«Amiens, once de la mañana».
El centro hospitalario Philippe Pinel era una fortaleza de ladrillo enteramente dedicada a la locura. Una ciudadela construida en el siglo XIX, una época en la que los manicomios eran ciudades en sí mismas, donde los locos cultivaban sus huertos, criaban su ganado y fundaban familias entre ellos. Unos tiempos en los que la demencia, al no poder curarse, representaba únicamente una anomalía que había que eliminar, alejar u ocultar.
El Philippe Pinel se extendía sobre una extensión de más de treinta hectáreas.
Tras cruzar el primer portal, Kubiela recorrió una larga avenida bordeada de árboles, en dirección al segundo muro, que tenía el aspecto de una ciudad fortificada, roja y oscura.
Se había dormido en mitad de la noche rodeado de papeles y ecografías. Ni siquiera tuvo fuerzas para apagar la bombilla. Soñó de nuevo con los fetos peleando en un bosque de vasos sanguíneos. Al despertar, empapado de sudor, aún era de noche. Solo la luz eléctrica lo envolvía como una mantequilla rancia y asquerosa. A pesar de las agujetas y de los pensamientos malsanos, tuvo una revelación: su investigación no podía avanzar sin un retorno a los orígenes, a su madre. Tomó el tren en la estación del Norte hasta Amiens, y luego un taxi hasta el hospital, situado en Dury, en la periferia de la prefectura de la Picardie.
Segundo muro. El psiquiatra estaba acostumbrado a los hospitales psiquiátricos, pero el grosor de aquellos muros le impresionó. Los mampuestos eran tan anchos que parecía que en ellos se pudieran excavar túneles. Construido siguiendo un plano rectangular alrededor de una capilla, el recinto contaba con edificios de diferentes tamaños que evocaban una verdadera ciudad: estación, ayuntamiento, comercios… Kubiela ignoró el pabellón de recepción y trató de orientarse guiándose por los paneles. En vano. Los bloques solo tenían un número, sin la menor precisión acerca de las especialidades o el origen geográfico de los usuarios.
Anduvo al azar. No había nadie por los caminos bajo las galerías abiertas. Después de más de un siglo, los edificios habían sido objeto de reformas, pero mantenían el mismo espíritu. Fachadas sin florituras, frontispicios grabados en letras romanas, bóvedas sobre zonas sombreadas. Como en Sainte-Anne, se trataba de una arquitectura sólida.
El sol apareció entre las nubes. Un sol invernal, apagado y tibio. Ese calor pálido respondía a su propia fiebre. Caminaba y temblaba al mismo tiempo. No podía creer lo que tenía en perspectiva: iba a encontrarse con su madre. Esa idea le angustiaba y a la vez se sentía blindado. Su memoria estaba tan cerrada como los muros de ladrillo que le rodeaban.
Finalmente, se cruzó con dos enfermeras. Explicó que iba a ver a su madre, ingresada allí desde hacía años. Se miraron una a la otra; con su ropa arrugada y su barba de dos días, Kubiela parecía más un enfermo al que acabaran de hospitalizar. Sin contar con la otra pregunta, ¿cómo podía ignorar un hijo dónde se encontraba su propia madre, internada desde hacía varios lustros? Las mujeres no conocían el nombre; había más de quinientos internos. Le explicaron que el pabellón 7, el de los crónicos, se hallaba al oeste, tres manzanas más allá.
Kubiela se encaminó hacia allí y sintió que no apartaban la mirada de su espalda. Habría podido ser peor. Temía, sobre todo, ser reconocido. Sin duda, en tiempos de su existencia oficial debía de ir a visitar regularmente a su madre y el personal del pabellón debía de estar al corriente de su propia muerte. ¿O quizá algún enfermero habría visto su rostro en la televisión?
Pabellón 7. Reconoció la reja y las puertas de doble cerradura específicas de los espacios reservados a los pacientes peligrosos. Llamó y vio acercarse a una mujer con hombros de culturista y que no parecía muy cómoda. En su mirada no había brillo alguno: no le reconocía. Dio el nombre de su madre. Francyzska Kubiela estaba ingresada en ese pabellón. La enfermera era nueva.
