Chaplain recibió el SMS de Anaïs en la puerta de Orléans. No había tardado nada. Esa información sellaba su asociación. A menos que una legión de policías estuviera esperándolo en el número 64 de la rue de Naples… Acto seguido, indicó al taxista la dirección de Medina Malaoui y marcó el número que acababa de recibir. Le respondió un contestador. La voz severa del 29 de agosto pasado. No dejó ningún mensaje. Prefería sorprenderla en su apartamento. O mejor, poderlo registrar en su ausencia.
El coche circulaba por el boulevard Raspail. Una vez más, Chaplain repasó las revelaciones de aquella mañana. Era Anaïs, con sus treinta años y encarcelada en Fleury-Mérogis, quien había descubierto la clave de su destino: era el conejillo de Indias de un experimento. Por un lado, era una idea aterradora. Por otro, le confería esperanza. No era un «crónico», le habían envenenado. Y si se trataba de un veneno, habría un antídoto. Si habían provocado su síndrome, habría manera de detenerlo. Quizá estaba ya en proceso de curación, al haberse librado de la misteriosa cápsula. La examinó de nuevo en la palma de su mano. Le hubiera gustado abrirla, escanearla, hacerla analizar…
El taxista llegó a la rue Saint-Lazare, rodeó la place d’Estienne-d’Orves, pasó frente a la iglesia de la Trinité y tomó la rue de Londres. Le vino a la cabeza una impresión confusa. Detestaba el Distrito IX. Un rincón de París donde las calles tienen nombre de ciudades europeas pero con edificios siniestros, fríos y cerrados a cal y canto. Sobre las puertas cocheras, atlantes y cariátides observan como centinelas de guardia. En las calles no hay ni un transeúnte: solo compañías de seguros, notarías y bufetes de abogados.
La imagen de Anaïs le vino a la cabeza. Le había gustado volver a verla. Su tez lechosa. El ardor oscuro de su mirada. La extraña intensidad de su presencia, que no parecía soportar el mundo sino, al contrario, infundirle su propia fuerza, su huella incandescente. ¿La amaba? No había lugar para ese tipo de preguntas en su cabeza ni en su corazón. Era un ser vacío. O mejor, saturado por lo desconocido. Pero esa aliada le calentaba la sangre.
El taxista estacionó frente al número 64 de la rue de Naples. Pagó la carrera y salió. Descubrió uno de los típicos edificios del barrio, una fortaleza de piedra estriada coronada en el tercer y cuarto piso por miradores. No tenía el código de acceso. La calle estaba desierta y se paseó arriba y abajo frente al portal.
Por fin, al cabo de diez minutos, dos hombres vestidos con traje salieron de la puerta cochera. Chaplain se coló en el interior, muerto de frío por la espera. Una arcada daba paso a dos escaleras a derecha e izquierda. Al fondo, un patio dejaba ver unos árboles y una fuente. El corazón íntimo del edificio. Dio con los buzones.
Medina Malaoui vivía en el tercer piso, escalera izquierda. No había interfono. Subió a pie. En el rellano había dos puertas. Una ventana decorada con vidrieras ocupaba el centro. El apartamento de Medina Malaoui era el de la derecha, como indicaba una tarjeta pegada en el marco de la puerta. Llamó. Una vez. Dos veces. Sin resultado. Medina no estaba en casa. A menos que le hubiera sucedido algo… Esa idea, que había desechado hasta entonces, le volvía con fuerza frente a la puerta.
Se volvió y observó la puerta de enfrente. Imaginó a un vecino curioseando por la mirilla. Se acercó a la puerta y escuchó. Tampoco allí se oía ruido alguno.
Nadie a la derecha, nadie a la izquierda.
La solución estaba en el centro.
Abrió la ventana. Había un bordillo que rodeaba toda la planta, ideal para desplazarse lateralmente. Ya había practicado el mismo ejercicio gimnástico un par de días antes en el Hôtel-Dieu. Retrocedió y aguardó varios minutos, a cubierto, mientras observaba las dos fachadas que cerraban el patio. No se veía movimiento alguno en las ventanas. No se oía ningún ruido a través de las paredes. A las once y media de la mañana, el número 64 de la rue de Naples era un santuario.
