El mundo de la psiquiatría y el universo de la pintura están de luto por la muerte de François Kubiela, fallecido el martes 29 de enero de 2009 en la autopista A31, cerca de la frontera luxemburguesa, alrededor de las once de la noche. Se ignoran los motivos por los que perdió el control de su vehículo. El psiquiatra colisionó contra la barrera de seguridad poco antes de la salida Thionville-Metz norte, a una velocidad estimada de ciento cuarenta kilómetros por hora. El vehículo se incendió en el acto. Al llegar los primeros equipos de socorro, el cuerpo de François Kubiela ya había sufrido graves quemaduras…

«Piel de gallina». Aún bajo el impacto del descubrimiento de su nueva identidad (sin duda la única verdadera), Kubiela tenía ahora que encajar el anuncio de su propia muerte.

Había corrido, enloquecido, por las calles del Distrito XIII y dio por fin con un cibercafé abierto cercano a la estación de metro Glacière. En cuanto se sentó, tecleó su nuevo patronímico en el ordenador.

El primer resultado que le ofrecía Google era una necrológica de Le Monde fechada el 31 de enero. Efectivamente, se trataba de él. La página veinticinco del periódico reproducía una fotografía en blanco y negro del psiquiatra fallecido: él mismo, en bata blanca, con algunas arrugas menos y una sonrisa devastadora que había perdido.

Antes de tratar de comprender ese truco de magia (estaba a la vez vivo y muerto), se sumergió en la historia del difunto François Kubiela, psiquiatra y pintor reconocido, comenzando por el cuadro destacado en el que se resumía su biografía en unos cuantos hitos.

18 de noviembre de 1971. Nace en Pantin, Seine-Saint-Denis (93).

1988. Inicia los estudios de Medicina.

1992. Primeras exposiciones individuales.

1997. Publica su tesis doctoral de psiquiatría sobre la evolución de la identidad en los gemelos.

1999. Entra a formar parte del equipo médico del centro psiquiátrico especializado Paul Guiraud de Villejuif.

2003. Retrospectiva de su obra en la galería MEMO, en Nueva York.

2004. Es nombrado jefe de servicio (el más joven de Francia) en el centro hospitalario Sainte-Anne.

2007. Publica El juego de los yoes sobre el síndrome de las personalidades múltiples.

29 de enero de 2010. Fallece en la autopista A31.

Sus suposiciones se confirmaban. Tenía aproximadamente la edad de su documentación falsa. Había seguido dos caminos paralelos, psiquiatría y pintura. En el aspecto personal, no tenía esposa ni hijos, ni siquiera una pareja oficial. Estaba convencido, sin embargo, con solo ver su sonrisa, que no había estado mucho tiempo soltero.

Recuperaba los retazos de recuerdos que habían acudido a su mente al cruzar los jardines de Corto. Vacaciones de invierno practicando esquí. Veladas íntimas en un apartamento burgués en París. Crepúsculos en el sur de Francia. Kubiela había llevado una vida acomodada y brillante, sin lazos ni compromisos. ¿Era un investigador solitario o un predador egocéntrico? La respuesta debía de estar entre una y otra cosa. Un hombre seguro de sus aptitudes científicas y artísticas, que daba a todo el mundo pero a nadie en particular.

«1997».

Su tesis doctoral le dio a conocer. Discípulo del psicólogo infantil René Zazzo, autor de trabajos sobre la gemelidad, estudió durante varios años a diversos pares de gemelos homocigóticos. Al igual que Zazzo, había observado sus respectivas identidades a través de su evolución. Analizó los vínculos invisibles que los unían y los hacían permeables unos a otros. Los parecidos en el carácter, las similitudes en las reacciones e incluso las conexiones telepáticas que desde hace siglos despiertan fascinación en esos hermanos y hermanas nacidos de un mismo óvulo. Todo eso era el terreno de Kubiela.

