Tuvo que aguardar casi diez minutos frente al número 15 de la rue de Pontoise hasta que se abrió la puerta cochera al salir uno de los inquilinos. Chaplain entró, temblando de frío, pero se topó con otra reja equipada con otro código de seguridad. No había manera de llegar a los edificios.
—Mierda —murmuró, falto de imaginación.
«Seguir esperando». A través de los barrotes, observó el patio adoquinado, decorado con macizos de plantas que resistían el invierno. Las fachadas de los edificios eran sobrias. Unas cornisas rectilíneas, sin ornamentos. Balcones de hierro forjado. Retrocedió en el tiempo. Aquellas construcciones debían de ser del siglo XVII o XVIII. A pesar de su enojo, sentía la intensa belleza del lugar. Los adoquines, las fachadas, la vegetación, todo era de un gris brillante, lunar, que evocaba un cuadro retocado con pinceladas de mercurio.
El portal de la calle se abrió. Un visitante. El hombre, con el cuello alzado, lo miró con recelo y acto seguido pulsó el interfono. La reja se abrió. Chaplain se precipitó detrás de él, ignorando su mirada hostil. Según los buzones, Véronique Artois vivía en el edificio B, en el tercer piso.
Una escalera estrecha, con baldosas hexagonales en el suelo y una puerta torcida. Chaplain tenía la impresión de ir a visitar al mismísimo Voltaire. Llamó por prudencia, aguardó y luego hizo girar la llave silenciosamente.
Una vez en el interior, miró la hora. Desde que se había marchado del Vega, habían transcurrido cuarenta minutos. Las veladas de Sasha siempre se desarrollaban siguiendo el mismo ritual: siete veces siete minutos eran cuarenta y nueve minutos, más los preámbulos y la recogida de los papeles al finalizar la sesión, en los que cada uno había anotado los números de los candidatos que le interesaban. A eso había que añadir el tiempo del trayecto de regreso de la antillana. En total, un par de horas.
Así que le quedaba más o menos una hora para registrar.
A primera vista, se trataba de un pequeño apartamento de dos o tres habitaciones renovado superficialmente. Allí también había baldosas hexagonales. Paredes abolladas pintadas de blanco. Vigas en el techo. El lugar se parecía a la Sasha que imaginaba. Una soltera de unos cuarenta años que se había sumado a la moda del speed dating desde la década de 2000 y se ganaba más o menos la vida gracias a su club, sin más.
Estaba seguro de que no tenía ningún despacho. Debía de organizar las veladas desde su domicilio, a través de internet, para reducir los costes. Después de un estrecho vestíbulo, descubrió un salón decorado al estilo marroquí. Lámparas de cobre. Paredes de color rosa y mandarina. Junto a una ventana, una tumbona cubierta de cojines le produjo tristeza. El refugio de una mujer sola, que se acurruca allí para leer a solas, con el corazón encogido y el alma afligida. No le hubiera sorprendido hallar en aquella bombonera un gato o un perrito de lanas miniatura, pero no había mascotas a la vista.
Pasó al dormitorio. Unas celosías de madera y nácar servían de biombo. Una cama en el centro, de color granadina, parecía aguardar una lluvia de pétalos de rosa. Pero el lugar reservaba una sorpresa: en la pared del fondo, Sasha había colgado todos los retratos de los miembros de su club y había creado con ellos una especie de organigrama fotográfico gigante.
Al observarlo con mayor detalle, descubrió que Sasha había dibujado con rotulador rayas, flechas y líneas de puntos entre todas esas cabezas. Sasha vigilaba las relaciones originadas en sus citas como un almirante dirige su flota sobre un diorama. Al contemplar esos rostros con sonrisa de circunstancias, le pareció que había una única palabra que esas bocas mudas gritaban: soledad. Más aún, esas figuras de solteros dibujaban los rasgos de la propia Sasha. Su gran boca gritaba todavía más fuerte: ¡Soledad!