Se encaramó al marco y se subió a la barandilla. Evitando mirar al jardín, tres pisos más abajo, se situó de espaldas al vacío y se agarró a las juntas de los bloques de piedra de la pared. En pocos segundos llegó a la primera ventana del apartamento de Medina. Manteniendo el equilibrio, propinó con el codo un golpe seco al cristal. El vidrio se partió en dos, pero se sostuvo gracias a la masilla. Chaplain temía que algún testigo inesperado se pusiera a gritar en el patio: «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!».
Pasó el brazo por el hueco y accionó el pomo interior. Se deslizó entre las cortinas, cerró la ventana y observó las fachadas. No se había movido nada. Cerró de golpe las dobles cortinas. Fin del espectáculo.
De inmediato, sintió el olor a polvo. No era buena señal. Dio unos pasos y descubrió un apartamento de soltera rica. Un gran salón. Una cocina equipada con la última tecnología. Un pasillo a la derecha que debía de dar a una o dos habitaciones. La distribución era espaciosa y agradable.
Rodeó el sofá en forma de L frente a una pantalla plana colgada en la pared. No se entretuvo en la decoración. Todo era pijo. Caro. Refinado. Y todo estaba recubierto de una capa de polvo demasiado gruesa como para no despertar inquietud. «Esto empieza a dar miedo. Yo flipo». ¿El 29 de agosto había sido fatal para Medina?
Sobre un mueble había un retrato de una mujer. Como de costumbre, aquel rostro no le decía nada. Unos treinta años. Cabello rubio y evanescente. Rostro ovalado, realzado por unos pómulos mongoles, a la rusa. Unos ojos inmensos, negros y lánguidos. Unos labios rojos, gruesos y carnosos. Chaplain pensó en la manzana envenenada de Blancanieves. Toda ella rezumaba sensualidad, como si Medina acabara de surgir de un puro manantial de deseo.
Esperaba otra cosa. La voz evocaba una elegancia fría, una belleza autoritaria. En cuanto al nombre, hacía pensar en una criatura morena, exuberante y de origen magrebí. Tenía ante él una flor silvestre, de tendencia koljós. Medina quizá fuera de origen cabilio… La foto había sido tomada a bordo de un barco. Chaplain se preguntó de repente si no habría tomado él mismo la foto a bordo de un barco alquilado…
Sacó la foto del marco, se la guardó en el bolsillo y comenzó a inspeccionar el apartamento. Ninguna sorpresa. Era el domicilio de una parisina moderna, acomodada e intelectual. Por el contrario, no había ni rastro de un oficio o una profesión. Los signos denotaban más una vida de estudiante. El salón, el pasillo y el dormitorio estaban recubiertos de libros clasificados por orden alfabético. Filosofía. Crítica literaria. Etnología. Filología… Todos muy sesudos.
Rebuscando en los cajones, dio por fin con un carnet de estudiante. Medina Malaoui, veintiocho años, matriculada en la Sorbona en un DEA de Filosofía. Siguió buscando y encontró un expediente que detallaba su historial académico. Era originaria del norte de Francia. Bachillerato en Saint-Omer. Licenciatura de Filosofía en Lille. La joven preparaba en París un doctorado sobre la obra de Maurice Merleau-Ponty y el título de su trabajo en curso ocupaba tres líneas. Incomprensible.
Chaplain reflexionó. ¿De dónde sacaba Medina el dinero? ¿Sería hija de buena familia? ¿Tendría un trabajo en paralelo? No tenía respuesta, pero el guardarropa en el armario subrayaba la pregunta. Prada, Chanel, Gucci, Barbara Bui… En lo alto de la estantería, un montón de bolsos. En la de abajo, una pila de zapatos. ¿Con qué se compraba Medina todo aquello? ¿Desde cuándo la filosofía proporcionaba semejantes recursos? ¿Era ella cómplice de sus actividades? «Esto empieza a dar miedo. Yo flipo».
Prosiguió la búsqueda y no halló nada personal. Ningún móvil. Ninguna agenda. No había tampoco ordenador portátil. Ni facturas. Ni documentos administrativos. Frente a la puerta de entrada, se apilaba la correspondencia. Examinó las fechas: las cartas más antiguas eran de finales de agosto. Al igual que en su casa, la mayoría era correo comercial. Pero allí ni siquiera había facturas ni extractos del banco. Todo debía de hacerlo por internet. ¿Adónde había ido Medina? ¿Estaba muerta? Otras preguntas, desordenadas. ¿Dónde la había conocido, en un portal de encuentros, en Sasha? Imaginó a la chica de la foto en una de las veladas de la campana tibetana. Habría causado sensación.
