Había identificado al obstetra que atendió el parto de Francyzska.
Fallecido.
Buscó a la comadrona presente en la intervención.
Desaparecida.
Fue al ayuntamiento de Pantin para consultar los archivos del registro civil.
Cerrado. Era sábado.
Volvió a su casa y estudió cada uno de los documentos hasta el extremo de que los papeles se le pulverizaban entre los dedos. Descubrió un detalle: en los dos últimos resultados de los exámenes, arriba a la derecha, figuraban los nombres de las personas que recibían una copia de ellos. Entre estas, un psiquiatra, antiguo alumno de los hospitales de París: Jean-Pierre Toinin, director del ambulatorio Esquirol. Kubiela lo adivinó. A partir del quinto mes de embarazo, Francyzska empezó realmente a perder la razón. Pidieron refuerzos. Un especialista.
Kubiela buscó a Jean-Pierre Toinin y dio con él: el hombre vivía aún en Pantin, en la rue Benjamin-Delessert. La dirección se hallaba a solo unas calles de su propia casa y vio un signo del destino en esa coincidencia. Quizá el psiquiatra recordaría algo.
Fue andando. Pasando junto a los muros, con el cuello alzado y las manos hundidas en los bolsillos. Una caricatura de detective. Se repetía en voz baja su versión de la historia. Su madre deliraba. Su hermano gemelo sobrevivió en 1971. Lo dieron en adopción de forma anónima. Renegaron de él. Lo apartaron. Después del psiquiatra, tendría que encontrar, de una manera u otra, el rastro de su gemelo y seguir su recorrido vital. Iría a su encuentro, de la misma manera que este último había dado con él y lo había acosado a base de cadáveres.
Tras recorrer un laberinto de callejuelas y de siniestros caserones, encontró por fin un portal de hierro. Se puso de puntillas. Un anciano estaba arrodillado en su huerto, ocupado en labores de jardinería. Parecía absorto en sus golpes de tijera de podar. ¿Recordaría algo? Sin duda era la última persona en la tierra que sabía qué ocurrió el día de su nacimiento.
Se apoyó de nuevo en sus talones y pulsó el timbre. Transcurrió un minuto. Volvió a ponerse de puntillas y vio al viejo, que seguía trabajando. Llamó de nuevo, con insistencia. Por fin, el jardinero se incorporó, miró hacia la puerta y se quitó los auriculares: trabajaba escuchando música. Por encima de la verja, Kubiela le hizo señales. El hombre clavó en el suelo sus tijeras de podar y se levantó. Era alto y corpulento, y caminaba ligeramente encorvado. Vestía un mono de trabajo manchado de tierra debajo de un anorak holgado, botas de caucho, guantes acolchados y un panamá veraniego y muy antiguo sobre la cabeza. Por fin, fue a abrir la verja.
—Perdóneme —dijo con una sonrisa—, no le había oído.
Tenía más de setenta años, pero su mirada era muy viva. Tenía un aspecto magnífico, como Paul Newman. Numerosas arrugas, como si cada año hubiera añadido una muesca a ese rostro de corteza de árbol. Unos mechones plateados se le escapaban del sombrero y ese destello, unido al de los ojos, le confería el aspecto de centellear en aquella lúgubre tarde. Olía a tierra arada y a insecticida.
—¿Es usted Jean-Pierre Toinin?
—Servidor.
—Me llamo François Kubiela.
El anciano se quitó un guante y le estrechó la mano.
—Perdone, ¿nos conocemos?
—Atendió usted a mi madre, Francyzska Kubiela, en 1971. Estaba embarazada de dos gemelos de los cuales solo uno podría sobrevivir al parto.
Toinin introdujo dos dedos debajo del sombrero para rascarse la cabeza.
—Kubiela, por supuesto… Pero eso fue hace mucho tiempo, ¿verdad?
—Tengo treinta y ocho años. Podría… Vamos, ¿podríamos hablar de ello?
—Sí, claro —dijo dando un paso atrás—. Pase, por favor.
