La entrada de artistas.

Así había llamado el taxista a la puerta escondida del hospital Sainte-Anne situada en el número 7 de la rue Cabanis. Una discreta abertura en el gran muro ciego de la fortaleza de los locos. Era perfecta para él. Chaplain no tenía intención de entrar a bombo y platillo por el portal principal del centro. Pagó el taxi y salió al aire helado.

Las ocho y media de la mañana.

Tras su huida, había errado por las calles, envuelto en su abrigo, disimulando las manchas de sangre y el olor a pólvora de su ropa, sintiendo que el líquido vital se le pegaba contra la piel a través de la camisa empapada y ya fría. Anduvo a ciegas, despavorido y aturdido, hasta rendirse a la evidencia. No tenía futuro alguno. Tenía que dirigirse a las urgencias del hospital Sainte-Anne. Hundirse definitivamente. Rendirse. Era la única solución.

En su cabeza solo resonaba un nombre.

François Kubiela, el especialista del que le había hablado Nathalie Forestier.

Solo él podría curarle, comprenderle, protegerle…

Por eso había esperado hasta la mañana.

Quería ver al doctor en persona…

Ahora atravesaba el jardín del campus de Sainte-Anne. Sobre los edificios, la luz oscilaba aún entre el día y la noche. Chaplain pensaba en un combate. Sangre en el cielo, marcas de colmillos, desgarros… Casi podía oír, sobre los tejados, los bramidos de las bestias…

El jardín estaba desierto. Los setos dibujaban una línea perfecta. Las ramas desnudas habían sido podadas. Los edificios ofrecían unas fachadas lisas y negruzcas, ángulos agudos sin ornamento alguno. Allí todo estaba pensado para cuadrar las mentes retorcidas.

Chaplain siguió los senderos al azar. Tenía la boca seca y el vientre vacío. Una especie de vértigo irradiaba en sus miembros y sus órganos. Sentía en los bolsillos el peso de sus armas: una CZ y una Sig Sauer, cuya marca había leído en el extremo del cañón. Ante semejante espécimen, solo Kubiela no llamaría a la policía. Le daría tiempo para explicarse. A fin de cuentas, conocía uno de los aspectos del caso…

Las calles llevaban nombres de enfermos célebres: Guy de Maupassant, Paul Verlaine, Vincent van Gogh… Escrutaba los rótulos, los frontispicios de los edificios, pero no daba con lo que buscaba. Nathalie Forestier le había hablado de la Clínica de Enfermedades Mentales y del Encéfalo. Bastaba encontrar a un enfermero y preguntárselo.

Dio unos pasos más y vio a un hombre que barría, vestido con un mono de faena. Era joven. Lucía una barba de un rubio pálido, cabello rizado y unas cejas del mismo color. No le había visto, absorto en su movimiento de vaivén. Guiado por la intuición, Chaplain se dijo que se trataba de un loco al que le habían encargado esa misión de confianza. Estaba solo a unos pasos de él e iba a pedirle que le indicara dónde se hallaba la clínica cuando el barrendero alzó la vista.

De golpe, su rostro se iluminó.

—¡Buenos días, doctor Kubiela! ¡Cuánto tiempo sin verle!