Dejó volar la imaginación. Sasha viviendo indirectamente a través de las citas que organizaba. Sasha vigilando, espiando y manipulando a cada uno de los miembros. Sasha masturbándose sobre su cama frente a su pared constelada de rostros, de lazos sexuales implícitos, prisionera de sus fantasmas, de su existencia vacía, de esa galaxia que ella iniciaba pero de la que nunca saboreaba el calor.
Sasha debía de consignar en algún lugar, con precisión, los vínculos de los miembros de su club. Sobre un pequeño escritorio, apoyado contra la pared, vio un Macintosh portátil. Se instaló y lo encendió. No tenía contraseña de seguridad. Sasha se hallaba allí en su casa, en su reino. No desconfiaba.
Con un clic, abrió la carpeta Sasha y los iconos desfilaron. Abrió el documento consagrado a los miembros. Había dos ordenaciones alfabéticas, por alias y por apellidos. Chaplain eligió los alias. Luego había dos secciones: masculina y femenina. Entró en la de las mujeres e hizo desfilar las fotos digitalizadas; cada una de ellas tenía asociada una ficha de información personal: origen, situación familiar, profesión, ingresos, gustos musicales, esperanzas, etc. Sasha organizaba sus veladas por afinidades.
Entre aquellas caras había algunas que destacaban notoriamente. La regularidad de sus rasgos y la intensidad de sus miradas pertenecían a otro registro: eran unas bombas. Se preguntó si esas chicas existían realmente. En los portales de encuentros es frecuente que añadan señuelos para atraer a la clientela…
O bien se trataba de las putas de lujo de las que había hablado Sophie Barak. Unas profesionales que nada tenían que hacer en aquel club y a las que seguro que Sasha no pagaba. ¿Quién las remuneraba? ¿Y por qué? Las chicas se habían creado una imagen natural, sin maquillaje ni signos de ostentación, pero su belleza perduraba, soberana y palpitante.
Anotó los alias. Chloë. Judith. Aqua-84… Luego dio con Medina. Se había recogido el pelo hacia atrás. Había borrado su mohín sensual. Medina adoptaba un perfil bajo, pero su fuerza de seducción seguía resplandeciendo. No era posible que pudiera pasar desapercibida en las veladas de Sasha.
Descubrió también a Leïla. Una joven marroquí de cabello ondulado, labios oscuros y ojos negros. También había adoptado un aspecto modesto, sin maquillaje y sin joyas. Una camisa beis, de corte sencillo. Sin embargo, sus ojeras, unos auténticos destellos de tinta, conferían a sus pupilas una luminosidad de cuarzo. A todas luces, aquellas chicas sobrenaturales deseaban fundirse en la masa. ¿Qué buscaban?
De repente, algo ocurrió. Chaplain volvió hacia atrás e hizo pasar las fotos más despacio. Había reconocido otro rostro. Ovalado, muy pálido, enmarcado por cabellos oscuros y tan lisos que parecían dos retales de seda negra. Los ojos claros centelleaban como cirios y evocaban una ceremonia religiosa y perfumes de incienso. Un rostro angelical, dulce como una plegaria y violento como una revelación.
Chaplain leyó el alias del ángel y todo empezó a temblar delante de sus ojos.
«Feliz». En español.
Era la palabra que había oído en su sueño, el de la sombra y la pared blanca. Nunca se había detenido a pensar en el significado de aquella palabra en español. Feliz. Conocía aquel rostro. Aún oía la voz del sueño, susurrante, dotada de una calidez y de una esperanza votiva. Ahora sabía que esa voz era «su voz».
Al clicar sobre la foto, se accedía directamente a la ficha de información de la candidata. Cuando vio aparecer en pantalla su verdadero nombre, Chaplain empezó a mover la cabeza para negarlo (era increíble, una locura) y luego contuvo un gemido. La máquina de la verdad se había puesto en marcha, y ya no había vuelta atrás.
Feliz se llamaba Anne-Marie Straub.
