Los flamantes pasaportes chasquearon sobre el salpicadero.

—Aquí tienes veinte. Los otros diez los tendrás mañana a primera hora.

Había trabajado en esos documentos durante toda la noche, a la par que recuperaba los gestos, los automatismos y las exigencias del verdadero falsificador. Se había convertido de nuevo en Nono el experto, Nono el de los dedos de oro. Yussef, al volante de su Mercedes Clase S, cogió los documentos con precaución. Los hojeó, los estudió y los estrujó. Chaplain estaba sentado a su lado. Amar ocupaba el asiento trasero, a la vez descansando y al acecho.

Yussef movió la cabeza y le dio los pasaportes a su compadre, que los hizo pasar por una máquina, sin duda un detector. Los segundos parecían gotas de acero fundido. Chaplain trató de concentrarse en el majestuoso diseño del habitáculo: elementos de madera de arce, asientos de cuero negro, salpicadero coronado por una pantalla panorámica de GPS…

Más allá, a través del parabrisas ahumado, se veía el albergue de Saint-Maurice, en el boulevard de la Chapelle, junto al metro aéreo. Un enorme contraste entre aquella cabina de yate y los indigentes que se apelotonaban frente a la puerta, rezumando miedo, miseria y olvido.

Había llamado a Yussef a la una de la tarde y el bosnio lo había citado frente a aquel albergue en el que se amontonaban hombres, mujeres y familias enteras sin techo y sin papeles. La clientela del bosnio.

Amar tendió el brazo entre los dos asientos y le devolvió los pasaportes a Yussef:

—Impecables —reconoció.

Las comisuras de los labios de Yussef, dibujadas con cúter, se estiraban en una sonrisa.

—Sigues teniendo buena mano.

—Mañana, el resto.

—Y en este asunto no hablaremos de dinero, ¿de acuerdo?

—Ya es mucho no haber perdido unos cuantos dedos en la batalla.

Yussef contaba los pasaportes como si fuera una baraja de cartas.

—Nono, siempre más listo que los demás.

Chaplain estaba fascinado ante aquel joven que tan poco pesaba y en cambio desprendía una autoridad de general. Flotaba bajo un jersey de comando del ejército británico, verde oliva, con refuerzos de tela en los codos y los hombros. El Mercedes era su tanque.

—Pero tengo que pedirte un favor.

—Claro —dijo el otro, que observaba a los espectros del exterior.

—Necesito un arma.

—Eso te va a costar caro.

—Permisos de residencia para un carguero, si quieres.

—¿Para qué un arma?

—Motivos personales.

Yussef se mantuvo en silencio. No quitaba la vista de encima de los sin papeles que se hundían en su propia sombra, frente a la fachada leprosa. Finalmente, le hizo una señal a Amar y este salió del coche. Su impresión se confirmó: el bosnio le tenía aprecio, y siempre había sido así.

Se abrió el maletero. La escena tenía un carácter surrealista. Aquel búnker de carbono y madera barnizada, los sin papeles fuera en la calle y los recursos del Mercedes que era, a la vez, despacho administrativo, arsenal, banco y caja fuerte.

—¿Te he dicho que tengo problemas de memoria?

—Sí, estás para allá.

—No recuerdo cómo nos conocimos.

Yussef movió la cabeza con rápidas sacudidas. El problema de Nono le divertía.

—Te encontré en Stalingrad, en marzo pasado. Dibujabas en el suelo con tiza. Vivías de los tres kopeks que la gente te echaba. Tenías la cabeza vacía. Era imposible saber tu nombre, tu origen.

—¿Por qué me ayudaste?

—Por tus dibujos. Me recordaron los stecci, unas tumbas antiguas de mi país.

Amar regresó. En su mano se materializó una pistola que apuntó por encima del cambio de marchas, con la culata por delante.

—Una CZ 75 —dijo Yussef—. Los cabrones checos trabajan bien.

El arma era diferente de la Glock. No se entretuvo y se la metió en el bolsillo. Sin entusiasmo, Amar le dio tres cargadores.

Iba a darle las gracias, pero Yussef prosiguió, con las pupilas fijas aún en los sin papeles:

—Te recogimos, colega. Te lavamos, te dimos de comer y un techo. Tenías la cabeza vacía, pero sabías dibujar. Te puse a cargo de mis falsificadores.

—¿Tienes más?

—¿Qué te crees? ¿Que te esperé para aumentar el registro civil francés?

—¿Acepté?

—Te pusiste a currar, glupo. En dos semanas eras mejor que todos los demás. Un don. El instinto. Tintas, técnicas de impresión, sellos… —Enumeraba contando con los dedos—. Lo pillaste todo. Un mes más tarde, recibiste los primeros pagos. Te montaste tu taller por tu cuenta. Me lo hace otro y le corto los huevos. En ti confié. Siempre puntual en el trabajo.

