Anaïs Chatelet salió de la cárcel de mujeres de Fleury-Mérogis a las diez de la mañana. Los procedimientos administrativos habían durado más de cuarenta minutos. Respondió a las preguntas y firmó documentos. Le devolvieron las botas, la cazadora, la documentación y el móvil. En resumidas cuentas, era libre. Con una citación ante el juez el lunes siguiente y la obligación de permanecer en París. El control judicial se iniciaba ese mismo día. Tenía que presentarse una vez por semana en la comisaría en la que había sido detenida por primera vez, en la place des Invalides.

En la puerta de la prisión, cerró los párpados y respiró profundamente el aire fresco que le pareció purificar de golpe todo su sistema respiratorio.

Un coche se hallaba estacionado a un centenar de metros y se recortaba nítidamente contra un fondo de marquesina y cielo de zinc. Reconoció el vehículo. En todo caso, su estilo. Un Mercedes negro con pinta de coche fúnebre. Su padre. Mitad gran empresario, mitad general de una dictadura.

Se dirigió hacia el coche. Al fin y al cabo, le debía su liberación. Cuando no estaba aún ni a cinco metros, Nicolas salió del vehículo.

—Señorita Anaïs…

El hombre bajito y rechoncho tenía los ojos húmedos. Ella se preguntó cómo un torturador de la calaña de su padre había elegido un ayuda de campo tan sensible. Anaïs le besó en la mejilla y se sentó en el asiento posterior.

Jean-Claude Chatelet la esperaba, cómodamente instalado, bronceado y magnífico como de costumbre. Bajo la luz de la lamparilla del techo, recordaba un arma peligrosa y reluciente, al abrigo en su vaina de piel oscura.

—Supongo que debo darte las gracias.

—No te pido tanto.

La puerta se cerró. Nicolas se instaló al volante. Unos segundos más tarde, circulaban por la N104, en dirección a París. Anaïs observaba de reojo a su padre. Camisa de lino turquesa y jersey de cuello de pico azul marino. Parecía haber sido teletransportado directamente desde el puente de su yate hasta los meandros grises de las intersecciones de carreteras del Essonne.

De una forma oscura, Anaïs estaba contenta de estar de nuevo junto a él. Volver a verlo significaba renovar su odio. Es decir, su columna vertebral.

—¿Has venido a traerme un mensaje?

—Esta vez se trata de una orden.

—Esta sí que es buena.

El padre abrió el reposabrazos de madera veteada que los separaba. Una cavidad de paredes aislantes albergaba bebidas gaseosas y termos brillantes como torpedos.

—¿Te apetece beber algo? ¿Café? ¿Coca-Cola?

—Café, gracias.

Chatelet lo sirvió en un vaso decorado con una redecilla de mimbre. Anaïs bebió un sorbo. Cerró los ojos contra su voluntad. «El mejor café del mundo». Se serenó. No era cuestión de rendirse a aquel veneno familiar: el calor, la dulzura y el refinamiento aportados por esas manos asesinas.

—Te quedarás unos días en París —dijo el verdugo con su acento modulado—. Te he reservado un hotel. Irás a ver a tu controlador judicial y luego al juez. Mientras, haremos que trasladen tu expediente a Burdeos y te llevaré a la Gironda.

—¿A tu feudo?

—Mi feudo está en todas partes. Tu presencia en este coche lo prueba.

—Estoy impresionada —replicó ella con ironía.

Chatelet se volvió hacia ella y la miró fijamente a los ojos. Tenía unos iris claros, embaucadores y corruptores. Por fortuna, ella había heredado los ojos de su madre. Unos ojos de chilena de un gris antracita, un mineral que se encuentra a miles de metros bajo tierra, al pie de la cordillera de los Andes.

—No estoy de broma, Anaïs. Se acabó lo que se daba.

Tras la advertencia del domingo anterior, se pasaba a la sanción. Regreso al redil y punto. Solo había cambiado Fleury por esa libertad vigilada. El puño de hierro de la prisión por el guante de terciopelo de su padre.

—Ya te lo he dicho —prosiguió el padre—. Esos tipos no se andan con chiquitas. Tienen una misión. Representan un sistema.

—Háblame de ese sistema.

Chatelet suspiró y se repantigó en el asiento. Parecía comprender que tampoco él tenía elección. Si quería convencer a su hija, tendría que hablar.

La lluvia repiqueteó sobre el parabrisas con repentina violencia, fustigando los cristales con largos regueros. Con un gesto seco, el enólogo abrió una lata de Coca-Cola light.

—No hay ningún complot —dijo en voz baja—. Ni maquinación ni plan oculto como crees.

—No creo nada. Te escucho.