Dio otra vuelta en busca de indicios de una marcha precipitada. O de algo más irrevocable… La comida podrida en el frigorífico, el baño desordenado y los roperos llenos demostraban que Medina no había tenido tiempo siquiera de hacer las maletas.
Chaplain salió por donde había venido. Su botín cabía en el bolsillo interior de su americana: la foto de una bella muñeca eslava de nombre árabe. El resto estaba en su cabeza. O, más precisamente, en la garganta. La funesta impresión de que Medina ya no estaba en este mundo.
Al pasar por la arcada de la planta baja, una sexagenaria vestida de faena apareció frente a él: bata azul, escoba y un cubo de lejía.
—¿A quién busca?
Chaplain se disponía a mentir, pero cambió de opinión. La portera podría proporcionarle información.
—Venía a ver a Medina Malaoui.
—No está.
—¿Se ha marchado?
—Ya hace tiempo, sí.
—¿Desde cuándo?
La mujer lo miró con recelo. El pasillo no estaba iluminado. Se hallaban en un claroscuro cargado de olores del jardín.
—¿Es usted amigo suyo? —preguntó por fin.
—Soy uno de sus profesores —improvisó él—. ¿Cuándo se marchó?
—Hará ya varios meses. Pero el alquiler está pagado, así que no hay problema.
—¿No le dijo nada?
—Nunca dice nada, esa ricura.
El tono se teñía de desprecio.
—Muy discreta. Muy… independiente. Limpia la casa ella sola. Va a comprar sola. ¡Siempre lo hace todo sola!
Chaplain fingió inquietud.
—Esta desaparición no es normal… No ha avisado a nadie en la facultad.
—No se preocupe. A las chicas como ella no les puede pasar nada.
—¿A qué se refiere?
La portera se apoyó en la escoba. En posición de descanso.
—Si es usted profe, le daré un consejo.
Chaplain forzó una sonrisa.
—Siempre hay que mirar los bolsos de las estudiantes. Si la chica lleva un morral, una mochila o una bolsa de mezclilla, no hay problema; pero si se presenta en sus clases con un Chanel, un Gucci o un Balenciaga, en ese caso, créame, la chica tiene otro trabajo… Un trabajo de noche, si me permite.
La mujer parecía bien informada acerca de las marcas de lujo y de las nuevas costumbres en el mundo estudiantil. Pero llevaba razón. El apartamento entero de Medina olía a dinero fácil. La elegancia hortera de la noche parisina. ¿Era Medina una escort girl? ¿Había sido él uno de sus clientes?
Fingió indignación.
—Medina era muy seria y…
—Una cosa no es incompatible con la otra. No son los mismos horarios, eso es todo.
—¿Tiene pruebas de lo que insinúa?
—Salía todas las noches y volvía al amanecer. ¿Qué cree usted, que trabajaba de vigilante de noche?
Chaplain recordó la foto, la que llevaba en el bolsillo de la americana. No hizo ningún comentario. Pasó junto a la portera. Esta le cerró el paso con la escoba.
—Si la veo, ¿le digo que ha venido usted?
Asintió distraídamente.
—¿Cómo se llama?
—Olvídelo.
Al instante, pulsó el botón de apertura de la puerta cochera. Salió al exterior y tuvo el tiempo justo de girar a la izquierda. Un vehículo sin distintivos acababa de aparcar en doble fila. De él salieron dos hombres. No cabía la menor duda: eran policías.
Aceleró el paso y oyó que el portal se abría a sus espaldas. La pasma debía de tener una llave maestra. Su cerebro se convirtió en una coctelera de ideas agitadas, febriles y presas del pánico. ¿Lo había delatado Anaïs? Imposible. ¿La policía se inquietaba de repente por el destino de Medina Malaoui? Tampoco era posible. Había una única explicación. Anaïs estaba vigilada en la cárcel. Al informarse acerca del número protegido, habían intervenido su llamada. Habrían querido averiguar por qué la joven policía se interesaba por ese número.
Bajó a la carrera por el boulevard Malesherbes en busca de una estación de metro o de un taxi. Tenía en la cabeza el bello rostro de pómulos altos. Ya no había la menor duda acerca de su muerte. ¿Qué ocurrió el 29 de agosto? ¿Llegó él demasiado tarde? ¿Fue él quien la mató?
Solo había una manera de averiguarlo.
Hallar a las colegas de Medina.
Meterse en el mundo de la prostitución de lujo.
Para ello, tenía un guía en mente.