A través de la reja, Kubiela se explicó e inventó unas estancias médicas en el extranjero y otras excusas para su ausencia, temiendo que la enfermera le pudiera pedir su documentación. Como maniobra de distracción, empleó algunos términos de psiquiatría que dieron en el blanco. La enfermera abrió el portal.
—Le acompaño —dijo ella en un tono que no admitía réplica.
Recorrieron unas avenidas bordeadas de césped y árboles centenarios. Las ramas desnudas parecían cables eléctricos arrancados. Se cruzaron con varios internos. Bocas babeantes o comisuras secas. Miradas apáticas. Brazos colgantes. La rutina.
—Está allí abajo —dijo la enfermera aminorando el paso.
Kubiela vio una silueta arrebujada en un anorak de un azul muy vivo, sentada en un banco. No distinguía su rostro, oculto bajo unos cabellos lacios y grises. Calzaba unas enormes zapatillas blancas de rapero, cuyas suelas parecían montadas sobre muelles.
Se dirigió hacia el extraño personaje. La enfermera lo siguió.
—Está bien. Ahora puede dejarme.
—No. Tengo que acompañarle. Son las consignas. —Sonrió para atenuar su conclusión—: Es peligrosa.
—Soy capaz de defenderme.
—Peligrosa para ella misma. Nunca se sabe cómo va a reaccionar.
—En ese caso, quédese aquí. Si hay algún problema, podrá intervenir.
La enfermera se cruzó de brazos, en posición de centinela. Kubiela prosiguió su camino. Esperaba encontrar un espectro lívido, de rasgos descarnados y solo piel y huesos. Su madre estaba hinchada. Mejillas, mofletes, párpados: todo parecía relleno de grasa mala. Un efecto secundario de las pastillas e inyecciones. Advirtió también signos de síndrome extrapiramidal, específicos del consumo de neurolépticos: extremidades como tuberías de plomo, dedos temblorosos…
Francyzska fumaba un cigarrillo, con la mano junto a la boca y el rostro crispado por una especie de cólera amorfa. Tenía la piel cubierta de manchas oscuras. Los cabellos lacios le cubrían el rostro porcino. En la mano libre sostenía el paquete de tabaco y el encendedor.
—¿Mamá?
Ninguna reacción. Otro paso. Repitió la llamada. Esa palabra le producía la sensación de escupir una hoja de afeitar. Por fin, Francyzska volvió la vista hacia él. Sin mover la cabeza. Como una poseída.
Kubiela se sentó a su lado en el banco.
—Mamá, soy yo, François.
Ella le observó. Su rostro se contrajo un poco más y luego movió la cabeza lentamente. Poco a poco se dibujó otra cosa en su rostro. El espanto en sus rasgos. Con dificultad, se cruzó de brazos y los apretó contra su vientre. Sus labios temblaron. Kubiela sintió un hormigueo en la piel. Esperaba confidencias, pero iba a tener derecho a un electrochoque.
—Co chcesz?
—Háblame en francés, por favor.
—¿Qué quieres?
La voz era hostil y rascaba en los tonos graves como un motor que no hubiera funcionado desde hacía tiempo. Sus labios delgados cortaban sus carnes hinchadas como los filos de unas tijeras.
—Quiero hablarte de mi hermano.
Ella se apretó el vientre aún con más fuerza. Él imaginó: el útero que los había acogido a él y a su hermano. Un lugar de odio y de amenaza. Un vientre que, en la actualidad, no era más que una masa torturada por los medicamentos.
—¿Qué hermano? —replicó ella encendiéndose un cigarrillo con la colilla del precedente.
—El que nació conmigo.
—No tienes hermano. Lo maté a tiempo.
Kubiela se inclinó y, a pesar del viento y de hallarse al aire libre, podía sentir la peste de la mujer a sudor seco, relentes de orina y linimento.
—He leído tu historial médico.
—Matarte. Quería matarte. Yo te salvé.
—No, mamá —dijo delicadamente—, la operación no se llevó a cabo. La reducción embrionaria ya no era útil, pero no sé por qué motivo. No he encontrado ningún documento sobre ello.
No hubo respuesta.
—He estado en tu casa —insistió él—. En el pasaje Jean-Jaurès, en Pantin, ¿te acuerdas? He encontrado las ecografías, los exámenes y los informes, pero nada acerca del parto. Ni siquiera los certificados de nacimiento. ¿Qué pasó exactamente?