—Mêtis fue fundada por mercenarios franceses y belgas, en los años sesenta. Desde entonces, ha llovido mucho. Hace ya tiempo que la empresa no tiene nada que ver con ese tipo de actividades.

—Mêtis es una de las grandes empresas en materia de psicotrópicos. Sus científicos llevan a cabo experimentos sobre el control del cerebro.

—Mêtis es un grupo químico y farmacéutico, como Hoechst o Sanofi-Aventis. Eso no los convierte en conspiradores de la manipulación mental.

—¿Y sus empresas de seguridad?

—Protegen las unidades de producción. Es cuestión interna.

Anaïs había consultado la lista de clientes de la ACSP. Su padre se equivocaba o mentía. La empresa prestaba sus servicios a otras compañías en Gironda, en todos los sectores de actividad, aunque quizá sus principales clientes pertenecían a la nebulosa Mêtis. «Sigamos».

—Conozco a dos hombres que tienen un extraño concepto del oficio de la seguridad.

—Mêtis no está inmiscuida en absoluto. Los responsables de este jaleo son los que han utilizado a la ACSP para cubrir a sus… partes interesadas.

Así que estaba al corriente de los detalles de la operación. Se oyó un trueno, como la onda expansiva de un seísmo. El cielo parecía de granito o de algún mineral que se resquebrajara por dentro.

—¿Quién? —preguntó ella con voz nerviosa.

—Mêtis desarrolla nuevos productos. Ansiolíticos, antidepresivos, somníferos, neurolépticos… Además de los centros de producción, cuenta con laboratorios que aíslan moléculas, sintetizan y ponen a punto farmacopeas. Es el funcionamiento normal de un grupo farmacéutico.

—¿Qué relación tiene eso con los mercenarios de la ACSP?

El Cojo bebía lentamente su Coca-Cola. Observaba a través del chaparrón las líneas grises, a veces manchadas de colores, detrás del cristal. Fábricas, almacenes y centros comerciales.

—El ejército vigila esas investigaciones. El cerebro humano es y siempre será un objetivo fundamental. Pero también, si lo prefieres, el arma primordial. Dedicamos la mitad del siglo pasado a desarrollar el arma nuclear, y todo principalmente para no utilizarla. Controlar la mente es otra manera de evitar el combate. Como dice Lao Tsé: «El mejor conquistador es el que sabe vencer sin entrar en la batalla».

Anaïs detestaba a las personas que recurren a citas. Es una manera taimada de ponerse a la altura del pensador. No tenía intención de dejarse embaucar de nuevo.

—Mêtis ha descubierto una molécula.

—Mêtis no, uno de sus laboratorios satélite. Una unidad de investigación de la que el grupo es accionista.

—¿Cómo se llama el laboratorio?

—No lo sé.

—¿Crees que soy gilipollas?

—No insultaré a mi familia. Participo en reuniones en las que ese tipo de detalles no se menciona. Es un laboratorio en Vendée. Un centro de investigación clínica que lleva a cabo experimentos. En general, inutilizables.

—¿Una molécula que provoca fisiones mentales? ¿Inutilizable?

—Eso es lo que nos vendieron. En realidad, la molécula no es estable. Sus efectos son incontrolables.

—No me negarás que ha habido conejillos de Indias que han sufrido fugas psíquicas provocadas por un nuevo medicamento.

Chatelet movió lentamente la cabeza. Un movimiento que podía significar cualquier cosa. La lluvia rodeaba el Mercedes, como los cepillos temblorosos de un túnel de lavado.

—Lo que nos interesa es el control del cerebro y no provocar castillos de fuegos artificiales.

—Ese «nosotros», ¿a quién se refiere?

—A las fuerzas de defensa del país.

—¿Ahora eres un militar francés?

—Soy solo un consultor. Un enlace entre Mêtis y el Gobierno. Soy accionista minoritario del grupo. Y también conozco a los dinosaurios que aún quedan en el ejército francés. En esa calidad, participé en la elaboración del protocolo. Eso es todo.

—¿Cómo se llama ese protocolo?

—Matrioska. Muñeca rusa. A causa de la fisión en serie que provoca la molécula. Pero el programa se ha cerrado definitivamente. Estás investigando algo que ya no existe. El escándalo ya ocurrió, entre nosotros. Y era un cohete mojado.

—¿Y las eliminaciones? ¿Los raptos? ¿Las torturas mentales? ¿Creéis que estáis por encima de las leyes?

Chatelet bebió otro trago de Coca-Cola. Anaïs estaba acalorada. Por contraste, advertía cada burbuja helada sobre los labios de su padre.

—¿Quién ha muerto? —preguntó con su acento del sudoeste—. ¿Algunos colgados solitarios? ¿Una o dos putas que se fueron de la lengua? Vamos, hija mía, ya eres mayorcita para hacerte la idealista. En Chile se dice: «No peles la fruta si está podrida».

