Dos horas de lectura para obtener la confirmación, a grandes rasgos, de sus hipótesis más recientes. El diario de François Kubiela ocupaba cinco cuadernos Clairefontaine, de pequeño formato y cuadrícula grande, que el psiquiatra había escrito con una caligrafía apretada, inclinada y regular, con bolígrafo. Lo había hecho a la antigua: sin ordenador, sin memoria USB, sin conexión a internet. Solo aquellos cuadernos escolares, ocultos en el fondo de una casa decrépita.
Comenzó su diario el 4 de septiembre de 2008, al ingresar un cuadragenario amnésico en su servicio del hospital Sainte-Anne. Kubiela decidió consignar cada etapa de su evolución. Pronto, el paciente, que se negaba a someterse a cualquier escáner o radiografías, recuperó sus recuerdos. Se llamaba David Gilbert. Era ingeniero. Vivía en el extrarradio parisino, al sur de la capital.
Kubiela lo había comprobado: todo era falso.
Al mismo tiempo, la investigación policial acerca de la desaparición de Christian Miossens convergió en Sainte-Anne: David Gilbert era Miossens. Lentamente, como a su pesar, el paciente reintegró su identidad. Tras un mes de atención, regresó junto con su hermana, Nathalie Forestier. Kubiela confirmó su diagnóstico: Miossens había sufrido una fuga psíquica. Un síndrome casi desconocido en Francia.
El psiquiatra se sumergió en la documentación anglosajona sobre el tema. Interrogó a sus colegas. Oyó hablar de otro caso, el de Patrick Serena, ingresado en el hospital especializado de Châtaigners, en la región de Lorient. El hombre fue descubierto en septiembre de 2008 errando junto a una carretera nacional cerca de Saint-Nazaire y afirmaba llamarse Alexandre. En realidad era un ejecutivo comercial de la edición digital, soltero, y residente en Puteaux, en el departamento de Altos del Sena, desaparecido en 2008 en pleno viaje de ventas. ¿Cómo había ido a parar a Bretaña? ¿Qué le había provocado la fuga? ¿Qué hizo entre abril y septiembre de 2008? El hombre firmó una solicitud de hospitalización libre y fue ingresado en el Châtaigners.
Kubiela había advertido las similitudes entre los dos casos, en particular las fechas muy próximas de las fugas. Viajó a Lorient. Interrogó a Serena. Le convenció para trasladarlo a Sainte-Anne, también en hospitalización libre. El paciente se mostró motivado para responder a las preguntas del psiquiatra, pero, al igual que Miossens, se negó a ser objeto de cualquier tipo de examen de imagen médica.
Kubiela sondeó la memoria de los dos hombres. Medicamentos, hipnosis, conversaciones… Poco a poco descubrió otras similitudes en sus recuerdos elípticos. En primer lugar, el uso repetido de un alias. Christian Miossens se llamaba a veces «Gentil-Michel» y Serena, «Alex-244». El psiquiatra no lograba hallar explicación a esos apodos. Los pacientes también evocaban, de una manera confusa, lugares que se parecían. Un bar de pescadores cuyos compartimentos estaban rodeados de cortinajes. Un sótano plateado con unos sofás con forma de protozoos.
Kubiela había explorado los bares de París y había hallado el Pitcairn, en el Distrito IV, y luego el Vega, el bar retrofuturista del Distrito IX. Allí organizaba sus citas Sasha, un club de speed dating. Kubiela recordó los alias y llegó a la conclusión de que Miossens y Serena, ambos solteros, se habían inscrito en el portal para hallar a su media naranja.
Diciembre de 2008. El investigador iba ya por su tercer cuaderno de apuntes cuando un colega del Sainte-Anne le habló de otro caso de fuga psíquica, evocado en un seminario de psiquiatría en Blois. Kubiela localizó al paciente en el centro de la Ferté, en el extrarradio de Tours. Las similitudes con los otros dos casos eran impresionantes.
De nuevo se trataba de un amnésico que creía haber recuperado la memoria. De nuevo se trataba de un hombre que se negaba a someterse a un escáner y que había sido atrapado por su verdadero origen. Se llamaba Marc Kazarakian. Era de origen armenio y había desempeñado diversos oficios antes de hundirse en una depresión que lo había reducido a la inactividad. Vivía en Sartrouville, desapareció en 2008 y reapareció en Indre-et-Loire, sin el menor recuerdo.
