—Pero ¿qué son esas gilipolleces?
De nuevo, el locutorio. De nuevo, Solinas furioso y haciendo desfilar unas imágenes en su ordenador portátil. Su entrevista con Janusz, filmada por una cámara de seguridad.
—No tengo nada que ver con eso —dijo Anaïs—. Yo…
—Cierra el pico. ¿Eres consciente de que te vas a hundir?
—Te repito que…
Solinas se puso las gafas sobre la cabeza. Los músculos se le agitaban nerviosamente bajo las sienes.
—Cuando me enseñaron esto —comentó con voz apesadumbrada—, creí que estaba alucinando. Ese tipo es un enfermo.
—Está aterrado.
—¿Aterrado? —El policía se rió en tono grave—. Para mí es el hijo de puta más chulo con el que me he cruzado en mi vida. ¿Qué quería?
—Identificar un número de teléfono.
—¿Eso es todo?
—Casi. Si te digo que es inocente y que continúa investigando por su cuenta, sé lo que me vas a responder.
—Si no tiene nada que reprocharse, que se entregue y nosotros haremos nuestro trabajo.
El almuerzo había terminado en el bloque. Por todas partes flotaban olores a comida que engrasaban la piel y saturaban las narices. Desde que estaba encarcelada, Anaïs no había probado la comida. Echó un vistazo a la pantalla del ordenador. Janusz le cogía las manos, era el momento en que le deslizaba el papel entre los dedos. Una maniobra invisible en las imágenes.
—No se fía —murmuró ella.
—¿No? —Bajó de golpe la pantalla—. Yo tampoco me fío. En todo caso, sabemos de qué bando estás.
—¿Seguro?
—Me dijeron que os acostabais. No lo creí. Me equivoqué.
—¿Eres gilipollas? Ese tipo ha corrido unos riesgos inimaginables para…
—Eso es lo que digo yo. En mi mundo, uno solo corre esos riesgos por dos razones. Por la pasta o por echar un polvo.
Anaïs se sonrojó y a la vez sonrió. En el lenguaje ordinario de Solinas, era un cumplido.
—¿Qué te ha dicho sobre esa chica?
—Nada.
—¿No sabía que era una puta?
—¿Medina Malaoui?
—Fichada por nuestro servicios desde 2008. Desaparecida desde septiembre de 2009.
—¿La habéis investigado?
—¿Tú qué crees? Aquí las comunicaciones están vigiladas. Mis hombres han ido a su apartamento. Ya había pasado alguien por allí. Esta misma mañana, según la portera. La descripción corresponde a tu chalado. Así que nosotros y él buscamos lo mismo.
—¿Qué?
—Quizá esto.
Solinas dejó sobre la mesa una carpeta que Anaïs identificó de inmediato. Un expediente de un caso cerrado. Abrió la primera página y dio con unas fotos atroces. Una ahogada, desnuda, con el rostro destrozado, las mandíbulas arrancadas y las falanges cortadas.
—Ese cadáver podría corresponder a esa chica. ¿Te has fijado en las mutilaciones? No te las voy a detallar.
—¿Por qué podría ser Medina?
—Porque la pescaron en el Sena el 7 de septiembre. La altura, el color del cabello y de los ojos coinciden. Es poca cosa, pero, según mis hombres, su apartamento es el de una muerta. Y según nuestras fuentes, desapareció a finales del mes de agosto. Hemos comprobado los archivos de cuerpos sin identificar a partir de esa fecha. Y eso es lo que hemos obtenido. Para mí, es ella.
Anaïs se obligó a observar el cadáver. Las mutilaciones y la corrupción del agua se habían asociado para desfigurarla. En la enorme tumefacción en la que se había convertido la cara, empapada como una esponja, había rastro de mordiscos de peces, así como perforaciones excavadas por los gusanos. Las órbitas oculares, hinchadas, parecían dos bubas. La boca era una herida abierta.
El vientre y las extremidades estaban igualmente hinchados por la inmersión. Las manchas cadavéricas, las heridas y los hematomas se repartían el terreno y daban la impresión de una piel de leopardo que oscilaba entre el amarillo y el azul violáceo. El cadáver parecía a punto de estallar o, al contrario, de desinflarse como un soufflé.
—¿Cuál es la causa de la muerte?
—En todo caso, no murió ahogada. La arrojaron cuando ya estaba muerta. Según el forense, permaneció aproximadamente una semana en el agua. El cuerpo fue arrastrado por la corriente y recibió numerosos golpes. Era imposible decir cuáles fueron infligidos antes o después de la muerte. Una cosa es segura: la ablación de las mandíbulas y de las falanges tenía la intención de ralentizar nuestra investigación.
—¿No hay ninguna relación con nuestros asesinatos? Me refiero al modus operandi.
—A priori, no. No hay rastro de ritual. No hay heroína en la sangre. Pero fue descubierta muy tarde.
—¿Tenía alguna herida en la nariz?
Solinas pareció sorprendido. No estaba al corriente de la mutilación post mórtem de Patrick Bonfils. Mejor sería no insistir.
