El museo de fotografía contemporánea de Marne-la-Vallée se hallaba en un sólido edificio de ladrillo del siglo XIX, sin duda una antigua fábrica. Uno de esos lugares donde los obreros habían sudado sangre y que en la actualidad habían sido reciclados como talleres modernos en los que los hombres «hacían arte». Museos de arte contemporáneo, salas de conciertos, espacios de expresión corporal…
Anaïs despreciaba ese tipo de lugares, pero aquel edificio era impresionante. En la fachada, los frontones, ornamentos y contramarcos más claros daban al conjunto una nobleza artesanal. La decoración de azulejos le confería incluso cierto aire de estación marítima, como la del Bósforo en Estambul.
No le había sido difícil deshacerse de los esbirros de Solinas. A las tres de la tarde, después de darles consignas relacionadas con la investigación sobre Medina Malaoui, hizo ver que iba a buscar un café y tomó el ascensor. Así de fácil. Tenía una tarjeta de identificación y las llaves de un coche. Le bastó accionar el mando a distancia para localizar el vehículo. La adrenalina compensaba su agotamiento.
No se hacía ilusiones respecto al trabajo que pudieran llevar a cabo los cancerberos. No importaba. En su cabecita testaruda, lo apostaba todo a la pista de los daguerrotipos.
En el interior, una gran sala de más de trescientos metros cuadrados, de suelo y columnas de madera, olía agradablemente a serrín, cola y pintura fresca. Estaban montando una exposición. Y era justamente esa exposición lo que le interesaba: la de un fotógrafo, Marc Simonis, que era presidente de la Fundación de Daguerrotipia. La inauguración tendría lugar al día siguiente. Esperaba hallar al artista colgando sus obras.
Al ver a un hombre gordo que vociferaba a unos obreros indiferentes, arrodillados sobre el serrín o de pie en unos escabeles, supo que había dado con su objetivo. Anduvo hacia él con paso lento para darle tiempo a acabar su discurso. Con el rabillo del ojo observó los cuadros que ya estaban colgados. Se detuvo para contemplarlos mejor. Los daguerrotipos tenían una particularidad que no había podido captar en los libros de reproducciones: eran espejos. Unas superficies pulidas, plateadas o doradas, y reflectantes. Esa singularidad debía de gustarle al asesino. Al admirar su obra (su crimen), se contemplaba a sí mismo.
Observó también las singularidades de las ilustraciones, reforzadas allí por la claridad natural. Sombras y luces se mezclaban en los daguerrotipos en un claroscuro tamizado. La imagen era rectangular, pero la parte iluminada era más bien ovalada, como roída por una bruma grisácea. Poseían el encanto de las imágenes de las películas mudas, vacilantes y temblorosas. El centro reluciente, de una aguda precisión, casi dolía en los ojos. Tenía la violencia de un corte.
Simonis hacía retratos contemporáneos. Músicos, acróbatas y también corredores de bolsa, secretarias y agentes inmobiliarios luciendo sus trajes modernos, capturados con una luz que parecía surgir del siglo XIX. El efecto era contradictorio: súbitamente uno tenía la impresión de ser proyectado a un futuro indefinido en el que el tiempo presente sería ya una época pasada, con una antigüedad de más de un siglo.
—¿Y usted qué busca?
El fotógrafo gordo se hallaba frente a ella y parecía furioso. Anaïs se dio cuenta de que no tenía la identificación de policía. Hubo un momento de incertidumbre durante el cual observó al tipo. Medía más de un metro noventa y superaba ampliamente los ciento diez kilos. Un gigante que no se había cuidado y que al rondar los cincuenta años evocaba más una montaña de grasa que una estela de mármol. Vestía un jersey de cuello de cisne negro y unos tejanos tan holgados que parecían un saco de patatas. Adivinó el motivo del cuello de cisne: ocultar su bocio de sapo.
Simonis se llevó los puños a las caderas.
—¿No me va a responder?
En el último momento, Anaïs encontró fuerzas para sonreír.
—Discúlpeme. Anaïs Chatelet. Soy capitán de policía.
El anuncio causó el efecto esperado. El hombre se puso firme y tragó saliva. Ella pudo ver su doble mentón hincharse y luego alisarse como una boa monstruosa al tragar una gacela.
