—¿Puedo fumar?
—Es tu coche.
—¿Por dónde empiezo?
—Por el principio, sería perfecto.
Detrás del volante, Leïla encendió un Marlboro y exhaló una larga calada. Las ventanillas estaban cerradas. Al instante, el habitáculo del Austin se nubló.
—Somos un grupo de amigas.
—¿Todas trabajáis de lo mismo?
Leïla pretendió sonreír, pero le salió una mueca.
—Somos actrices.
—Actrices, vale.
—Siempre andamos pensando en planes para sacarnos una pasta. O para dar un salto en nuestras carreras. Nuestra prioridad son las cosas artísticas, pero en París es muy difícil abrirse camino.
Dio otra calada. Sus labios chasquearon sobre el filtro. Con la otra mano, no dejaba de alisarse las medias satinadas. Chaplain evitaba bajar la vista para no ser atraído por aquellas delgadas piernas negras.
—Tenéis a Sophie Barak.
—La marrana. Así la llamamos. Nos metió en algunas cosas, pero eran muy cutres.
Leïla recuperó el acento de los suburbios. Como si su propia lengua se reencontrara con una vieja amistad, que nunca se había alejado demasiado.
—Y entonces os hablaron de la web de Sasha.
Leïla no respondió. Se contentó con exhalar una nube de humo. Por un breve instante, volvió a ser el fierabrás del Johnny’s. Una expresión de ferocidad parecía afilarle el rostro. Sus ojos rodeados de sombra semejaban dos cráteres a punto de escupir fuego.
—¿Quién eres?
—Una víctima de esta historia. Como Medina. Como tú.
—No somos víctimas.
—Tú puedes ser lo que te venga en gana, pero dame la información que necesito.
—¿Por qué tendría que hablar?
—Por Medina.
—Desapareció hace tres meses.
—Si respondes a mis preguntas, te diré qué le ocurrió.
Una nueva mirada en la que se medían la cólera y el miedo. Temblaba envuelta en su abrigo de cuello de piel. Apagó el cigarrillo en el cenicero y encendió otro. Su encendedor era de laca china espolvoreada de oro. Chaplain sintió que se trataba de un trofeo, como el bolso Birkin de Sasha. En París, las mujeres son guerreras. Exhiben su botín como los cheyenes se colgaban las cabelleras a la cintura.
De repente, Leïla le dio al contacto y ajustó la calefacción a la máxima potencia.
—¡Qué frío hace en este coche! ¿Por dónde íbamos?
—La web de Sasha. ¿Quién os habló de ella?
—Un cliente de Medina. Un pijeras que se alojaba en un hotel del Distrito VIII.
—¿El Theodor?
—No, en otro. Ya no me acuerdo.
—¿Cuándo fue eso?
—Hará cosa de un año.
—¿Qué os propuso?
—Cazar pardillos.
—Explícamelo para que lo entienda.
—Teníamos que participar en speed datings e identificar a los tíos que correspondieran a las indicaciones.
Una vez eliminado lo improbable, ¿qué queda? Lo imposible.
«Un casting para reclutar conejillos de Indias».
—¿Cuáles eran las indicaciones?
—El tipo tenía que ser un colgado, absolutamente solo, sin ninguna relación en París. También tenía que ser frágil, poco seguro de sí mismo. Y, a ser posible, que no tuviera la cabeza muy clara. —Se rió entre una calada y otra—. Vamos, un perla.
Todo concordaba. ¿Cómo localizar a hombres solos, sin vínculos, neuróticos y vulnerables en París? Buscando entre los seres solitarios que andaban tras un alma gemela. El speed dating era perfecto. Permitía a la vez localizar a las presas, conocerlas mejor y conducirlas a una trampa mediante criaturas como Leïla, Medina o Feliz. Un procedimiento tan viejo como el mundo.
A pesar de la calefacción, Leïla seguía temblando. La conquistadora acorazada del Johnny’s quedaba lejos. Sus hombros, su pecho y su silueta parecían haberse reducido a la mitad. La joven aparentaba ahora su aspecto real. Una chica de los suburbios atiborrada de reality shows de la televisión, dopada con la prensa del corazón y cuyos sueños no excedían las dimensiones de la sala VIP de una discoteca de moda. Una morita que había comprendido que solo tenía un arma para lograr ese objetivo, pero que había que actuar deprisa.
—¿Te entrevistaste con los hombres del proyecto?
—Sí, claro.
—¿Cómo eran?
Sus ventanas nasales se dilataron y de ellas salió humo.
—A veces, parecían guardaespaldas. Otras, profesores. En general, tenían sobre todo pinta de polis.
—¿Os dijeron para qué servía ese… casting?
—Buscan gente para probar medicamentos. Cosas para el coco. Nos explicaron que los experimentos con humanos siempre han existido. Que es la etapa siguiente a los experimentos con animales. —Soltó una risotada lúgubre—. Decían que nosotras estábamos entre los animales y los humanos. No sé si era un cumplido.