Kubiela siguió a su anfitrión y descubrió un jardín de estudiada vegetación. Unos árboles velaban sobre unos setos recién podados. Unos hoyos en la tierra lindaban con unos arbustos rechonchos, como si hibernaran. Todo parecía descuidado, casual y, a la vez, muy estudiado. Una especie de dandismo vegetal.
—Febrero —dijo extendiendo el brazo hacia el entorno— es el mes en que hay que podar las plantas. Atención: solo las que florecen en verano. ¡No hay que tocar las de primavera!
Se orientó hacia un hoyo más vasto cerca del cual se alzaba un montículo de tierra. Se sentó sobre el mogote y atrapó un zurrón de tela. Un termo y un par de vasos aparecieron entre sus dedos. El olor del humus revuelto y de la hierba cortada llenaba las ventanas nasales.
—¿Un café?
Kubiela asintió y encontró un rincón donde sentarse. Parecían dos sepultureros que descansaran frente a una tumba.
—Tiene suerte de haberme encontrado aquí —dijo Toinin llenando con precaución las tazas de plástico—. Solo vengo los fines de semana.
—¿No vive en Pantin?
Le tendió un café a Kubiela. Tenía las uñas negras y las manos curtidas.
—No. —Sonrió—. A pesar de las apariencias, aún ejerzo.
—¿En un ambulatorio?
—No. Dirijo un pequeño servicio en una clínica psiquiátrica cerca de La Rochelle. —Se encogió de hombros—. ¡Me han dado algo con que entretenerme en mi vejez! ¡Incurables, como yo!
Kubiela se acercó el vaso a los labios mientras contemplaba el rostro de Toinin. Tenía la impresión de observar un mapa a partir de una foto por satélite. Relieves, ríos, surcos de erosión: todo estaba allí, escrito a flor de piel, explicando la génesis de una vida, sus movimientos tectónicos, sus erupciones volcánicas y sus enfriamientos.
—¿En qué puedo ayudarte?
El tuteo le sorprendió, pero acto seguido le complació. Al fin y al cabo, ese hombre le había visto nacer, o casi.
—Investigo mis orígenes, sobre las circunstancias del parto.
—Es natural. ¿Tus padres nunca te han contado nada?
Optó por salirse por la tangente.
—Mi padre ha muerto. En cuanto a mi madre…
Toinin movió la cabeza, escrutando el fondo de su café, y luego tomó la palabra:
—Después de tu nacimiento, seguí su expediente. En esa época, dirigía un ambulatorio aquí en Pantin, lo que hoy sería un centro de acogida terapéutica. Tu madre sufría trastornos muy graves. Lo sabes tan bien como yo. De acuerdo con tu padre, y tras el parto, se firmó una orden de hospitalización a petición de una tercera persona. Sabes qué es, ¿verdad?
—Soy psiquiatra.
El hombre sonrió y alzó el vaso, como si dijera: «A nuestra salud». Su rostro expresaba cierto cinismo, casi una crueldad desengañada, pero la pigmentación de sus iris, muy clara, también le daba un aire de límpida serenidad. Un pequeño lago entre los pliegues de una montaña austera.
—¿Tu madre vive aún?
—Sí, pero su salud mental no ha mejorado. Está convencida de que la reducción embrionaria se llevó a cabo. Que mi hermano gemelo fue eliminado en su útero durante el embarazo.
El viejo frunció el ceño.
—¿No estás de acuerdo?
—No.
—¿Por qué?
—Tengo la prueba de que mi hermano gemelo está vivo.
—¿Qué prueba?
—No puedo darle más detalles.
Toinin se ajustó el sombrero con el índice, como si fuera un vaquero, y exhaló un profundo suspiro.
—Lo lamento, muchacho, pero te equivocas. Estuve presente cuando se llevó a cabo la reducción embrionaria.
—Quiere usted decir que…
—No recuerdo la fecha exacta. Tu madre debía de estar embarazada de seis meses aproximadamente. Solo podía vivir uno de los fetos. Había que elegir. Tu madre lo hizo en un estado mental digamos… más bien confuso. Pero tu padre lo confirmó.
Kubiela cerró los ojos. Sus dedos estrujaban el vaso. Se le vertió café sobre la mano. No sintió la quemadura. Tenía un pie en el vacío, al borde de un acantilado.
