En cuanto abrió la puerta del loft, comprendió que las cosas se repetían. «El eterno retorno». En el tiempo de un latido, dio un paso al lado y evitó al asaltante que se abalanzaba sobre él. Empuñaba ya su CZ. Se volvió hacia el hombre que se giraba sobre sí mismo, quitó el seguro, accionó el gatillo y disparó a la altura de la cara. A la luz del fogonazo vio aparecer a uno de los dos ejecutivos, cuyo pescuezo estalló entre chorros rojizos. La detonación restalló en el loft en tinieblas. La visión fulgurante se imprimió sobre las paredes deslumbradas.
La noche se cerró y luego estalló la respuesta. Varios disparos reventaron la vidriera, desgarraron las cortinas e hicieron volar trozos de cristales. Entre las rayas de fuego vio pasar un haz, sin duda una linterna táctica fijada al cañón de la automática. A pesar del miedo, había una cuestión que le daba vueltas en la cabeza: ¿cómo lo habían vuelto a encontrar?
Disparó dos veces a ciegas, hacia el fondo del loft, se incorporó y corrió a ponerse a cubierto, detrás del mostrador de la cocina. Sonaron unas detonaciones en respuesta. Bajo la estructura de acero, los ruidos secos nada tenían que ver con las bellas deflagraciones que se oyen en las películas. Allí, cada disparo perforaba brevemente la noche y revelaba lo que era: un mensaje de pura destrucción.
El haz de la linterna barría el espacio, recorría la vidriera rota, se deslizaba sobre los mostradores y lo buscaba en todos los rincones. La escalera se hallaba a la derecha, a igual distancia del enemigo que de él mismo. Decidió que, para salir de aquella, tenía que subir al altillo. De hecho, era su única elección. Si corría hasta la puerta, recibiría dos o tres balas en la espalda antes de alcanzar el umbral.
El olor a pólvora impregnaba las tinieblas. En el patio, detrás de las cortinas desgarradas, se encendían luces y se alzaban voces. Los disparos habían producido su efecto. ¿Podía simplemente esperar en su escondite la llegada de ayuda? Su adversario no dejaría pasar así los segundos. Y tampoco iba a huir. En Marsella habían actuado con prudencia, pero esta vez Chaplain había matado a su cómplice. El combate había adquirido otra naturaleza.
En ese instante, vio al primer sepulturero, al que había abatido, incorporarse apoyándose en un codo. Estaba sobre un charco de sangre. El haz le dio en pleno rostro. El charco rojo se convirtió en un charco blanco.
—¿Michel? —le llamó el otro.
El uso del nombre de pila confirió cierta humanidad a los dos asesinos, lo que equivalía a una debilidad. Esos tipos tenían nombre de pila. Quizá incluso tenían mujer e hijos. Deslumbrado por la linterna, el herido levantó un brazo para indicar dónde se encontraba Chaplain. Retrocediendo como si quisiera adentrarse en la cocina, disparó tres veces en dirección al moribundo. Bajo el fuego de las dos últimas balas, vio que le estallaba el cráneo, que el cerebro salía a chorro y que humeaba por la frente.
Sin darle al otro tiempo a reaccionar, corrió hacia la escalera metálica. El haz eléctrico lo localizó. Más disparos. Chaplain le daba al gatillo como si sus propias balas pudieran protegerle. Cuando agarró la línea de vida que servía de barandilla, saltó una chispa a lo largo del cable. Sintió una quemadura. Retiró rápidamente la mano y trepó, tropezó, disparando entre los peldaños, entre las líneas de vida, y provocando un montón de llamaradas alrededor de él.
Las balas rebotaban contra los ángulos. Acabaría alcanzándolo una bala perdida. Se tumbó en el altillo. Abajo, la linterna giraba en dirección a la escalera. Volvió a disparar, sin apuntar, preguntándose cuántas balas debían de quedarle. Tenía otros dos cargadores en el bolsillo: esa idea lo tranquilizó, a pesar de que tenía sabor a sangre entre los labios. «Sabor a sangre en la cabeza».
Buscó dónde esconderse. El enemigo subía por la escalera. Chaplain sentía en sus venas la vibración de los peldaños suspendidos y el chasquido de un nuevo cargador en una culata. Debería haber hecho lo mismo, pero primero tenía que esconderse. En un primer momento le tentó la idea de la vidriera del baño, pero el asesino tendría exactamente la misma idea. Esa reflexión le llevó a otra y se dirigió hacia el extremo opuesto, a la izquierda, hasta la punta del futón, y se acurrucó entre la cama y la pared.