A través de la gemelidad, su interés se centraba ya en el problema de la identidad. ¿Qué forja el yo? ¿Cómo se funda una personalidad? ¿Qué relación existe entre la herencia del ADN y la experiencia de lo vivido?

Las conclusiones de Kubiela sorprendieron a la comunidad científica. Rechazaba de plano el principio fundador del psicoanálisis («Somos lo que hemos vivido en la infancia») y el credo de la nueva ciencia neurobiológica («Nuestra psique se reduce a una serie de fenómenos físicos»). Sin negar la legitimidad de esas tendencias, Kubiela, para describir y explicar la personalidad de cada ser humano, se refería a una pequeña cosa innata y misteriosa que procedía de una máquina superior, tal vez de un mecanismo divino. Era una teoría que deliberadamente se apartaba de las vías racionales y científicas.

Numerosas voces se alzaron contra ese «espiritualismo de tres al cuarto», pero nadie cuestionaba la calidad de sus estudios. Además, y paralelamente a sus trabajos publicados, llevaba una carrera hospitalaria intachable, primero en Villejuif y luego en el hospital universitario de Sainte-Anne en París.

Diez años después de la publicación de su tesis, Kubiela escribió un nuevo libro, síntesis de sus trabajos sobre las personalidades múltiples. De nuevo, el libro provocó el debate. En primer lugar, porque ese síndrome no está reconocido en Europa. Luego, porque Kubiela trataba cada una de las personalidades de esos pacientes como una célula autónoma que existiría en sí misma, y no como esquirlas de una única psicosis. De nuevo aparecía la idea de que esas personalidades habían sido depositadas en una única mente por una especie de mano celestial…

Por lo menos comprendía una verdad: no era extraño que el investigador se hubiera sentido fascinado por el caso de Christian Miossens y su fuga psíquica. Había hallado en él una nueva vía de investigación. Tras los gemelos y los esquizofrénicos, el psiquiatra se había volcado en los «viajeros sin equipaje».

Podía adivinar qué sucedió luego. Kubiela buscó otros casos en Francia. Dio con la víctima de otra fuga psíquica de la que le habló Nathalie Forestier, originario de Lorient. Estableció un vínculo entre los dos pacientes. Buscó, investigó y dio con la pista de Sasha. Se inscribió en el club y conoció a Feliz. Luego, en circunstancias que no podía imaginar, fue seleccionado a su vez como conejillo de Indias para el protocolo de experimentos clínicos de Mêtis.

Por supuesto, en el artículo no se decía una sola palabra acerca de esas últimas investigaciones y solo se preguntaban qué hacía el psiquiatra en plena noche en la autopista A31. Y, en efecto, ¿qué hacía allí? No había respuesta alguna puesto que no era él quien había muerto…

Kubiela se detuvo en esa puesta en escena. ¿Quién era el cadáver calcinado en el vehículo? ¿Otro conejillo de Indias de Mêtis? Un hombre al que debieron de matar con una inyección letal, pues las quemaduras habían bastado para borrar la verdadera causa de su muerte. A todas luces, la investigación fue somera. No había razón para dudar de la identidad del conductor del vehículo: la matrícula, la descripción, la ropa, el reloj y los restos de documentación hallados correspondían a François Kubiela. ¿Por qué Mêtis se había tomado tantas molestias? ¿Temían los responsables del experimento que la desaparición de un psiquiatra de renombre planteara más problemas que la de los «colgados» habituales del protocolo?

Pasó a la vertiente artística de su existencia. Autodidacta (esa era la razón por la que no había hallado nada en su estudio comparado), Kubiela comenzó a pintar en paralelo a sus estudios médicos y expuso sus primeros lienzos en exposiciones colectivas. De inmediato, sus cuadros fueron objeto de atención. Era finales de los años noventa.