Kubiela lo acogió en su servicio. El hombre también utilizaba un alias: Andromak. Conocía el Pitcairn y el Vega. Ya no cabía duda alguna. Los tres hombres, solitarios, vulnerables, colgados, en busca de una relación sentimental estable, habían utilizado los servicios de Sasha.
En lugar de interrogar a los directivos del portal o prevenir a la policía, Kubiela decidió inscribirse en el club. Las primeras semanas no dieron resultado alguno. El psiquiatra dudaba incluso de sus sospechas (raptos, manipulaciones mentales y experimentos clínicos) cuando conoció a Feliz, cuyo verdadero nombre era Anne-Marie Straub.
Su investigación tomó bruscamente un nuevo rumbo. Kubiela era un investigador sin experiencia, pero un gran seductor. Feliz, una morena muy atractiva, fría y enigmática, se prendó de él y se libró a las confidencias. Era escort girl. Le pagaban por identificar entre los candidatos de Sasha a los hombres solitarios, sin familia ni lazos, psíquicamente frágiles. No sabía más acerca de ello: desconocía la identidad de quienes se hallaban tras ese encargo, así como sus fines.
Estupefacto, el investigador aficionado descubrió cuál era el sistema utilizado: unas profesionales infiltradas en una red de citas. Unas ojeadoras encargadas de identificar a las presas vulnerables. En cuanto se identificaba un perfil adecuado, era raptado y tratado psíquicamente. ¿Por quién? ¿Cómo? ¿Con qué intenciones?
François Kubiela se hacía preguntas al principio del quinto y último cuaderno. ¿Cómo proseguir la investigación? Desbordado por la situación, decidió avisar a la policía, y más aún dado que acababa de averiguar por Nathalie Forestier, la hermana de Miossens, que este había sido hallado muerto, desfigurado, tras desaparecer de nuevo. Había logrado convencer a Feliz de que declarara junto con él…
Los apuntes del psiquiatra concluían ahí. Kubiela adivinó qué había sucedido después. Los hombres de la ACSP actuaron. A finales de enero de 2009 eliminaron a Feliz ahorcándola y luego raptaron al psiquiatra para aplicarle el tratamiento Matrioska. Kubiela no comprendía ese punto de la historia. ¿Por qué no le habían matado a él también? ¿Por qué habían corrido el riesgo de incluir en el programa a un especialista que carecía del perfil psicológico de los conejillos de Indias? Pero quizá estaba equivocado… Vivía solo, nunca había creado una familia. En cuanto a su equilibrio psíquico, no disponía de ningún elemento para juzgarlo. A fin de cuentas, tal vez correspondía perfectamente al casting.
François Kubiela, treinta y siete años, se había convertido en conejillo de Indias de Mêtis. Sufrió su primera fuga psíquica en 2009 y se encontró en los muelles del canal del Ourcq, convencido de que se llamaba Arnaud Chaplain. Lo que sucedió luego lo sabía más o menos. Encadenó las fugas mientras los asesinos de Mêtis trataban de eliminarlo y los asesinatos mitológicos se multiplicaban. En cada identidad, Kubiela se había planteado preguntas y había retomado la investigación, siguiendo las mismas pistas, revelando poco a poco la maquinaria de Matrioska y aproximándose al asesino del Olimpo… ¿Hasta dónde había llegado? ¿Había descubierto la identidad del asesino? Eternas preguntas. Y en aquellos cuadernos no se hallaban las respuestas.
Pasó a la segunda caja, la relativa a la familia Kubiela. Los documentos solo le descubrieron dos elementos importantes. El primero era que su madre, Francyzska, no lo había criado. Fue ingresada en un centro especializado en 1973, dos años después de su nacimiento. Ya nunca salió de los manicomios. Pertenecía al triste club de los enfermos crónicos. Según los documentos, aún estaba viva, en el centro hospitalario Philippe Pinel de Amiens. Kubiela no sentía emoción alguna ante esa idea. Con la memoria le habían arrancado también todas las redes de su sensibilidad.
