El primer número, el de Philippe Desprès, alias Rodrigo, ya no existía.
El segundo, el de Sylvain Durieu, alias Sandokan, respondió al cabo de cuatro tonos.
—¿Señor Durieu?
—Al habla.
—Le llamo respecto a Anne-Marie Straub.
—¿Quién?
—Feliz.
Un breve silencio y luego:
—¿Quién es usted?
Improvisó sobre la marcha:
—Soy oficial de la policía judicial.
El hombre inspiró profundamente y habló con voz firme:
—No quiero líos. No quiero saber qué ha hecho. No quiero volver a oír hablar de ella nunca más.
—¿Sabía que ha desaparecido?
—¡Hace un año y medio que no la he visto! Al cabo de tres citas, me plantó sin darme ninguna explicación. Nunca más he tenido noticias de ella.
—¿Cuándo la vio por primera vez?
—Si quiere interrogarme, cíteme en comisaría.
Durieu colgó. Chaplain bebió un sorbo de café. Se había refugiado en una cafetería del boulevard Saint-Germain. Bancos de escay. Lámparas de techo amarillentas. Ruidos lejanos: el local estaba prácticamente desierto.
Siguiente número.
Dos tonos y luego una voz de mujer.
—¿Diga?
Chaplain no se había preparado para esa eventualidad. Miró el cuaderno y leyó el nombre del elegido número tres.
—Por favor, ¿está Christian Miossens?
—¿Es una broma?
Acababa de cometer un error, pero no adivinaba cuál. Tenía que ganar tiempo. Repitió en voz alta el número que acababa de marcar.
—Es el número de Christian —dijo la mujer, menos agresiva.
Chaplain se aclaró la voz.
—Me he expresado mal. La llamo con respecto al señor Miossens y…
—¿Quién es usted?
Se presentó de nuevo como oficial de la policía judicial y evitó dar su propio nombre.
—¿Hay alguna novedad?
La inflexión había cambiado. Después de la irritación, la esperanza.
—Quizá —aventuró.
—¿Qué?
Chaplain inspiró. Avanzaba a ciegas, pero ya empezaba a acostumbrarse a ello.
—Discúlpeme, pero ¿puede decirme primero quién es usted?
—Soy Nathalie Forestier, su hermana.
Reflexionó a mil revoluciones por segundo. Si la hermana de Miossens respondía a su móvil, eso significaba que estaba muerto, enfermo o desaparecido. La pregunta «¿Hay alguna novedad?» a un policía excluía la enfermedad.
Se aclaró de nuevo la voz y adoptó su tono especial de investigador.
—Quisiera repasar con usted algunos hechos.
—Señor… —Ahora la voz parecía agotada—. Ya he explicado eso tantas veces…
—Señora —dijo descendiendo unas notas para darse más autoridad—, me han puesto a cargo de este caso para profundizar en algunos puntos. Tengo que interrogar a todos los testigos importantes.
Aquello no se sostenía: acababa de marcar el número de un muerto o de un desaparecido, pero la mujer no se dio cuenta.
—¿Tienen nuevos elementos o no? —preguntó ella.
—Responda primero a mis preguntas.
—¿Me va a… citar de nuevo?
—Desgraciadamente, sí. Pero de momento quisiera simplemente repasar con usted algunos aspectos, por teléfono.
—Le escucho —capituló ella, con voz apagada.
Chaplain titubeaba. Empezó a hablar de la manera más vaga posible.
—¿Cómo supo lo de su hermano?
—¿La primera o la segunda vez?
No se puede morir dos veces. Así que Christian Miossens había desaparecido. «Dos veces».
—Vayamos por orden y hábleme de la primera vez.
—Me llamó la policía. Los empleados de Christian los habían telefoneado. No tenían ninguna noticia de él desde hacía dos semanas. Mi hermano no les había avisado ni había enviado la baja médica. No era su estilo.
—¿Cuándo la llamaron, exactamente?