Kubiela hizo clic varias veces y encontró imágenes. Los cuadros recordaban los autorretratos de Narcisse, pero el contexto era diferente. Siempre estaba presente en el lienzo, pero en esta ocasión perdido en unos entornos más amplios y más surrealistas. Unos lugares vacíos a la manera de Chirico, territorios antiguos, arquitecturas extrañas, fuera del tiempo y del espacio. De espaldas, Kubiela vagaba entre esos decorados. En cada lienzo, sostenía un espejo y se observaba de reojo. Así, se veía dos veces su rostro, tres cuartos delante y tres cuartos detrás. ¿Qué había querido expresar con esa imagen dentro de la imagen?

La cotización de sus lienzos no había dejado de aumentar y había estallado tras su muerte. ¿Adónde había ido a parar ese dinero? ¿Quién lo había heredado? Ese detalle le recordó a Narcisse. Era curioso que nadie hubiera relacionado las obras del pintor loco y las de Kubiela, que contaban con el mismo personaje central: él mismo. Sin duda los circuitos no eran los mismos…

Pasó a los orígenes. François Kubiela nació en el seno de una familia de inmigrantes polacos en Pantin. De padre obrero y madre dedicada a las tareas del hogar, y que sin duda también habría hecho de asistenta para llegar a fin de mes. La pareja había trabajado denodadamente para pagar los estudios de su único hijo. El padre, Andrzej, murió en 1999. El artículo no decía nada acerca de su madre, Francyzska, así que aún estaba viva. François no había mantenido ningún lazo con sus orígenes polacos, pero, según el artículo, conservaba cierta nostalgia de su infancia en los suburbios y de los valores sencillos defendidos por sus padres. Nunca había ocultado, además, sus opiniones de izquierdas, aunque detestara todo cuanto se pareciera mucho o poco al comunismo: Kubiela no había olvidado sus orígenes.

Dejó de leer. De repente tomó conciencia de su estado y de su posición. Sin afeitar, despeinado, envuelto en su abrigo para ocultar los desgarros de su camisa violeta manchada de sangre. Esta vez era realmente culpable de dos asesinatos. Fue a buscar un café. Estaba aturdido. A la vez grogui y febril. La violencia de la noche. La noticia de su muerte. El descubrimiento de su verdadera identidad. Tenía razones para perder los papeles.

Bebió un sorbo de café del que solo sintió la quemazón. La sensación le recordó los brebajes infectos de la máquina de la unidad Henri Ey. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que dejó Burdeos? ¿Dos semanas? ¿Tres? ¿Cuántas vidas, cuántas muertes? Volvió a sentarse frente a la pantalla. La foto de François Kubiela, con bata blanca y cabellera negra, lo esperaba. Alzó su taza a su salud.

Ahora tenía que avanzar. Ya no había elección. Había querido confiar su destino a Kubiela y solo se había encontrado a sí mismo. Así que tenía que partir de nuevo a la caza… Para empezar, debía encontrar un escondite. Disponía de dinero, aunque no podía volver a un hotel. Poseía documentación falsa, pero ¿qué podía hacer con ella? Después del doble asesinato en el loft, su cara volvería a aparecer en todos los medios de comunicación.

Se le ocurrió una idea. La más sencilla de todas.

Volver a casa de su madre.

¿Quién iría a buscarle a casa de Francyzska Kubiela, madre de un psiquiatra fallecido? Borró el historial de sus búsquedas y se conectó al listín telefónico de Île-de-France.

Había una Francyzska Kubiela en Pantin.

Vivía en el número 37 del pasaje Jean-Jaurès.

Ese nombre y ese número no le decían nada. Su memoria personal seguía cerrada a cal y canto. Vivía con un cerebro escayolado, ya se había acostumbrado a ello. Pero ¿y su madre? ¿Cómo iba a reaccionar? Al abrirle la puerta a su hijo muerto seguro que le daría un ataque al corazón.

¿Se trataba de una anciana aún viva?

O, por el contrario, ¿era una momia enclaustrada en su casa?

Solo había una manera de averiguarlo.

Recogió sus cosas y se dirigió a la salida.