Pasó a los datos técnicos. El historial médico de Francyzska evocaba a la vez una «esquizofrenia aguda», una «bipolaridad recurrente» y «trastornos de ansiedad». Los diagnósticos divergían e incluso eran contradictorios. Leyó en diagonal los expedientes, las recetas y las hospitalizaciones a petición de una tercera persona. En esos casos era su padre, Andrzej, quien había firmado la solicitud. Hasta el año 2000. Después de esa fecha, era él mismo, François Kubiela, quien se había ocupado del papeleo.
Ese hecho se explicaba por la segunda información de peso del dossier: su padre falleció en marzo de 1999, a los sesenta y dos años. El certificado de defunción evocaba un accidente en casa de unos amigos: el padre de Kubiela se había caído del tejado mientras instalaba un desagüe. Eso significaba realmente que sin duda el polaco había muerto trabajando en la construcción contratado en negro y que sus jefes habían fingido ser unos amigos para aprovechar el seguro y evitar problemas con la policía. «Descansa en paz, papá…»
Kubiela encontró una foto. Sus padres a su llegada a Francia, en 1967, en la explanada del Trocadéro. Dos hippies, de cabellos largos y pantalones de pata de elefante, con cierto aspecto de campesinos, poco desbastados, recién desembarcados desde su Silesia natal. Francyzska era una joven frágil, rubia y diáfana. Se parecía a las criaturas de David Hamilton. Andrzej respondía a otro tópico: el leñador polaco. Melena hasta los hombros, barba de Rasputín y cejas hirsutas. Su corpulencia de coloso estaba constreñida en una chaqueta de terciopelo ajado. Los dos exiliados se asían amorosamente de los hombros, dispuestos a adentrarse en su destino francés.
Los otros documentos no decían gran cosa acerca de su vida cotidiana, aparte de que Andrzej Kubiela era el rey de los chupópteros. Llegado a Francia en calidad de refugiado político, fue contratado en una empresa de obras públicas. En 1969 sufrió un primer accidente profesional que le permitió cobrar una pensión de invalidez. Unos años más tarde, empezó a cobrar un subsidio en nombre de su esposa, enferma mental. Obtuvo también diversas ayudas del Estado y otras subvenciones. Andrzej vivía de las ayudas sociales y, sin duda, tampoco había dejado de trabajar ni un día en la construcción.
El psiquiatra pasó a los documentos que le concernían directamente. Escolaridad primaria y secundaria en centros públicos de Pantin. Facultad de Medicina y especialización en París. No trabajó durante los estudios. François se crió como un hijo de papá. Andrzej, rey del trapicheo, lo había apostado todo por su hijo y este se lo devolvía con creces. Desde primaria hasta el doctorado, siempre había obtenido las mejores notas.
En el fondo de la caja encontró una lata plana de grandes dimensiones que, muchos años atrás, debió de contener un pastel o un roscón de reyes. En ella había fotografías y recortes de prensa catalogados empezando por los más recientes. Los primeros sobres eran de la década de 2000. Artículos científicos y recensiones de sus trabajos en los que a veces aparecía su foto. Kubiela se contempló impreso sobre papel: siempre tenía aspecto de sabio enterado, con cabellera morena y sonrisa embaucadora…
En los sobres siguientes, solo encontró fotos. El año 1999 ofrecía las imágenes de un Kubiela visiblemente ebrio rodeado de tipos en el mismo estado. Una fiesta organizada con motivo de haber terminado la especialización. En 1992 se presentaba a un Kubiela aún más joven, sonriente, solitario. Con su cartera bajo el brazo, se hallaba frente a la facultad de Medicina de la Pitié-Salpêtrière. Vestía un polo Lacoste, tejanos 501 y mocasines náuticos. Un joven estudiante, de buena apariencia, que había roto las amarras con sus orígenes obreros.
Año 1988. Diecisiete años, esta vez con su padre. El hombre le sacaba una cabeza a su hijo y lucía ahora una barba y una cabellera disciplinadas. Los dos personajes sonreían al objetivo, con visible complicidad y felicidad.
