Cada daguerrotipo es una obra de arte única. No es reproducible, ¿me entiende? Cuando se introduce la placa en la cámara, ¡no hay vuelta atrás!

«Las once de la mañana».

El día anterior, Anaïs solo había logrado entrevistarse con cuatro daguerrotipistas. Unos artesanos simpáticos, completamente inocentes. Gracias a un GPS que funcionaba una de cada cinco veces, se perdió varias horas por el extrarradio parisino y finalmente fue a dar, agotada, a un hotel Ibis de la puerta de Champerret a eso de las dos de la madrugada.

Ahora se hallaba en el domicilio de Jean-Michel Broca, en Plessis-Robinson. El tercero de la mañana. Un artista moderno que pretendía reinventar el lenguaje fotográfico: «¡El auténtico! ¡El de los contrastes vibrantes, del blanco y negro reluciente, de los detalles que le dejan a uno sin aliento!». De él no había aprendido nada. Solo había llegado a la conclusión de que no era el asesino, pues acababa de regresar de un viaje de cuatro meses a Nueva Caledonia.

A modo de conclusión, Anaïs soltó la pregunta que caía como una bomba:

—En su opinión, ¿podría integrarse sangre humana en el proceso químico del daguerrotipo?

—¿Sangre… humana?

Anaïs volvió a explicar su idea. La hemoglobina. El óxido de hierro. La cadena de revelado de la imagen. Broca estaba sorprendido, pero ella sintió que también apreciaba la idea. Las deyecciones orgánicas estaban muy de moda en el arte contemporáneo. Cadáveres de animales fileteados en el caso de Damien Hirst. Crucifijos sumergidos en orina de Andrés Serrano. ¿Por qué no unas imágenes incrustadas de sangre?

—Tendría que estudiar el tema… —farfulló—. Hacer algunas pruebas…

 

 

Anaïs siguió circulando y acabó por encontrar, hacia mediodía, a Yves Peyrot en el fondo de una casa discreta de Neuilly-Plaisance, más allá del Marne. Era el octavo de la lista. Si se excluía a los otros dos fotógrafos ausentes de Francia desde hacía varios meses, después de aquel aún le quedarían otros ocho tipos por visitar.

Después del artista visionario, descubrió al artesano concienzudo. Peyrot le mostró cada uno de los objetos necesarios para el procedimiento y precisó que los había fabricado él mismo. Anaïs consultaba el reloj. Peyrot no era el asesino. Tenía setenta años y apenas pesaba sesenta kilos…

—Trato de alcanzar la perfección de los maestros de 1850 —dijo mostrando su colección de placas—. Solo ellos lograron expresar una escala tonal tan amplia, partiendo de las luces más agudas a los detalles más densos en las sombras…

Anaïs lo felicitó y se dirigió a la salida.

«La una».

Tomó de nuevo dirección a París. Su siguiente objetivo: un fotógrafo al que no había podido ver el día anterior. Remy Barille, en el Distrito XI. Historiador. La abrumó a base de fechas, nombres y anécdotas. Eran más de las tres de la tarde. Preguntó como mera formalidad acerca de la sangre humana y la única respuesta que obtuvo fue un ceño fruncido ofuscado. Ya era hora de marcharse de allí.

Retrocedió. El historiador agitó los brazos.

—¡Si aún no hemos acabado! ¡Tengo que explicarle las técnicas del antidaguerrotipo, del heliocromo y del diorama!

Anaïs bajaba ya por las escaleras.