—El 10 de julio de 2008. Lo recuerdo muy bien.
Chaplain tomaba notas y cotejaba sus apuntes. Miossens se encontró por primera vez con Anne-Marie Straub el 23 de mayo de 2008. Menos de dos meses después, desapareció. ¿Había una relación de causa y efecto?
—¿No se había dado cuenta usted de su desaparición?
—¿No ha leído mi declaración?
—No. Prefiero estar libre de cualquier prejuicio antes de interrogar a los testigos.
—Vaya método tan extraño.
—Así trabajo. ¿Por qué no se percató usted de la desaparición de su hermano?
—Porque no nos hablamos desde hace doce años.
—¿Por qué razón?
—Una historia estúpida de una herencia. Un estudio en París. Realmente, una bobada…
—¿Sus allegados no advirtieron su desaparición?
—Christian no tenía allegados.
Su voz se desgarró.
—Estaba completamente solo, ¿lo entiende? Se pasaba la vida en internet, en los portales de contactos. Lo supimos más tarde. Se citaba con mujeres, con… profesionales, con cualquiera…
Chaplain tenía que asimilar cada información y tratar de encajarla en el rompecabezas. Nathalie Forestier había mencionado dos desapariciones.
—¿Cuándo lo encontraron?
—En septiembre. En realidad, la policía le encontró a finales de agosto, pero no me llamaron hasta mediados de septiembre.
—¿Por qué tardaron tanto en ponerse en contacto con usted?
Nathalie hizo una pausa. Parecía más sorprendida cada vez por las lagunas de su interlocutor.
—Porque Christian decía llamarse David Longuet. No recordaba en absoluto su identidad.
Un giro que no había previsto. Christian Miossens, el elegido de Feliz, había protagonizado una fuga psíquica. Era un viajero sin equipaje.
—¿Dónde lo hallaron?
—Lo recogieron junto con otros indigentes a finales de agosto, en Paris-Plage. Amnésico. Primero lo enviaron a la enfermería psiquiátrica de la prefectura de París, lo que ustedes llaman el I3P.
—Es el procedimiento habitual.
—Luego fue trasladado a Sainte-Anne.
—¿Recuerda el nombre del psiquiatra que lo trató?
—¿Está usted de broma? Christian permaneció más de un mes hospitalizado allí. Fui a verle cada día. El médico se llama François Kubiela.
Anotó el nombre. Era prioritario interrogarlo.
—¿En qué servicio trabaja?
—En la CMME, la Clínica de Enfermedades Mentales y del Encéfalo. Es un hombre encantador y comprensivo. Parecía conocer muy bien ese tipo de trastornos.
—¿Kubiela le explicó qué padecía Christian?
—Me habló de fugas psíquicas, de huidas de la realidad mediante la amnesia y ese tipo de fenómenos. Me explicó que trabajaba en otro caso, un paciente de Lorient al que había hecho venir a su servicio, en París.
Chaplain subrayó tres veces el nombre de Kubiela. Un experto. Tenía que hablar con él imperativamente. El hombre estaría sujeto al secreto médico, pero…
—Kubiela parecía… desconcertado —prosiguió Nathalie—. En su opinión, ese síndrome es muy raro. De hecho, hasta ahora nunca había habido casos en Francia. Decía, bromeando: «Es una especialidad americana».
—¿Cómo curó a su hermano?
—No lo sé exactamente. Pero estoy segura de que hizo todo lo posible por despertar su memoria. Sin resultado alguno.
—¿Cómo consiguió llegar hasta usted?
—No sabe usted nada, la verdad.
Agradeció mentalmente que esa mujer no le hubiera colgado ya el teléfono. Su ignorancia era como un insulto.
—Christian fue identificado gracias a sus huellas dactilares —continuó—. El año anterior fue detenido por conducir borracho y la policía poseía sus huellas. No sé por qué, la comprobación llevó más de quince días.
—¿Qué sucedió luego?
