Chaplain esperaba un palacio tallado en piedra y mármol, pero el Theodor era un pequeño edificio apartado, de estilo art déco, en un pasaje perpendicular a la rue d’Artois. Al aproximarse, adivinó que las dimensiones reducidas del inmueble, su situación y su aparente modestia eran las marcas de un lujo mayor aún que el ofrecido por los titanes célebres, como el George V o el Plaza Athénée.
Atravesó un patio de gravilla hasta una puerta bajo una marquesina. No había portero, ni rótulo, ni enseña: discreción absoluta. En el interior, un vestíbulo artesonado de madera oscura. Al fondo, un salón con sillones alrededor de una chimenea donde crepitaba el fuego. El mostrador de la recepción parecía una escultura de madera minimalista. Unas orquídeas blancas se estiraban en unos jarrones largos de formas lánguidas.
—¿Puedo ayudarle, caballero?
—Tengo una cita con la señora Sophie Barak.
El hombre (lucía una especie de traje chino con cuello mao, de seda índigo) descolgó un teléfono y murmuró unas palabras. Chaplain se aproximó al mostrador.
—Dígale que soy Nono. Nono, de parte de Yussef.
El recepcionista alzó una ceja, circunspecto. Repitió las palabras con evidente desagrado y escuchó atentamente la respuesta, mientras observaba de reojo a Chaplain.
Colgó y anunció con desgana:
—La señora Barak le espera. Segunda planta. Suite 212.
Chaplain tomó el ascensor y atravesó la misma atmósfera zen, a base de luces tamizadas, paredes oscuras y orquídeas blancas. Semejante decoración podía calmar los nervios o dar ganas de gritar. Chaplain rechazaba cualquier sensación. Conservaba sus fuerzas para la misteriosa libanesa.
Salió del ascensor y se encaminó a la suite. Al final del pasillo, tres mujeres de carnes generosas cotorreaban como loros demasiado cebados. Se besaban, se acariciaban los hombros y reían muy fuerte. Rondaban los cincuenta años y vestían trajes chaqueta de colores vivos, cabello inmóvil por la laca y joyas resplandecientes que lanzaban destellos como fuegos de artificio. Debían de ser unas esposas egipcias o libanesas de juerga en París, o bien exiliadas a la espera de que sus maridos volvieran al poder en su país.
Se aproximó despacio y se inclinó a modo de saludo. La más menuda, que se hallaba en la puerta de la habitación, le dirigió una amplia sonrisa. El fulgor de sus dientes en contraste con su tez oscura recordaba las piezas de marfil incrustadas en las esculturas de mármol negro de la Babilonia antigua.
—Entra, cariño. Estaré contigo enseguida.
Chaplain sonrió para disimular su sorpresa. La familiaridad del tono y el tuteo que daba a entender que ya se conocían. ¿Sería otro fragmento olvidado? Pasó por la puerta y saludó con una señal de cabeza a las dos visitantes de cabellos color miel.
Avanzó a través de la primera estancia y descubrió un ambiente más acorde con la decoración clásica de un hotel de prestigio. Paredes blancas, sofás de color beis, cortinas tornasoladas. Bolsos y maletas Vuitton con el monograma LV reforzaban el espacio en un aparente desorden.
Una de estas, abierta en vertical y tan grande como un armario, contenía vestidos de noche. El equipaje de una exploradora que solo hubiera pisado tierras principescas.
Oyó unas risas a su espalda y luego el ruido de la puerta al cerrarse. Al volverse, Sophie Barak lo fulminaba con la mirada.
—¿Qué haces aquí? ¿Te ha enviado Yussef?
Chaplain digirió el cambio de tono. Primero quería tener la certeza.
—Discúlpeme, pero ¿nos… conocemos?
—Te aviso, nunca trato directamente. Si quieres saltarte a Yussef…
—Busco una información.
—¿Información? —Se rió con una carcajada helada—. Cada vez mejor.
—Estoy preocupado por una amiga.
Sophie titubeó. Algo en la apariencia de Chaplain pareció desestabilizarla. Tal vez su sinceridad. En cualquier caso, no tenía aspecto de policía. Atravesó el salón, abrió un armario, cogió un montón de vestidos y los metió sin miramientos en una bolsa grande. Las perchas de madera entrechocaron. La libanesa estaba a punto de marcharse de viaje.
Chaplain la observó. Tenía la piel morena, una melena negra y brillante, con un peinado acampanado al estilo de los años sesenta. Era menuda, regordeta y tremendamente sensual. Bajo su chaqueta lucía una blusa blanca muy escotada sobre sus senos. El canalillo oscuro que revelaba era aún más violento que su risa. Un verdadero polo magnético.
Ahora se hallaba frente a él, con los puños a las caderas. Le había dado unos segundos para que se regalara la vista. La educación de las reinas.
—¿Cómo se llama tu amiga?
—Medina Malaoui.
Sin responder, ella abrió una puerta y desapareció en la habitación contigua. Sin duda el dormitorio. Chaplain no se atrevía a moverse.
—Ven aquí.
Cruzó la puerta y descubrió una cama inmensa, cubierta de cojines bordados al estilo oriental. Sophie Barak había desaparecido. Echó un vistazo a su alrededor y la descubrió a su derecha, sentada frente a un tocador. Iba a repetir su pregunta, pero en ese momento ella se arrancó la cabellera con un movimiento seco. Sophie Barak era completamente calva.