Kubiela se enjugó las lágrimas y maldijo. No era efecto de la melancolía. Lloraba de rabia. De decepción. Incluso delante de aquellas fotografías íntimas no recordaba nada. Desde su fuga, dos semanas antes, se había enfrentado a asesinos, había vivido bajo varias identidades y había perseguido a un criminal mientras se preguntaba si no se trataría de él mismo. Y todo eso lo había hecho aferrándose a una esperanza: en cuanto recobrara su verdadera identidad, lo recordaría todo.
Se equivocaba. Siempre se había equivocado. Era un pasajero eterno. No había un destino final. Había llegado a su identidad primera, pero esa meta no era más que una nueva etapa. Pronto perdería de nuevo la memoria. Se compondría una nueva personalidad y luego comprendería que no era quien pretendía ser. Y entonces proseguiría la investigación, siempre con esa esperanza de hallar su verdadero «yo».
Pero ese yo ya no existía.
Lo había perdido para siempre.
Pasó a las fotos de su infancia. François, a los trece años, sonriendo a la cámara, sin lograr desprenderse de ese aire de soledad y de desamparo vago ya presente en las otras fotos. Ahora, esa tristeza llenaba su rostro entero. Un detalle: sus cabellos aún no eran morenos, sino rubios. El pequeño Kubiela cambió de color de cabello con la pubertad.
Año 1979. François, con ocho años, en la feria del Trône. Camisa con hombreras, pantalón de pitillo y calcetines blancos: un perfecto uniforme de los años ochenta. Sobre un fondo de tiovivos y atracciones, el chiquillo aún sonreía, con las manos en los bolsillos. Siempre esa sonrisa discreta, un poco triste, como si no quisiera molestar.
Año 1973. Esta vez se hallaba en brazos de su madre, y sin duda se trataba de una de las últimas fotos antes de que la mujer fuera internada. No se le veía el rostro a Francyzska, que bajaba la vista, pero la mirada fija del niño, de dos años de edad, irradiaba. En el fondo de sus iris se percibía ya la misma tristeza deslumbrada, solar.
Kubiela levantó la mirada. Había dejado de llover. A través de las ventanas aún húmedas, el descampado se drenaba. Unos hilillos de agua, a lo largo de los neumáticos, las conejeras y los escombros se estrellaban y lanzaban destellos. En algún lugar, invisible, el sol lanzaba sus rayos. Esa visión debería de haberle remontado la moral, pero, contrariamente, lo sumió en la melancolía. ¿Por qué tenía ese aspecto de perro apaleado en las fotos? ¿Cuál era su desazón? ¿La sombra de la locura de su madre?
Quedaba un sobre de grandes dimensiones, con el sello de un hospital. Quizá ahí estaba la explicación. Una patología, algún tipo de anemia en su infancia. Abrió el sobre de papel Kraft y no logró sacar del todo los documentos, pegados por la humedad.
Unas imágenes médicas.
Siguió tirando. Unas ecografías. Las del vientre de su madre, captadas en mayo de 1971, como se leía en la fecha sobreimpresa en un ángulo de la primera. Eran los inicios de la utilización de la ecografía en obstetricia.
Por fin logró extraer las imágenes.
Lo que vio lo dejó anonadado.
En el líquido amniótico no había un feto, sino dos.
Dos embriones cara a cara, con los puños apretados.
Dos gemelos acurrucados que se observaban en el silencio de las aguas prenatales.
Los gemelos que tenían que nacer de Francyzska y Andrzej Kubiela.
Sintió caer un terror ardiente sobre él como un grifo abierto. Cogió las otras ecografías. Tres meses. Cuatro meses y luego cinco… A lo largo de las imágenes se podía constatar una anomalía. Los fetos no evolucionaban de igual manera. Uno de los dos era más imponente que el otro.
De inmediato, Kubiela se identificó con el más pequeño, que parecía retroceder temeroso frente a su gemelo más fuerte.
Una verdad resonó en su mente. El dominante era su hermano oculto. Un niño que había sido apartado de la familia Kubiela por una razón que aún no alcanzaba a comprender. La idea creció, se amplificó y se dilató en su cabeza hasta ocultarlo todo.
Teoría.
Fue el gemelo dominado en el vientre de su madre.
Pero fue elegido por sus padres para desempeñar el papel de hijo único.
El otro fue rechazado, olvidado y renegado.
Y hoy regresaba del limbo para vengarse.
Para endosarle la responsabilidad de los asesinatos que cometía.