—Según el médico, el rostro fue destrozado a martillazos.
—¿Habéis logrado localizar a sus clientes?
—La investigación no ha hecho más que empezar. Y francamente, seis meses más tarde, no sé qué vamos a pillar.
—¿En su apartamento?
—Ya lo han registrado, ya te lo he dicho. Tu gilipollas. Y quizá otros. En mi opinión, allí no había nada que encontrar. La chica se protegía el culo.
Anaïs cerró el expediente.
—¿Tú qué piensas?
—En un cliente loco que sabía de verdad lo que hacía. O unos profesionales que obedecían órdenes.
—¿Una orden de quién? ¿Por qué motivo?
Solinas dibujó un gesto vago. Seguía jugueteando con su alianza.
—La puta que sabe demasiado es un clásico. Los servicios de inteligencia siempre han utilizado prostitutas como fuente de información.
Era una pista posible. Anaïs, sin embargo, estaba segura de que los autores del crimen pertenecían a Mêtis o a sus socios militares. Los mismos que habían eliminado a Bonfils y a su mujer. Que habían extraído el implante en la morgue de Rangueil. Que habían torturado a Jean-Pierre Corto. ¿Medina Malaoui estaba al corriente de los experimentos del grupo? Y, en ese caso, ¿por qué? ¿Cuál podía ser el vínculo entre una puta de lujo y los experimentos clínicos de una molécula?
—Hay otra hipótesis —continuó el policía.
Ella lo interrogó con la mirada.
—La mató tu querido.
—Imposible.
—Se sospecha que se cargó a unos indigentes. ¿Por qué no iba a liquidar a una putita?
Anaïs dio una palmada sobre la mesa.
—¡Todo eso no es más que una sarta de mentiras!
Solinas sonrió. La sonrisa sádica del torturador que se recrea en una herida. Anaïs sintió que le temblaba el mentón. Apretó los puños. No era cuestión de echarse a llorar. Y menos aún delante de aquel cabrón. La adrenalina de la cólera era su último carburante.
—¿Te ha dicho qué busca exactamente?
—No.
—¿Dónde se esconde?
—¿Tú qué crees?
El policía se encogió de hombros bajo su americana mal cortada.
—¿Te ha dado un número? ¿Un contacto?
—Claro que no.
—¿Y cómo has podido darle la información sobre Malaoui?
Anaïs se mordió el labio inferior.
—Déjalo ya. No diré nada.
La defensa era muy débil. Se dio cuenta de que no tenía más imaginación que los delincuentes que se sucedían en su despacho de la rue François de Sourdis, en Burdeos. Solinas se frotaba la nuca como si su respuesta le importara un comino.
—De todas formas, ya no me concierne —confirmó—. La brigada de fugitivos se ocupa del caso.
Dejó de masajearse y se agarró con las dos manos al borde de la mesa.
—A mí lo que me interesa es detener al asesino loco, ya sea Janusz u otro. ¿Has avanzado con lo que te dije?
—¿Con qué?
Sacó otra foto de su cartera: el cadáver de Hugues Fernet, el gigante del puente de Iéna.
—¿En qué mito se inspira este asesinato?
Anaïs no estaba en condiciones de dárselas de lista.
—En el mito de Urano, uno de los dioses primordiales. Su hijo, Crono, lo castró para tomar el poder.
El policía se inclinó hacia delante. Bajo las gafas alzadas, su frente se cubría de arrugas. Anaïs añadió más información, pues era su única manera de salir de aquella prisión.
—Un asesino en serie, Solinas. En agosto de 2009, mató a Hugues Fernet en París inspirándose en Urano. En diciembre de 2009, mató a Tzevan Sokow en Marsella transformándolo en Ícaro. En febrero de 2010, asesinó a Philippe Duruy, asimilándolo al Minotauro. Es un asesino mitológico, un caso único en toda la historia de la criminología. Pero, para atraparlo, me vas a necesitar.
Solinas se había quedado inmóvil. Incluso había dejado quietecita la alianza. Miraba a Anaïs como si esta fuera el oráculo de Delfos y acabara de exponer ante él su destino de héroe legendario.
—Después de los mitos de Ícaro y del Minotauro —prosiguió—, la historia de Urano pone también en escena a un hijo en conflicto con su padre. No es gran cosa, pero es por ahí por donde hay que buscar. El asesino tiene que ser un padre decepcionado o bien un hijo encolerizado. ¡Sácame de aquí, por Dios! ¡Solo yo puedo ayudarte a atrapar a ese chiflado!
El policía ya no la veía, pero ella sí podía ver en sus ojos: un caso como un regalo de Navidad, un ascenso espectacular, un ascensor directo a la cima de la administración francesa.
Solinas se levantó y llamó a la puerta acristalada.
—Te dejo el expediente. Haz tus deberes y espera mis noticias.
Y acto seguido, salió. Anaïs se frotó el rostro con las dos manos, como para alisarse la piel. No sabía contra qué estaba luchando. Pero acababa de ganar un asalto.