—Me confiaron a Christian. El doctor Kubiela era bastante pesimista respecto a sus posibilidades de curación.
—¿Y después?
—Christian se instaló en casa. Vivo con mi marido y mis hijos en una casa en Sèvres. No era muy práctico.
—En ese momento, ¿seguía creyendo llamarse David Longuet?
—Sí, era… espantoso.
—¿No tenía ningún recuerdo de usted?
Nathalie Forestier no respondió. Chaplain identificó aquel silencio. Estaba llorando.
—¿Vivió así, con su familia? —dijo unos segundos después.
—Huyó al cabo de un mes y después de eso…
Nuevo silencio. Más sollozos.
—Encontraron su cadáver al pie de una fábrica de materiales de construcción, en el muelle Marcel Boyer, en Ivry-sur-Seine. Había sido mutilado de una manera atroz.
Chaplain escribía. Le temblaba la mano y, a la vez, estaba firme. Por fin penetraba en el terreno del conocimiento.
—Disculpe que le haga esta pregunta, pero ¿cuáles eran esas mutilaciones?
—Podría consultar el informe de la autopsia, ¿no le parece?
Insistió, pero con una voz extremadamente dulce.
—Por favor, responda a esa pregunta.
—Ya no lo recuerdo exactamente. No quise saber. Tenía… Creo que tenía la cara partida en dos, verticalmente.
Christian Miossens, alias Gentil-Michel, alias David Longuet, era, pues, uno de los implantados. Como Patrick Bonfils. «Como yo mismo». Anaïs Chatelet llevaba razón. El implante instilaba la molécula del «viajero sin equipaje». Un aparato específico que los asesinos tenían que recuperar sin falta cada vez.
—Mire —dijo súbitamente Nathalie—, ya estoy harta de sus preguntas. Si quiere interrogarme, cíteme en comisaría. Pero, sobre todo, si sabe algo nuevo, ¡dígamelo!
Chaplain farfulló una respuesta que daba a entender que unos indicios inéditos permitían retomar la investigación. A la vez, no quería dar falsas esperanzas a esa mujer. El resultado de ese compromiso fue un magma ininteligible.
—Tenemos su dirección —concluyó en tono de atestado—. Mañana mismo le enviaremos la citación. Le diré más en comisaría.
Pagó y salió, en plena noche, en busca de un taxi. Se dirigió hacia el Sena y tomó el muelle de la Tournelle. La acera estaba desierta. Solo circulaban por la calzada vehículos cuyos conductores parecían tener prisa por regresar a sus casas. Hacía frío. Estaba muy oscuro. La silueta de la catedral de Notre-Dame parecía muy pesada en esa noche helada y sin salida. A él también le hubiera gustado volver a casa, pero tenía que aprovechar esa nueva noche de investigación.
Christian Miossens, alias David Longuet.
Patrick Bonfils, alias Pascal Mischell.
Mathias Freire, alias…
Tres conejillos de Indias de un experimento.
Tres viajeros sin equipaje.
Tres hombres a los que había que matar.
¿Qué papel podían haber desempeñado Anne-Marie Straub o Medina en ese plan? ¿Ojeadoras? ¿Cazadoras de presas solitarias?
La hipótesis podía encajar en el caso de Christian Miossens, pero no en el de Patrick Bonfils, pescador arruinado de la Costa Vasca. ¿Y en su propio caso? ¿Aquel que había sido antes de Arnaud Chaplain frecuentaba el club de Sasha? ¿Le había cazado Feliz? No había hallado rastro de su cara entre las «víctimas» de la amazona…
Un taxi se detuvo y dejó a su pasajero a veinte metros delante de él, en la esquina de la rue des Grands-Augustins. Corrió y se metió en el taxi, muerto de frío.
—¿Adónde vamos?
Miró su reloj. Era más de medianoche. La hora ideal para ir a ligar.
—Al Johnny’s, en la rue Clément-Marot.