—¿Precisaron que era peligroso?
Chaplain insistió:
—¿Os dijeron que sus productos jodían el cerebro? ¿Que a los conejillos de Indias no se les informaba del experimento al que se les sometía?
Leïla lo miró con ojos horrorizados. Chaplain se aclaró la voz y trató de serenarse. Con un gesto seco, abrió la ventanilla; el aire era irrespirable.
—¿No te dio miedo meterte en eso? ¿Que pudiera ser ilegal o peligroso?
—Ya te digo que los tipos tenían pinta de polis.
—Podía ser incluso más peligroso.
Leïla no respondió. Algo no encajaba. No había razón para que esas putillas no se hubieran asustado ante esa propuesta con visos de conspiración.
La magrebí dejó caer la nuca contra el reposacabezas y exhaló un nuevo hilillo de humo rectilíneo.
—Fue por Medina. Ella nos convenció. Nos dijo que nos sacaríamos una pasta gansa y que ni siquiera tendríamos que tener relaciones sexuales. Que había que coger el dinero de allí donde había. Que teníamos que ser más fuertes que el sistema. Gilipolleces.
—¿Cuántas os dedicáis a ese trabajo?
—No lo sé exactamente. Cuatro o cinco… Que yo sepa.
—Concretamente, ¿cómo funciona?
—Vamos a los speed datings de Sasha y los peinamos.
—¿Por qué a ese club en concreto?
—Ni idea.
—Continúa.
—Cuando encontramos a un tipo que tiene «potencial», le pedimos el número de teléfono. Volvemos a verlo una o dos veces. Y punto.
—¿Sois vosotras quienes elegís a los… tipos?
—No. Ellos lo hacen.
—Ellos, ¿quiénes?
—Los que nos pagan. Los polis.
—¿Cómo pueden elegir en tiempo real?
Leïla dibujó una sonrisa ambigua. A pesar del miedo, el recuerdo la divertía. El humo salía de sus labios oscuros. En el coche ya no se veía nada.
—Llevamos un micro encima. Un micro y un auricular, como en la tele. Hacemos las preguntas que nos han dado y ellos seleccionan, a través del auricular.
Chaplain imaginaba a los actores en la sombra. Psicólogos, neurólogos y militares. Siete minutos para determinar un perfil. Era poco, pero ya era un principio. Suficiente para darles luz verde a las chicas.
De repente, una idea le hizo dar un brinco. Agarró a Leïla, le apartó el cabello y le abrió el escote. Observó su piel bronceada: no había micro, ningún sistema de escucha digital.
—Pero ¿tú de qué vas?
Chaplain la soltó. Ella sacó otro cigarrillo y refunfuñó.
—¡Estoy limpia, coño!
Vagamente aliviado, él prosiguió:
—Explícame qué pasa una vez que habéis identificado al tipo.
—Ya te lo he dicho. Volvemos a verlos una o dos veces, en lugares decididos previamente. Estamos vigiladas. Nos fotografían. Nos filman. —Se rió—. Como a las estrellas de verdad.
—¿Y luego?
—Eso es todo. Después de esas citas, ya no volvemos a ver al chiflado. Cobramos la pasta y a por el siguiente.
—¿Cuánto?
—Tres mil euros por inscribirnos en Sasha. Tres mil euros por tío identificado.
—¿Nunca os habéis preguntado qué les pasaba a esos pobres tipos?
—Mira, primo, voy a lo mío desde que nací, así que no voy a darles muchas vueltas a unos tiparracos a los que he visto tres veces en mi vida y que solo pensaban en follarme.
—¿Cómo están las cosas ahora?
—Ahora no hay nada. Todas esas chuminadas se han acabado.
—¿Desde cuándo?
—Hará uno o dos meses. De todas formas, no quería volver a hacerlo.
—¿Por qué?
—Es demasiado peligroso.
—¿Peligroso en qué sentido?
—Han desaparecido chicas.
—¿Como Medina?
Leïla no respondió. El humo saturaba el silencio. La tensión iba en aumento y parecía que todo iba a saltar por los aires.
Por fin, Leïla preguntó sin mirarle; le temblaban los labios.
—¿Qué le ha ocurrido?
Chaplain no dijo palabra. Leïla recuperó la cólera.
—¡Me lo has prometido, cabrón! ¡Era el trato!
—Está muerta —dijo echándose un farol.
La joven se acurrucó aún más en su asiento. La piel de la tapicería rechinó. No manifestaba sorpresa, pero las palabras de Chaplain materializaban lo que sin duda se negaba a imaginar desde hacía varias semanas. Otro cigarrillo.
—¿Cómo…?
—No tengo los detalles. La asesinaron los que os hacían los encargos.