—Se equivoca.
—Estuve allí —repitió Toinin golpeando la tierra con el talón—. Asistí a la operación. Acompañar a tu madre en esa prueba era tarea mía. Aunque, en mi opinión, creo que ella hubiera preferido la presencia de un cura.
Kubiela dejó caer su vaso y se llevó las manos a la cabeza. Se hundía en el agujero tan temido. Tres muertos y un único culpable. Él mismo.
Alzó la vista e hizo un último intento.
—No he encontrado el menor rastro de la intervención entre la documentación de mis padres. Ni el resultado de un examen, ni una receta, nada. No hay ningún documento que pruebe que la reducción tuvo lugar.
—Sin duda lo destruyeron todo. No es una cosa de la que uno guarde los recuerdos.
—Tampoco hay ningún rastro del parto —prosiguió en un tono obstinado—. Ni del ingreso en el hospital. ¡Ni un certificado de nacimiento!
El viejo se incorporó y se agachó frente a Kubiela, como para consolar a un niño.
—Tienes que entender una cosa… —murmuró apoyando las manos sobre sus hombros—. Tu madre no solo te dio a luz a ti, sino también a tu hermano gemelo fallecido. En el momento de la reducción fue imposible provocar un aborto, pues de lo contrario también tú habrías muerto. Así que esperamos. Dio a luz, en una sola vez, a los dos niños. Uno vivo, el otro muerto…
Kubiela contuvo un gemido. No había ningún hermano diabólico. No existía ese doble vengador. Solo quedaba él. Los dos gemelos sobrevivían en el seno de su única mente. Estaba embrujado, poseído por el otro. Era a la vez el dominante y el dominado.
Se incorporó con dificultad. Le parecía que la tierra se hundía bajo sus pies. Saludó al anciano y se dirigió al portal. Anduvo mucho tiempo entre la niebla. Al despertar de su trance, se encontraba en una calle desconocida. Vio su sombra recortarse sobre los muretes, las fachadas de ladrillo y las aceras. Recordó el sueño blanco de Patrick Bonfils. Y el que él mismo había tenido. El sueño del personaje que pierde su sombra… Ahora vivía lo contrario. El destino del hombre que recupera la suya. Su vertiente maldita. Su doble negativo. Era su madre quien llevaba razón. En el fondo de las aguas prenatales, el gemelo maligno le había impregnado, infiltrado, contaminado…
A lo largo de toda su vida había mantenido lejos esa amenaza. A lo largo de toda su vida había logrado contener el mal en su interior. Así se explicaba su expresión angustiada en las fotos. El pequeño François quizá tenía miedo de los demás. Sobre todo tenía miedo de sí mismo. Así se explicaban sus elecciones. La psiquiatría. Su tesis doctoral sobre los gemelos. Sus temas de investigación: las personalidades múltiples, la esquizofrenia…
A fuerza de estudiar la locura de los otros logró encauzar su propia demencia. La ironía de la historia era que esa pasión lo condujo a la fuente del mal. Siguió los casos de Christian Miossens, de Patrick Serena y de Marc Karazakian. Llevó a cabo su investigación. Se infiltró en la red Matrioska y acabó convirtiéndose en un conejillo de Indias. Un viajero sin equipaje.
Pero no solo eso.
La molécula de Mêtis despertó al gemelo maligno. Los efectos del producto echaron por tierra sus esfuerzos por poner coto a esa fuerza negativa. El doble maléfico había hecho valer sus derechos sobre el alma de Kubiela.
Era el asesino del Olimpo. De una manera o de otra, su hermano fantasma llevaba una vida real en el seno de su propia existencia. Pero ¿cómo podía Kubiela convertirse en otro sin recordarlo? ¿Era una especie de doctor Jekyll y mister Hyde?
Alzó la vista y se dio cuenta de que estaba llorando debajo de un porche, sentado en el suelo, con las rodillas contra el pecho. A través de las lágrimas se deslizó una risa.
Acababa de comprender la esencia de la situación.
Si quería eliminar al asesino mitológico, tenía que matarse a sí mismo.