Arqueado, conteniendo la respiración, apostó por una única hipótesis: el enemigo iba a aparecer, iluminaría el altillo con la linterna y se precipitaría hacia el baño. Chaplain dispararía entonces a través de la vidriera y le daría por la espalda. No era un plan muy glorioso, pero no era más que el principio. El proyectil solo le alcanzaría el chaleco antibalas, pero el adversario saldría proyectado contra la pared del fondo. Entonces Chaplain saltaría y le vaciaría el cargador en la cara al hombre. Solo rezaba para tener balas suficientes. No era cuestión de cargar la pistola y que le descubriera.
Se quedó inmóvil. Allí estaba el sepulturero, a unos metros, resoplando, gruñendo, colorado como un predador loco. Chaplain sentía su sangre arterial latir con fuerza en el cuello. Lo oía todo. Los pasos vacilantes del asesino. Su respiración trabajosa. Su miedo… Había cierto placer al sentir a aquel animal de sangre fría al borde del pánico.
El adversario iluminó lentamente el altillo y se dirigió al baño. Chaplain salió de su escondite y disparó varias veces hasta que la culata se trabó y su dedo ya no disparó nada más. La pared de vidrio laminado se había desplomado. La ventana abuhardillada, a la derecha, encima del escritorio, se había cerrado. Retazos de cortina flotaban en la penumbra. Pero el cabrón se tenía aún en pie, aún más a la derecha, y se había lanzado a la escalera para protegerse.
Sin pensarlo dos veces, Chaplain arrojó su arma y se precipitó al baño. Mientras buscaba una abertura, una ventana o una claraboya, el asesino ya subía los peldaños disparando.
El silencio se impuso. La peste a pólvora saturaba la atmósfera. Chaplain vio el haz de la linterna, que volvía a rebuscar en el espacio. El asesino no le veía. Y con razón: estaba en la bañera. Asía un pedazo de vidrio como última posibilidad. El ruido de los pasos se aproximaba. Tenía que permanecer quieto: su escondite estaba lleno de cascos de vidrio que crujirían al menor movimiento…
¿A qué distancia se hallaba el predador?
¿Cinco metros?
¿Tres metros?
¿Un metro?
El siguiente ruido sonó tan cerca que Chaplain tuvo la impresión de que el vidrio crujía bajo sus dientes. Se agarró al borde de la bañera y se incorporó sobre los pies, barriendo las tinieblas con su improvisada arma cortante. No tocó nada, resbaló, cayó pesadamente y se golpeó la nuca contra el grifo.
Al abrir de nuevo los ojos, el mercenario le apuntaba el arma a unos centímetros de la frente y apretaba con rabia el gatillo. Chaplain se protegió estúpidamente la cara con las manos y solo oyó un chasquido. El arma se había encallado. Deslumbrado por la linterna táctica, extendió su brazo armado bruscamente y alcanzó al asesino en el rostro. El cabrón trataba aún de expulsar la bala encallada en el cargador. Chaplain logró apoyarse sobre una rodilla. Agarró a su adversario de la nuca y le hundió de nuevo el pedazo de vidrio. Ahora podía verlo. Le había clavado el vidrio en la mejilla derecha y la punta salía por la órbita izquierda. El ejecutivo no había soltado el arma. Temblaba, presa de convulsiones. La linterna fijada al cañón del arma giraba e iluminaba el fondo de la bañera que, a su vez, reflejaba la luz sobre toda la escena.
Chaplain vio en el espejo el rostro empalado del hombre y su propia expresión alucinada. Ambos adversarios aullaban en silencio, con sus miradas. Mientras trataba de recuperarse, el mercenario aún pugnaba por apuntarlo con el arma. Pero sus dedos ya no sostenían nada y se desplomó. Chaplain pasó por encima del borde de la bañera. El agonizante aún tuvo un último impulso y se agarró a su pierna. Arnaud le aplastó la cabeza con el pie, hundiéndole el vidrio hasta que se rompió bajo su talón y brotó un postrero chorro de sangre.
—¿Qué pasa? ¿Están bien ahí adentro?
Chaplain miró desesperado desde el altillo. Allí estaban los vecinos, en el patio, y trataban de distinguir algo a través de las cortinas hechas jirones. Recogió su CZ y también, por prudencia, el arma del mercenario: la linterna irradiaba dentro de su bolsillo.
Abrió los armarios, cogió un abrigo, se quitó el que aún llevaba puesto, que estaba empapado de sangre, y se puso el nuevo.
—¿Hay alguien ahí?
Derribó el modelo del Pen Duick I y rompió el casco pisándolo con fuerza y haciendo volar en el aire los billetes de quinientos euros. Los atrapó a puñados y se los metió en los bolsillos. Cogió también la documentación: pasaportes, documentos de identidad, tarjeta de la seguridad social… Luego se encaramó al escritorio y asomó la cabeza por la ventana. Tejados de zinc, desagües y cornisas…
Se subió al montante de la ventana y saltó al primer tejado.