Leïla exhaló un suspiro azulado. Toda ella era presa de temblores de miedo.
—Pero… ¿por qué?
—Lo sabes igual que yo. Habló demasiado.
—¿Como yo en este momento?
—No temas nada, tú y yo estamos en el mismo barco.
—También le dijiste eso a Medina y ya ves el resultado.
—¿Qué dices?
—¿Crees que no te he reconocido, Nono de los cojones? Medina me enseñó fotos. Te aviso: ¡a mí no me vas a engatusar como a ella!
—Cuéntame.
—¿Cómo que «Cuéntame»? Te toca a ti hablar.
—He perdido la memoria.
Nueva mirada, esta vez indecisa. Leïla trataba de descubrir la verdad en la mirada de Chaplain. Cuando retomó la palabra, lo hizo en voz baja. Su timbre afilado se había vuelto romo.
—Medina te conoció en el club de Sasha y enseguida se quedó colgada de ti. No sé por qué.
—¿No te gusto? —sonrió Chaplain.
—Contigo debe de ser la posición del misionero, una oración y a dormir.
Su sonrisa se hizo más amplia. Su disfraz de vacilón no engañaba a nadie. ¿Desde cuándo no había hecho el amor? Tampoco tenía recuerdo alguno en ese terreno.
—¿Y los tipos de los auriculares? ¿No me eligieron?
Leïla murmuró con una voz casi inaudible:
—Si lo hubieran hecho no estarías aquí jugando a ser Jack Bauer.
Él ordenó sus ideas. Arnaud Chaplain no fue seleccionado. Pero ya había sido escogido una vez, al pasar el casting con Feliz. ¿Cómo se llamaba entonces?
—Continúa.
—La liaste. La convenciste de que declarara contra no sé quién y en nombre de no sé qué.
—¿Declarar?
—Estabas investigando. Querías denunciar aquel montaje. Ibas de «deshacedor de entuertos». Le dije a Medina: «Ya tienes un pie en la mierda, no metas el otro». Pero no hubo manera de convencerla. Esas historia de lucha y combate la hacían flipar.
—¿En qué época fue?
—En junio pasado.
En agosto, Medina dejó su mensaje presa del pánico: «Esto empieza a dar miedo. Yo flipo». Nono llegó demasiado tarde. Habían jugado con fuego y la joven había pagado muy cara su temeridad.
Su convicción se reafirmó: había vivido exactamente la misma aventura con Anne-Marie Straub, alias Feliz. Otra mujer a la que había seducido y convencido de que declarara. Anne-Marie Straub había sido asesinada, sin duda ahorcada. ¿Cómo había muerto Medina?
—¿Te dice algo el nombre de Feliz?
—No. ¿Quién es?
—Una chica que no tuvo suerte.
—¿Se cruzó en tu camino?
Chaplain no respondió.
—¿Recuerdas a los hombres que identificaste?
—No.
Leïla mentía, pero no insistió. Pensó en las presas de Medina. No había tenido tiempo de leer su ficha, pero llevaba en el bolsillo la memoria USB.
—¿Cuántos fueron?
—Cinco o seis, me parece.
En la actualidad, por una razón desconocida, Mêtis había interrumpido su programa. Había llegado la hora de hacer limpieza y eliminaban a los conejillos de Indias. También a las chicas que habían hablado demasiado. Quedaban los asesinatos mitológicos. ¿Cómo encajaban en esa reacción en cadena?
—Me has dicho que se había interrumpido el programa. ¿Cómo lo sabes?
—Ya no llaman. No hay ningún contacto.
—¿Sabes cómo localizarlos?
Farfulló con una voz ronca por el tabaco:
—No. Y si lo supiera no lo diría. Esta historia apesta y no quiero acabar como Medina. Y ahora, ¿qué hacemos?
La pregunta le sorprendió. Chaplain comprendió que Leïla, a pesar de sus tacones y su labia, necesitaba ayuda y consejo. Pero él era quien menos podía ayudarla.
Le había traído mala suerte a Feliz.
Le había traído mala suerte a Medina.
No iba a traérsela a Leïla.
Agarró la manecilla de la puerta y ordenó:
—Olvídame. Olvida a Medina. Olvida a Sasha. ¿De dónde eres?
—De Nanterre.
—Pues vuelve allí.
—¿Para que me quemen el coche?
Chaplain sonrió. Le embargó una sensación de impotencia. El destino de Leïla no tenía alternativa.
—Cuídate.
Ella tendió el cigarrillo como un arma potencial.
—Tú también cuídate. Medina decía que fuera lo que fuese lo que te sucediera con esos tipos, no sería peor que lo que ya habías vivido.
—¿Qué he vivido?
Leïla murmuró, con una voz casi inaudible:
—No lo sé exactamente. Decía que llevabas la muerte dentro de ti. Que eras un zombi.