—¿Hay que tragársela tal cual?

—Exacto. Estamos en guerra, querida. Y algunos experimentos con humanos no son nada comparados con los resultados esperados. Cada año, los atentados terroristas provocan miles de muertos, desestabilizan las naciones y amenazan la economía mundial.

—Porque el enemigo, ¿es el terrorismo?

—A la espera de nuevas tendencias.

Anaïs movió ligeramente la cabeza. No podía admitir que semejantes maniobras tuvieran lugar impunemente sobre suelo francés.

—¿Cómo podéis secuestrar a civiles? ¿Inyectarles productos de efectos desconocidos? ¿Y matarlos como si no pasara nada?

—Los conejillos de Indias humanos son tan viejos como la guerra. Los nazis estudiaron los límites de la resistencia humana sobre los judíos. Los japoneses inyectaron enfermedades a los chinos. Los coreanos y los rusos inoculaban sus venenos a los presos americanos.

—Hablas de dictaduras y de regímenes totalitarios que han negado la integridad humana. Francia es una democracia, regida por leyes y valores morales.

—En los años noventa, un general checo, Jan Sejna, explicó públicamente en Estados Unidos lo que había visto al otro lado del muro. Los experimentos humanos con soldados, las manipulaciones mentales, la utilización de drogas y venenos en los detenidos… No hubo ni una sola voz que se alzara para denunciar ese horror. Por una simple razón: la CIA hizo exactamente lo mismo.

Anaïs trató de tragar saliva. Le ardía la garganta.

—Tu cinismo te da una realidad… atroz.

—Soy un hombre de acción. No puedo sentirme sorprendido. Eso solo vale para los políticos de la oposición o para los periodistas vocingleros. No hay tiempos de paz. La guerra siempre continúa, aunque en un grado menor. Y cuando se trata de sustancias psicoactivas, es imposible trabajar con animales.

Jean-Claude Chatelet había pronunciado su discurso en un tono sereno y casi jovial. A Anaïs le entraban ganas de aplastarle la sonrisa contra el cristal, pero una vez más se dijo que ese odio era lo que le impedía hundirse en la depresión. «Gracias, papá».

—¿Quiénes son los jefes del programa? ¿Sus instigadores?

—Si quieres nombres, te llevarás una decepción. Todo eso se pierde en los meandros del poder. En las novelas y en los libros de historia, los complots y las operaciones secretas son racionales, organizados y coherentes. En la realidad, forman parte del jaleo rutinario. Avanzan a trompicones. Olvida la lista de culpables. En cuanto a la situación actual, lo que tú llamas una «masacre», no es por el contrario más que una manera de amputar el miembro gangrenado y limitar los daños.

Silencio. El ruido violento de la lluvia. Ahora circulaban por el bulevar periférico. A través de las dislocaciones de la tormenta, la ciudad no parecía más acogedora ni más humana que las estructuras de hormigón y acero que los habían acompañado hasta allí. La enfermedad de los suburbios había contaminado a la capital.

Quedaba un punto por aclarar.

—A consecuencia de esos experimentos se han cometido varios asesinatos. Unos crímenes con connotaciones mitológicas.

—Es uno de los principales problemas del programa.

—¿Estás al corriente?

—Matrioska ha parido un monstruo.

Anaïs no esperaba semejante interpretación.

—En uno de los pacientes —prosiguió—, la molécula ha liberado una pulsión asesina de extraordinaria complejidad. El tipo ha desarrollado un ritual demente, a base de mitología. Pero eso ya lo sabes.

—¿Habéis identificado a… ese paciente?

—No te hagas la tonta. Todos le conocemos. Tenemos que detenerle y hacerle desaparecer antes de que la situación nos estalle en las manos.

Así que eso era. Freire era el culpable designado. No era un nombre entre otros en una lista negra. Era el hombre que había que eliminar prioritariamente. Anaïs abrió la ventana y recibió una ráfaga de lluvia en plena cara. Circulaban junto al Sena. Un rótulo indicaba: PARÍS-CENTRO.

—Déjame aquí.

—Aún no hemos llegado al barrio de tu hotel.

—Nicolas —gritó Anaïs—, ¡para el coche o me bajo en marcha!

El ayuda de campo miró de reojo por el retrovisor a su jefe, que asintió con una señal de la cabeza. Nicolas se puso a la derecha y se detuvo. Ella bajó del coche y aterrizó sobre una minúscula acera mientras los vehículos circulaban por el carril rápido con un largo chirrido continuo.

A modo de despedida, se inclinó hacia el habitáculo y gritó:

—No es el asesino.

—Tengo la impresión de que este caso se ha convertido en una historia personal.

Ella se echó a reír.

—¿Y eso lo dices tú?