Así que Nono había durado más tiempo que los demás. De marzo a septiembre de 2009. Tuvo tiempo de instalarse, de ganarse su legitimidad, de obtener un estatuto oficial: pudo alquilar el taller, abrir una cuenta en el banco y pagar sus facturas. Todo se basaba en documentación falsa.

—¿Y nunca te dije cómo me llamaba?

—Al cabo de cierto tiempo empezaste a decir que te llamabas Nono. Eras de Le Havre y habías sido impresor. Tonterías. Lo importante, tus entregas. En eso, nunca problemas. Hasta que desapareciste.

Se rió y agarró a Chaplain de la nuca.

—¡Qué cabrón!

Chaplain comprendió mejor la naturaleza del milagro de Mathias Freire. Debió de fabricarse una documentación con ese nombre… ¿Significaba eso que siempre había andado por ahí con esos documentos, en la época de Narcisse? ¿En la de Victor Janusz? No. Creía que había recuperado su don al tocar fondo de nuevo. Se inventó a Mathias Freire. Se fabricó la documentación y consiguió un empleo en el Pierre Janet.

Yussef chasqueó los dedos. Aparecieron dos vasitos en el reposabrazos que los separaba. Parecían tan pequeños como balas de fusil.

Amar se inclinó entre los dos asientos, con una botella en la mano. Yussef alzó su chupito.

Zxivjeli!

Chaplain se bebió el vodka de un trago. El brebaje era espeso como el barniz. Tosió violentamente. El alcohol le quemó el pescuezo, le calentó los pectorales y le abotargó las extremidades.

Yussef se echó a reír con su carcajada demasiado breve, de inmediato devorada por sus labios de Joker.

Polako, Nono. Estas cosas hay que saborearlas…

Con un gesto, ordenó a Amar que les sirviera de nuevo. Chaplain tenía lágrimas en los ojos. A través de esa bruma, veía la fauna del exterior. Una nube de vapor emanaba de sus hombros encogidos y sus espaldas encorvadas. Había negros, moros, asiáticos, indios, eslavos… Codo con codo, arriba y abajo por la calle, como si esperaran algo.

—¿Cómo se las apañan?

—¿Para sobrevivir?

—Para pagarte los pasaportes.

Yussef se rió.

—¿Has visto sus caras? Esos me compran permisos de residencia.

—Eso no responde a mi pregunta: ¿cómo se las apañan?

—Cotizan. Se endeudan. Se buscan la vida.

Sintió unas náuseas vagas en la garganta. Había tomado parte en ese tráfico. Había contribuido a esa esclavitud. ¿Cómo podía haber caído tan bajo? Sus identidades parecían peldaños que nunca le llevaban hacia arriba.

—¿Alguna vez te conté algo más? —insistió—. ¿Acerca de mi pasado? ¿Sobre mi manera de vivir?

—Nada. Cogías el pedido y desaparecías. Cuando volvías, los papeles estaban hechos. Siempre dakako.

—¿Nada más?

—Lo que puedo decirte es que has cambiado.

—¿En qué sentido?

Le pasó el índice por el forro de su americana de terciopelo Paul Smith.

—Cada vez más trajeado. Repeinado. Perfumado. En mi opinión, gran follador.

Le servía la ocasión en bandeja. Bebió el vodka y dijo:

—Busco chicas.

—¿Chicas?

—Profesionales.

Yussef se echó a reír sinceramente.

—¿Y tus contactos, hermano?

—Ni siquiera recuerdo sus teléfonos.

—Yo te puedo presentar. Chicas de mi país. Las mejores.

—No. Quiero chicas… del sur. Magrebíes.

Yussef pareció ultrajado. En sus ojos de reptil brilló un destello. Un resplandor que recordaba la luz densa y peligrosa del alcohol entre sus dedos. Chaplain temió lo peor, pero sus comisuras se alzaron y sus ojos pestañearon.

—Ve a ver a Sophie Barak.

—¿Quién es?

—No hay morita que no pase por sus manos.

—¿Dónde puedo localizarla?

—En el hotel Theodor. Es su cuartel general. En un paso de la rue d’Artois. Dile que vas de mi parte. Le vendo papeles para sus chicas.

—¿Acogedora?

Yussef le pellizcó la mejilla.

—Contigo, no hay problema. Le gustan los gilipollas como tú. Pero tienes que hablarle en voz muy alta. Es libanesa. Está medio sorda debido a las bombas de su infancia.

—Y ¿si no? ¿Si quiero ir por libre?

Yussef miró a Amar. Por primera vez, el gigante esbozó una sonrisa.

—Si quieres cazar gacelas, hay que ir allí adonde van a beber. Ve al Johnny’s, en la rue Clément-Marot. Allí encontrarás lo que buscas. Nos vemos mañana. Te conviene traer lo que falta. Luego veremos lo demás.

—¿Lo demás?

—El carguero, glupo. Tú lo has dicho. Odjebaus.

Le metió dos billetes de quinientos en el bolsillo de la americana.

—¡Fóllate una a mi salud!