Los dos fetos flotan en el líquido amniótico como dos pequeños astronautas. Entre sangre y agua, aire y espíritu. Son ligeros, imbricados uno en el otro. El primero es el más imponente. Sin embargo, ese es el que flota en lo alto. El segundo está acurrucado en la pared inferior del útero. Un vencido. Sobre ellos, una red de vasos sanguíneos dibuja arabescos, surcos como raíces voladoras, como las de las plantas que se cultivan sin gravedad en las estaciones espaciales.
—Tenemos un problema.
Una consulta médica. El médico mira fijamente al hombre y a la mujer embarazada que se sientan al otro lado de la mesa. Una joven rubia, de cabello casi blanco, y un barbudo impresionante. La estancia tiene los colores del otoño. Rojo, ocre y bronce. Solo hay madera barnizada y tintes púrpuras.
—¿Qué problema?
La mujer, con las manos apretadas sobre su vientre prominente, ha preguntado en un tono agresivo que sin duda delata su miedo. Es de rasgos eslavos. Pómulos altos. Ojos de gata. Unos cabellos tan finos que brillan bajo los rayos del sol. Sobre su pecho, entre los senos tersos de embarazada, resplandece una cruz.
El hombre es la versión masculina del tipo eslavo. Camisa de leñador, hombros anchos y barba poblada. Una mandíbula como la reja de una carreta.
El médico parece incómodo. Tiene un aspecto extremadamente serio. A pesar de su juventud, ya casi no tiene pelo. Su frente reluciente prolonga un rostro huesudo, como el desarrollo de una idea recurrente, obsesiva. Sus labios delgados profieren palabras secas, sin carne ni florituras.
—Tranquilícense. —Sonríe—. Es bastante frecuente.
—¿Qué problema?
—Como saben, se trata de un embarazo monocorial.
El hombre y la mujer se miran.
—No hablamos muy bien su lengua —murmura la mujer con un marcado acento, en el que resuena una especie de rencor frío.
—Discúlpenme, nadie habla así. Quiero decir que sus gemelos son monocigóticos. Han surgido del mismo óvulo fecundado. Ya deben de habérselo explicado varias veces. Evolucionan en la misma bolsa y disponen de la misma placenta. Es decir, que se alimentan de la misma fuente.
—¿Y bien?
—Normalmente, cada feto está unido a la placenta por su propia red de vasos sanguíneos. A veces esas vascularizaciones están intrincadas y los dos niños comparten la misma red. Es lo que se llama una anastomosis. En esos casos, hay riesgo de desequilibrio. La alimentación de uno puede desfavorecer al otro.
—¿Qué pasa en mi vientre?
El especialista asiente.
—Es un problema que ocurre en entre un cinco y un quince por ciento de los casos. Se lo mostraré.
Se pone en pie, coge unas ecografías de un mostrador detrás de él y las extiende sobre la mesa para que la pareja pueda ver las imágenes.
—Este embrión está más desarrollado que el otro. Se alimenta en detrimento de su hermano. Pero la situación puede evolucionar…
La madre no aparta la vista de las ecografías.
—Lo hace a propósito. —Las palabras silban entre sus dientes—. Quiere matar a su hermano.
El médico agita las manos y sonríe de nuevo.
—No, no, no. Tranquilícese. No es culpa del niño. Simplemente se trata de que los vasos sanguíneos le favorecen. Aquí se ve perfectamente que la vascularización se…
El padre lo interrumpe:
—¿Hay algún tratamiento?
—Desgraciadamente, no. Solo tenemos una solución: esperar. La vascularización puede evolucionar de forma natural y…
—Lo hace a propósito —repite la madre en voz baja, triturando su crucifijo—. Quiere matar a su hermano. ¡Es maligno!
Ahora los padres circulan en coche. El padre conduce, agarrando el volante como si quisiera arrancarlo. La mujer, con las pupilas dilatadas como un gato en plena noche, mira fijamente la carretera.
Regreso a la consulta del obstetra.
—Lo lamento. La situación es crítica.
Ya no tiene fuerzas para sonreír. La mujer, fuera ya de la realidad, mantiene las manos crispadas sobre el vientre. La piel de su cara es fina como la vitela. Se ven las venas azules en sus sienes.
Sobre la mesa hay nuevas ecografías. Los dos fetos acurrucados. Uno ocupa dos tercios del útero. Parece desafiar a su hermano. «El dominado».
—Sigue alimentándose mejor. Para ser preciso, recibe casi la totalidad del caudal sanguíneo placentario. A esa cadencia, el otro no sobrevivirá más que unas semanas y…
—¿Qué puede hacerse?
El médico se pone en pie y contempla un instante el paisaje a través de la ventana. La estancia parece más roja y dorada que nunca.
—La elección es suya. Dejar obrar a la naturaleza o…
Titubea y se aproxima a la pareja. Solo le habla a la mujer.
—Privilegiar al otro niño, al que no consigue alimentarse. Para salvarlo solo hay una solución. Me refiero a…
—Vale. Lo he entendido.
Más tarde, por la noche, el dolor despierta a la mujer. Con dificultad, se tambalea hasta el baño. Se desploma con un gemido. El padre, a su vez, se levanta. Se precipita al baño, enciende la luz. Descubre a su esposa en cuclillas en el suelo: su vientre prominente le ha desgarrado el camisón. La superficie de la piel se tensa a sacudidas. Uno de los fetos la golpea. Está furioso. Quiere salir. Quiere estar solo…
—¡Hay que matarlo! —grita la madre, con el rostro cubierto de lágrimas—. ¡Es el espíritu del Mal! To jest duch zl ego!
Kubiela se despertó sobresaltado. Estaba acurrucado sobre el suelo de madera enmohecida. Primera sensación: el sabor salado de las lágrimas. Segunda: la humedad del suelo. Por fin, la oscuridad.
¿Qué hora debía de ser? Apenas las cuatro de la tarde. Ya se había hecho de noche. La lluvia golpeaba los cristales. Las cucarachas correteaban por el suelo. ¿Cómo se había podido dormir allí? Quizá el rechazo a admitir la verdad, tal como la intuía a partir de los expedientes médicos y los resultados de los análisis.
Se tambaleó hasta la ventana. No vio nada más que la cortina difusa del chubasco. Ni una farola, ni una luz. Su mente estaba sumida en una confusión extrema. No había manera de aferrarse a un pensamiento o de centrarse. A la vez, tenía la impresión de estar más lúcido que nunca. En su pesadilla, había reescrito la historia de los gemelos Kubiela. Era un sueño, pero sabía que había sucedido así. A sus pies, los informes médicos, los expedientes, los datos que había hallado junto a las ecografías… Sabía, en su fuero interno, qué había decidido su madre. Sabía que él había nacido de un asesinato. El feto dominado, salvado en el último segundo por la voluntad de sus padres…
¿Qué podía hacer ahora? Estaba falto de ideas. Estaba preso en la casa de sus orígenes. Preso en las tinieblas. Levantó la vista al techo: colgaba una bombilla desnuda. Accionó el interruptor y no obtuvo ningún resultado. Sin desanimarse, bajó a la planta y buscó el transformador. Pulsó el botón rojo y obtuvo un chasquido seco que le pareció de buen augurio.
Al subir de nuevo a su habitación, la bombilla estaba encendida.
Cayó de rodillas y recogió todos los papeles.
Un minuto después, se había sumergido de nuevo en los detalles de sus orígenes.