo entre Sasha y Matrioska.

—¿Habéis averiguado algo acerca de François Kubiela?

—En ello estamos. De momento, sabemos que era un psiquiatra de renombre.

—¿Era?

—Falleció en un accidente de automóvil, el 29 de enero de 2009, en la autopista A31.

Los engranajes de su cerebro funcionaban a mil por hora.

—¿Quieres decir que Janusz usurpó su identidad?

—No. Janusz murió ese día. Tengo la foto de Kubiela ante mí: es nuestro pájaro. No sé por qué milagro ha vuelto a la vida.

La simulación del accidente no se parecía a los métodos de Janusz. ¿Era el paso de Kubiela a Chaplain una impostura consciente y premeditada?

Almacenó esa disonancia en su cerebro y preguntó:

—¿Habéis investigado su pasado?

—¿Tú qué crees?

—Quizá Kubiela trabajó para Mêtis. O para los tipos de Matrioska.

—Estamos en ello, ya te lo he dicho. La guinda es que reapareció en el club hace unos días.

Anaïs ya esperaba esa noticia. Janusz proseguía su investigación. O mejor dicho, la empezaba cada vez desde cero. Matrioska. Medina. Sasha. Todo estaba ligado.

—¿Y qué nombre ha utilizado en esta ocasión?

—Nono. Es decir, Arnaud Chaplain.

—¿Buscaba a alguien en concreto? ¿A Medina?

—No. Esta vez andaba tras la pista de una tal Leïla. Una chica del tipo de las otras dos.

—¿Profesional?

—Sasha no está segura de ello. En cualquier caso, la tía está buenísima. Es de origen magrebí. A la vista del contexto, no podemos descartar la hipótesis de que tu chiflado se cargara a las dos primeras. Quizá no sea el asesino mitológico, sino un vulgar ejecutor de putillas. O ambas cosas, ¿por qué no?

Anaïs se contuvo para no responderle con acritud. ¿Por qué Janusz andaba tras esas chicas? Vio, en el último momento, la salida del bulevar periférico que buscaba y giró con un brusco golpe de volante que provocó una serie de bocinazos coléricos.

Necesitó unos segundos para recuperar el hilo de la conversación.

—¿Y Sasha?

—De momento, no dejaremos que se marche. Estamos investigando las otras desapariciones de las que nos ha hablado.

—¿Las de los hombres?

—Sí. Nos ha dado nombres y estamos verificándolos. Esa red oculta algo, pero me parece que todo ocurre a sus espaldas. Por absurdo que pueda parecer, hay algo relacionado con el programa Matrioska, pero ella no está al corriente de nada.

Coincidían en sus valoraciones.

—¿Y tú? ¿Qué tal con tus fotógrafos? —preguntó Solinas.

Anaïs bajó la vista hacia la lista de nombres y el plano del extrarradio, abierto sobre sus rodillas.

—Avanzo, pero iría mejor si tu GPS funcionara.

—Está bendecido por la prefectura de París. ¿Y tus muchachos están limpios?

—De momento, sí. Pero me quedan seis. Acabaré esta noche.

—Ánimo. Nos vemos en comisaría.

Anaïs colgó preguntándose, por centésima vez desde aquella mañana, si no estaría perdiendo el tiempo. Dejó de lado sus dudas diciéndose que a los asesinos en serie siempre se les detenía porque cometían un error. A pesar de lo que se decía, no había otra forma de cazarlos. El asesino del Olimpo había roto una placa de plata al fotografiar a Ícaro. Recogió los pedazos, pero aquel fragmento le pasó desapercibido, y ese fragmento era lo que le haría caer.

Se concentró en la conducción. Era de noche, pero la circulación era fluida. Seguía las indicaciones de los paneles por la ciudad. Dos giros y dio con la calle que buscaba, sin dificultad. La excepción que confirmaba la regla. Ante los resultados de Solinas, su pista le parecía ahora nula y sin interés. Lo más relevante eran esas prostitutas de lujo desaparecidas…

Pudo aparcar frente al portal de la casa. La suerte la acompañaba. Anaïs salió del vehículo y se prometió acelerar aún más el ritmo. Llamó a la verja de la casa y dio unas palmadas para calentarse las manos. Las nubes del vaho que escupía ascendían hacia la luz de las farolas. La verja de hierro se abrió. Al descubrir al anciano tocado con un sombrero panamá ya gastado, supo que ni siquiera tenía que preguntar. Era imposible que aquel septuagenario fuera el asesino.

Tuvo ganas de volver de inmediato al coche, pero el hombre le sonreía amablemente.

—¿En qué puedo servirle, señorita?

«Un par de preguntas y puerta», se dijo Anaïs.

—¿Es usted Jean-Pierre Toinin?