—No se preocupe —dijo ella—. Solo busco algunas informaciones acerca de la técnica del daguerrotipo.
Simonis se relajó. Sus hombros cayeron. Su bocio quedó en posición de descanso. Alzando la voz para cubrir el ruido de las pulidoras y los martillos, se lanzó a un discurso técnico que ella no escuchó. Mentalmente, Anaïs le concedió unos cinco minutos de cháchara antes de abordar el meollo del asunto.
Mientras hablaba, sopesaba los pros y los contras. ¿Podía ser el asesino? Tenía la fuerza para serlo, pero no la rapidez. Se lo imaginaba cortándole la cabeza a un toro o castrando a un indigente, pero… Ya habían transcurrido los cinco minutos.
—Perdone —lo interrumpió—. En su opinión, ¿cuántos daguerrotipistas hay en Francia?
—Solo somos unas decenas.
—¿Cuántos exactamente?
—Unos cuarenta.
—¿Y en Île-de-France?
—Una veintena, me parece.
—¿Podría tener una lista?
El obeso se inclinó hacia ella. Le sacaba por lo menos veinte centímetros.
—¿Para qué?
—Ya habrá visto suficientes películas para saber que los polis preguntan. Nunca responden.
Simonis agitó su mano rechoncha.
—Discúlpeme, pero ¿tiene una orden judicial… o algo parecido?
—Mire, vayamos al grano. Si se refiere a una comisión rogatoria firmada por un juez, no la llevo encima. Puedo volver con ella, pero eso me hará malgastar un tiempo precioso y le juro que le haré pagar cada minuto perdido.
El hombre volvió a tragar saliva. La boa digería de nuevo. Hizo un gesto vago hacia el fondo de la sala.
—Tendría que ir a mi despacho para imprimir esa lista.
—Vamos.
Simonis miró en derredor: los obreros trabajaban sin prestarle la menor atención. Las pulidoras pulían y los taladros taladraban. Flotaba en el aire un olor a hierro al rojo. Parecía desolado por tener que abandonar los trabajos en curso, pero se dirigió a un despacho acristalado al otro extremo de la sala. Anaïs le siguió.
—La aviso: no todos los daguerrotipistas son miembros de mi fundación.
—Me lo imagino, pero tenemos otros medios para localizarlos. Nos pondremos en contacto con los proveedores de los productos que utilizan.
—¿Nosotros?
Anaïs le guiñó el ojo.
—¿No le gusta jugar a detectives?
La boa se agitó de nuevo. Anaïs lo tomó por un asentimiento.
Una hora más tarde, los dos asociados habían establecido una lista exhaustiva de los daguerrotipistas de París, de la región parisina y de toda Francia. Cotejando las respuestas de los proveedores y los miembros de la fundación, anotaron dieciocho artistas en Île-de-France y más de una veintena en el resto del país. Anaïs estimaba que podría visitar a los residentes en Île-de-France antes del día siguiente por la noche. En cuanto a los demás, ya vería luego.
—¿Los conoce a todos?
—Prácticamente sí —respondió el fotógrafo, en voz queda.
—¿Entre esos nombres hay alguno que le parezca sospechoso?
—¿Sospechoso de qué?
—De asesinato.
Frunció el ceño y luego agitó los mofletes.
—No. Imposible.
—Entre esos tipos, ¿hay alguno que haga fotos violentas?
—No.
—¿Fotos malsanas, fotos mitológicas?
—No. Sus preguntas son bastante absurdas. ¿Se refiere a daguerrotipos?
—Exactamente.
—Con esta técnica, el sujeto debe permanecer perfectamente inmóvil durante varios segundos. Es imposible fijar una escena en movimiento.
—Me refiero a naturalezas muertas. Bodegones con cadáveres.
Simonis se frotó la frente. Anaïs dio un paso al frente y le forzó a retroceder contra el vidrio.
—¿Alguno de sus miembros ha tenido problemas con la justicia?
—¡Por supuesto que no! Vamos… no lo sé.
—¿Alguno con reflexiones extrañas?
—No.
—¿Trastornos psíquicos?
