El barrio le hacía pensar en un polo magnético. Un punto en el mapa que hubiera tenido el poder de atraer las tormentas, la miseria y la desesperación. El taxi lo dejó a la entrada del pasaje, en el número 54 de la rue Jean-Jaurès. La lluvia golpeteaba el asfalto tan fuerte como impactos de bala. El macadán estallaba bajo sus pasos. Chaplain apenas veía el decorado que lo rodeaba. Retumbó un trueno y un rayo reveló un barrio de casas de piedra moleña que se encaramaban en una colina de pendiente suave.
Kubiela inició la ascensión. El entorno se desvencijaba un poco más a cada paso. Paredes chorreantes o empalizadas podridas protegían unos edificios semienterrados. Los números estaban pintados a mano sobre pancartas. Detrás de los vallados, los perros se abalanzaban contra las rejas y ladraban hasta desgañitarse. Los postes de electricidad plantados en los charcos evocaban horcas.
Al leer su necrológica comprendió que era de origen modesto, pero lo que descubría bajaba aún más el listón. Provenía de una miseria absoluta que creía que ya había desaparecido mucho tiempo atrás, la de las chabolas, los descampados y los guetos sin electricidad ni agua corriente. Era hijo de la miseria, de un éxodo eslavo sombrío.
A mitad de la ascensión, el suelo ya no estaba asfaltado. Trozos de hierro, fogones de cocina y piezas de automóvil flotaban entre el barro. Kubiela sentía crecer en su interior una aprensión de burgués temeroso. Casi esperaba encontrar, en el lugar de su domicilio familiar, una caravana con unos cuantos gitanos sucios y desdentados en el interior.
En realidad, el número 37 era una casa de ladrillo, sucia tras décadas de dejadez. Se recortaba en lo alto de la colina, rodeada de grama y conejeras. La lluvia caía sobre la madera, la tierra y las paredes como si fuera a amasarlo todo en un único bloque de arcilla gris. Solo el tejado rojo brillaba como una herida fresca.
Las persianas cerradas y la ruina general atestiguaban que ya nadie vivía allí desde hacía tiempo. Su madre se habría marchado. A la vista del panorama, no podía imaginar un retiro dorado en la Costa Azul, a menos que hubiera cobrado el producto de la venta de sus obras.
Abrió el alambre que cerraba el vallado y tocó a su paso la campana suspendida, que tembló entre el ruido de la lluvia. El jardín de unos pocos metros cuadrados, donde ya solo crecían neumáticos y pedruscos, se sumaba al ambiente de desolación. Chaplain chapoteó hasta el porche, cubierto por una marquesina medio rota. La lluvia, con sus miles de agujas, lo perseguía incluso bajo el abrigo.
Pulsó el timbre por reflejo. Ningún resultado. Llamó, también como mera formalidad, sobre los motivos de hierro forjado que protegían el tragaluz de la puerta. En el interior no se movía nada. Cogió una barra de hierro y forzó las persianas de la ventana más próxima, a su izquierda. Con esa misma palanca, golpeó el vidrio, que se rompió con un ruido seco. Ya empezaba a acostumbrarse a ello.
Agarró el montante y echó un último vistazo al paisaje. No había nadie a la vista. Se metió en el interior. La casa había sido vaciada completamente. Se le pasó por la cabeza la idea de que su madre hubiera fallecido después de su propia muerte. Al fin y al cabo, su única fuente de información era el artículo de Le Monde y era de un año atrás.
Vestíbulo. Cocina. Salón. No había muebles, lámparas ni cortinas. Paredes beis o marrón, tendencia pútrida. Un suelo de madera agrietado en el que se veían las vigas. A cada paso, aplastaba algo bajo sus pies. Cucarachas grandes como dátiles. Estaba seguro de que en ese momento estaba pisando el escenario de su infancia. Imaginaba su rabia por salir de aquel barrizal, a base de diplomas y conocimientos.
No era únicamente una victoria social y material. Al cursar sus estudios de psiquiatría había querido cambiar la calidad de su mente, de sus ambiciones y de su vida cotidiana. Otra certeza: nunca había menospreciado a sus padres ni los oficios manuales de estos. Al contrario, la gratitud y el espíritu de revancha habían sido los acicates de su voluntad. Sacaría a sus padres de aquella mierda. Vengaría su destino marginal. ¿Les había regalado otra casa? No lo recordaba.
Una escalera. La madera ya no era más que una masa húmeda. De cada peldaño brotaba un jugo verdoso, mientras que otros insectos, en la penumbra, se daban a la fuga. Se asió a la barandilla, temiendo que fuera a desmenuzarse bajo el peso de su mano. No fue así. Se le ocurrió la absurda idea de que la casa lo aceptaba, que esta «deseaba» que terminara la visita.
Pasillo. Una primera habitación, con las persianas cerradas. A oscuras. Vacía. Pasó a la siguiente. La misma escena. Otra más. Igual. Por fin, dio con una puerta cerrada con llave. Incluso habían instalado un cerrojo nuevo. Ese detalle le dio una vaga esperanza. Trató de abrirla empujando con el hombro y temeroso de que fuera a caérsele sobre la cabeza. La tarea resultó ser más difícil. Incluso tuvo que bajar a por la barra de hierro. Finalmente, al cabo de diez minutos de forzar la madera y los goznes, logró acceder al espacio protegido.
Otra habitación vacía. Solo había dos cajas cubiertas con bolsas de basura en un rincón. Avanzó en la penumbra. Levantó con prudencia uno de los plásticos, pues esperaba que de allí pudieran salir ratas o gusanos. Descubrió unos cuadernos Clairefontaine de apariencia reciente, con cubiertas azules plastificadas. Hojeó uno de ellos y sintió que el corazón le daba un brinco. Eran los apuntes personales de François Kubiela sobre los casos de fugas psíquicas.
No podía haber hallado un tesoro más preciado.
Arrancó la bolsa de basura de la segunda caja. Sobres, fotografías, documentos administrativos… Toda la vida de los Kubiela en cifras, certificados, fotografías y formularios… La persona que había guardado todos esos documentos había tratado de protegerlos cuidadosamente de la humedad, pues el interior de las cajas de cartón estaba protegido con otra bolsa de basura.
¿Quién había guardado allí aquellos archivos? Él mismo. En el curso de su investigación, había sentido el peligro y había instalado su cuartel general en la casa de sus padres, reuniendo en aquella habitación las pruebas de su investigación y de su propio pasado.
Abrió la ventana y empujó las persianas. Antes de poder cerrar el batiente, entraron ráfagas de lluvia. Se volvió hacia la estancia. Una chimenea cerrada por una placa de acero ocupaba la pared de la derecha. En el papel de las paredes podían verse las marcas de los muebles de antaño. Una cama. Un armario. Una cómoda. También unos rectángulos que debían de corresponder a unos pósters. Kubiela adivinó que debía de tratarse de su habitación. La que había ocupado cuando era un chaval y luego de adolescente. Se volvió hacia las cajas. El estudio de todos aquellos documentos iba a llevarle horas.
Se frotó las manos, como delante de un buen fuego, y se arrodilló ante su botín. Una sonrisa animaba sus labios.
En su destino había una lógica amarga.
Su investigación había comenzado con unas cajas vacías, las de Burdeos.
Acababa con unas cajas llenas, las de Pantin.