Ni una palabra. Ni un gesto.
—¡Contéstame! —dijo más fuerte—. ¿Por qué sobrevivió mi hermano?
Francyzska Kubiela seguía sin moverse, petrificada en su anorak hinchado como un neumático. De vez en cuando, se llevaba los dedos a los labios y daba una calada rápida, furtiva.
—Cuéntamelo, mamá. Te lo ruego…
La polaca permanecía inmóvil como el mármol, con la mirada fija al frente. De inmediato, François Kubiela se dio cuenta de que no había cumplido con ninguna de sus obligaciones. No le hablaba como psiquiatra, sino como hijo indignado. Trataba de entrar en su cerebro por efracción, sin llamar ni anunciarse. No había dicho nada acerca de su ausencia durante un año. Ni una palabra tampoco sobre las razones que le llevaban a hacer aflorar el pasado con semejante brutalidad.
—Cuéntame, mamá —repitió con más calma—. El 18 de noviembre de 1971 nací en una clínica de Pantin. No estaba solo. Pero te negaste a criar a mi hermano. Creció por su cuenta, lejos de nosotros, sufriendo sin duda por ese abandono y esa soledad… ¿Dónde está ahora? Tengo que hablar con él.
Una ráfaga de viento, y la pestilencia de la mujer le abofeteó el rostro. El frío y el sol se asociaban para aumentar ese hedor repugnante. Francyzska se asaba al sol.
—Mi hermano ha vuelto —murmuró él, a unos centímetros de sus cabellos grasientos—. Se venga de mí. Se venga de nosotros. Mata a vagabundos e intenta que me acusen a mí. Él…
Kubiela interrumpió su discurso. La esquizofrénica no le escuchaba. O no le comprendía. Mantenía la misma mirada fija. Las caladas furtivas. No era allí donde podría hallar respuestas.
Se levantó, pero se detuvo en seco. Una mano le asía del brazo. Bajó la vista. Francyzska había soltado el encendedor. Sus dedos se habían convertido en una especie de garras de hielo, aferradas a su manga. Kubiela atrapó la mano ganchuda. Logró separarla de la ropa, como habría hecho con el miembro petrificado de una muerta.
La mujer reía ahora. Era presa de una risa floja aflautada pero irresistible, que silbaba entre sus mejillas flácidas.
—¿Qué te hace tanta gracia?
Ella siguió riendo y luego se detuvo bruscamente para dar unas caladas cortas a su cigarrillo, como si se tratara de una mascarilla de oxígeno.
—¡Por Dios, cuéntamelo!
—Hermano gemelo nació —dijo ella por fin—. A la vez que tú. Pero ¡estaba muerto! Lo habían matado tres meses antes. Con una aguja muy muy muy larga… Psia krew! —Empuñó de nuevo su abdomen en un gesto exagerado—. Tuve diablo muerto en mi vientre… Se pudría, envenenaba mis aguas… También te envenenaba a ti…
Kubiela se dejó caer en el banco.
—¿Qué estás diciendo?
Temblaba. Tenía la impresión de que los vasos sanguíneos de las sienes iban a estallarle.
—La verdad —murmuró Francyzska entre dos caladas.
La mujer se enjugó lentamente los ojos. Sus lágrimas de risa.
—Lo mataron, kotek. Pero no pudieron sacarlo antes de parir. Demasiado riesgo para ti. Y su espíritu se quedó allí. —Se agarró el vientre—. Te contaminó, moj syn…
Se encendió de nuevo otro cigarrillo con el anterior, y acto seguido se santiguó.
—Te contaminó —repitió—. A mí también me contaminó…
Observaba el extremo incandescente de su cigarrillo. Sopló sobre él como un artificiero atiza la mecha de la dinamita.
—Hoy aún en mi vientre… Tengo que purificarlo…
Se abrió el anorak. Debajo vestía un camisón sucio. Con un gesto, se subió la ropa. Tenía la piel constelada de quemaduras y escarificaciones en forma de cruz cristiana.
Kubiela aún no había comprendido, pero la enfermera ya se precipitaba sobre ella. Demasiado tarde. La mujer había aplastado el cigarrillo sobre su carne gris, murmurando una plegaria en polaco.