Ahora la reconocía. En su recuerdo, los rasgos de la mujer siempre estaban estirados hacia un lado, alterados por la cuerda que le había roto las vértebras. Pero era ella efectivamente. La muerta. La ahorcada. El fantasma de sus sueños. «Anne-Marie Straub». La única mujer a la que creía haber amado no era la paciente de un hospital psiquiátrico. Era en verdad una puta de lujo a la que sin duda había conocido en las veladas de Sasha. Una predadora a la que habían pagado para participar en esas citas. Sus recuerdos (las noches de amor en la celda de Anne-Marie, la locura de su amante, su silueta ahorcada con su cinturón encima de él) eran distorsiones y alucinaciones. Hasta ese momento no contaba con gran cosa. Y esa poca cosa acababa de volar hecha pedazos.
Chaplain cerró los ojos y buscó en el fondo de sí mismo algún resto de sangre fría. Cuando se sintió más dueño de sí mismo, abrió los párpados y leyó la ficha. Feliz se inscribió en marzo de 2008. Vivía en el Distrito II de París, en la rue de Lancry. Tenía veintisiete años. No había respondido a las demás preguntas. No figuraban la profesión, los ingresos, las aficiones, el ocio… Sasha no debió de insistir. No era cuestión de poner trabas a semejante candidata.
Observó que Anne-Marie Straub no renovó la inscripción al año siguiente. Chaplain intentó reconstruir la cronología. Había un hecho que no cuadraba. Frecuentó el club de marzo de 2008 a febrero de 2009. Y en esa época, Nono aún no existía. Según Yussef, él apareció en marzo de 2009. ¿Dónde había conocido entonces a Anne-Marie Straub? ¿En qué vida?
Una hipótesis. La conoció en 2008, cuando él mismo era otro personaje, ya inscrito en Sasha con otro nombre. Otro clic y accedió al historial de los encuentros de Feliz. Las veladas en las que había participado, los nombres de los pretendientes de los que había pedido el número de teléfono. Si llevaba razón, él se hallaba en esa lista.
Feliz había participado en más de cuarenta datings hasta diciembre de 2008. Y, en total, solo había pedido doce números de teléfono. Nuevo clic. Desfilaron los alias. Ninguno le despertaba el menor eco. Abrió la ficha de cada alias, en la que figuraba la foto. Su rostro no aparecía en ninguna.
Probó entonces con los flechazos de Feliz. El 21 de marzo de 2008, pidió el número de teléfono de Rodrigo. En la vida real, Philippe Desprès, cuarenta y tres años, divorciado, sin hijos. El 15 de abril se interesó por Sandokan, llamado realmente Sylvain Durieu, cincuenta y un años, viudo. El 23 de mayo de 2008, contactó con Gentil-Michel, alias de Christian Miossens, treinta y nueve años, soltero. El 5 de junio de 2008, Alex-244, que se llamaba Patrick Serena, cuarenta y un años, soltero…
La lista seguía así, con nombres y alias sin originalidad alguna. ¿Qué era lo que había atraído a Feliz de esos hombres? Era una profesional. Una mujer de una belleza sobrenatural habituada a vender sus encantos. Un ser cínico cuya apariencia se había convertido en un arma. ¿Qué buscaba entre esos pelagatos?
Las once menos cuarto. Sasha no tardaría. Anotó los datos de las presas en el cuaderno que conservaba en su bolsillo y luego sacó la memoria USB que había comprado aquella tarde. Copió las carpetas y dejó todo en su sitio.
Al cruzar la puerta, se dijo que su búsqueda en los ficheros no había terminado. No había leído su propia ficha: Arnaud Chaplain, alias Nono, período 2009. Tampoco había visto nada acerca de Medina. ¿La había conocido en las citas de Sasha? ¿Había vivido dos veces la misma historia, con dos putas diferentes? La voz de Medina: «Esto empieza a dar miedo. Yo flipo». ¿Estaba muerta Medina? ¿Y Feliz? ¿Realmente había acabado ahorcada?