—No pongas esa cara de imbécil —le dijo ella mirándolo por el espejo—. Cáncer de pecho. Quimio. Radio. Nada excepcional.
Se quitó la chaqueta y a continuación se desabotonó la blusa, sin el menor recato.
—Desde que tengo la enfermedad, ya me da todo igual. Las veladas, el dinero, los clientes. Me da todo igual. Me largo. Mis chicas, que hagan lo que quieran. Y las que no tienen papeles, pues ya regresarán a sus países a parir criaturas y a cuidar de las cabras. Inch’Allah!
Chaplain sonrió. Ella arrojó la blusa sobre una silla y se dio crema en los hombros. El sujetador negro apenas podía contener sus pechos. Su piel oscura dejaba ver los trazos de fucsina, un colorante rojizo utilizado para marcar las zonas de irradiación de la radioterapia.
—¿Qué quieres de Medina, exactamente?
—Lleva desaparecida desde el 29 de agosto. No somos verdaderamente íntimos, pero… Hace ya seis meses. Nunca he vuelto a tener noticias de ella.
Sophie lo miró fijamente con sus ojos negros, quemados con kohl, salidos directamente de Las mil y una noches. Él contemplaba a su vez los dibujos sobre la piel de ella e hizo una extraña amalgama entre aquellas marcas de color ocre y los dibujos con henna. Oriente. El desierto. La muerte.
Ella se levantó por fin y se puso un albornoz blanco que cerró con un cinturón.
—No sé más que tú.
—¿No ha tenido ninguna noticia de ella?
—No.
Desapareció en el baño y abrió el grifo de la bañera. En ese instante, Chaplain descubrió que había otra persona en la habitación. Una mujer menuda y apartada en un rincón, vestida sin la menor elegancia. Consultaba un ordenador detrás de un escritorio. Tenía la humildad y la discreción heredadas de un largo linaje de esclavos. Adivinó. La contable de la empresa Barak. Hacían las maletas y cerraban las cuentas.
Sophie regresó a la habitación y eligió un vestido de seda negra que extendió cuidadosamente sobre la cama. Dio una orden en árabe a la esclava y se arrodilló ante un baúl vertical que contenía pares de zapatos.
—Sea lo que sea lo que haya sucedido —dijo eligiendo un par de escarpines atigrados—, se lo habrá buscado. Si la conoces, lo sabes como yo. Medina es muy burra.
—Sasha: ¿le dice algo?
—¿De qué conoces ese nombre?
—Ella me habló de eso.
Sophie se encogió de hombros y seleccionó, en otro baúl, un cinturón con una hebilla en forma de sigla de plata.
—Es una moda absurda —murmuró.
—¿Una moda?
—Algunas chicas se inscribieron en ese club de mierda la primavera pasada. No lo entiendo. Una red que lo único que permite es conocer a unos perdedores más pelados que las ratas. Una mierda.
—¿Quizá buscaban un marido? ¿Un compañero?
Sophie sonrió con indulgencia.
—Eso no lo había oído yo nunca.
—¿Tiene otra hipótesis?
Dispuso el conjunto de su vestimenta (vestido, zapatos, cinturón) sobre la cama y pareció satisfecha. Se oía caer el agua en la bañera.
—Una hipótesis, no —replicó volviéndose hacia él—. Una certeza. ¿Tú qué crees? ¿Que voy a dejar que mis chicas follen gratis? Investigué por mi cuenta.
—¿Y qué descubrió?
—Cobran.
—¿De quién?
Hizo un gesto vago.
—Lo único que sé es que varias de ellas no han vuelto a aparecer nunca más. Tres veladas en lo de Sasha y se desaparece. Así son las cosas.
Chaplain pensó en los rumores sobre los que le había hablado Lulu 78. ¿Un asesino en serie en el seno de un portal de encuentros? ¿Que solo atacaría a prostitutas de lujo que nada tenían que hacer allí? ¿Trata de blancas? ¿Por qué utilizar un club como Sasha?
—No creo que se resigne tan fácilmente —insistió él.
Ella se le aproximó y le ajustó las solapas de la americana afectuosamente.
—Me caes bien, cariño. Así que escucha mi consejo: sigue tu camino. Hay una manera muy sencilla de evitar los problemas, y consiste en no provocarlos.
Lo acompañó a la puerta. La entrevista había concluido. La pitonisa había hablado.
En la puerta, Chaplain aventuró una última pregunta:
—Y Mêtis, ¿le dice algo?
Nueva sonrisa. De la indulgencia había pasado a la ternura. Adivinó cómo manejaba su mundo Sophie Barak. Con una especie de calor maternal que unía más a los equipos que cualquier amenaza. La violencia, el frío y la brutalidad procedían del exterior. Ella estaba allí para defender a sus chiquillas.
—Si he podido manejar mi negocio durante tanto tiempo es porque me han protegido.
—¿Quién?
—Los que pueden ofrecer protección.
—No lo entiendo.
—Mejor. Pero el sistema funciona en ambos sentidos. Ellos me protegen. Yo los protejo. ¿Lo entiendes?
Pensó en una Madame Claude en versión pastelillos árabes.
—¿Quiere decir que Mêtis tiene algo que ver con el poder?
Ella se besó el índice y lo puso sobre los labios de Chaplain. Ya cerraba la puerta, pero él la retuvo un instante.
—Medina no era la única que frecuentaba Sasha. ¿Puede darme otro nombre?
Ella pareció reflexionar y murmuró:
—Leïla. Una marroquí. Creo que aún anda en esas tonterías. Barak allahu fik!