El coloso miró fijamente a Anaïs con ojos pesados, sin responder. Parecía un prisionero en el despacho acristalado como un cetáceo en un acuario.
Anaïs abordó el capítulo crucial.
—Por lo que tengo entendido, en esta técnica la química desempeña un papel primordial.
—Por supuesto. Primero está la etapa de los vapores de yodo y luego la de los vapores de mercurio. A continuación…
—¿A lo largo de esas etapas se podría incluir sangre? ¿Sangre humana?
—No entiendo su pregunta.
—La sangre contiene óxido de hierro, entre otros componentes. ¿Un elemento así podría añadirse en una de las transmutaciones químicas? ¿Por ejemplo en la última etapa, cuando se aplica cloruro de oro sobre la imagen?
Marc Simonis parecía asustado. Comprendía que Anaïs sabía más de lo que había querido demostrar.
—Quizá… No lo sé.
—Entre esos nombres —prosiguió Anaïs blandiendo la lista—, ¿alguno ha mencionado experimentos de ese tipo?
—Por supuesto que no.
—¿Hay químicos más dotados que otros? ¿Daguerrotipistas que pudieran lanzarse por… caminos orgánicos?
—Nunca he oído hablar de eso.
—Gracias, señor Simonis.
Anaïs se volvió sobre sus talones. El hombre la retuvo del brazo.
—¿Sospecha que uno de nosotros puede haber cometido un crimen?
Anaïs titubeó y de inmediato abandonó su tono autoritario.
—Francamente, no lo sé. Es una pista basada en presunciones… —Miró en derredor: botes de mercurio, de yodo y de bromo sobre las estanterías—. Más ligeras que cualquiera de sus vapores.
Cinco minutos después, Anaïs consultaba un plano del extrarradio parisino en el aparcamiento del museo. Según la lista de nombres y direcciones, trataba de organizar su itinerario.
Sonó su móvil. Solinas. Sopesó el teléfono en la palma de la mano y se preguntó si llevaba un localizador. Tendría que haberlo tirado al salir de Fleury.
Al quinto tono, descolgó y cerró los ojos como cuando se aguarda una detonación.
—Realmente eres la tía más puta con la que jamás me haya cruzado.
—Me he visto obligada. Tengo que avanzar tras otra pista.
—¿Cuál?
—No puedo hablar de ella.
—Peor para ti.
—Las amenazas ya no me afectan.
—¿Y dos cadáveres aún calientes?
—¿Quién?
—Aún no han sido identificados. Dos tipos de traje negro, de muy buena marca. Uno de los dos ha muerto por dos balas del calibre 45. El otro tiene un pedazo de vidrio clavado en plena cara. Los han encontrado en un loft, en el número 188 de la rue de la Roquette. El inquilino responde al nombre de Arnaud Chaplain. ¿Te dice algo?
—No —mintió ella.
Le pareció que su cerebro se había quedado sin sangre.
—Han encontrado su coche a dos manzanas de allí, en la rue Bréguet. Un Q7 negro. Matrícula 360 643 AP 33. ¿Eso tampoco te dice nada?
Anaïs permanecía en silencio, tratando de conectar de nuevo sus neuronas. Así que Janusz había logrado escapar otra vez. Las únicas buenas noticias que podía esperar de él a partir de ahora eran cadáveres.
—Según las primeras constataciones, el inquilino del loft corresponde a la descripción de Janusz.
—¿Cómo estás al corriente de todo eso? —preguntó Anaïs al darle al contacto.
—Una indiscreción en el pasillo. No hay nada tan poroso como las paredes de la casa.
—¿Quién lleva el caso?
—La criminal, pero voy a llamar al fiscal. Ese caso está relacionado con el tiroteo de la rue de Montalembert. Me corresponde a mí.
—¿Puedes probarlo?
—Lo probaré si me dan el caso.
—¿Dónde están los cuerpos?
—¿Qué crees? En el Instituto Médico Legal.
Anaïs no sabía dónde estaba, pero lo encontraría.
—¿Nos vemos allí?
—No sé qué me has hecho. —Se rió—. Me la metes doblada y te pido más. ¿Qué te parece si nos lo montamos en plan sadomaso?
—¿En media hora?
—Estoy en camino. Te espero allí.