En cuanto salió del locutorio, Anaïs solicitó permiso para llamar. Eso significaba simplemente un rodeo por el ala norte del bloque, donde se alineaban los teléfonos, atornillados a la pared. La celadora fue amable. Aún no era una verdadera DVE.
Había empezado la hora del paseo. El resultado era que no había nadie en los teléfonos. Anaïs marcó un número de memoria. Tenía que actuar para no hundirse en el abatimiento. Ya tendría tiempo de llorar en su celda. Había vuelto a ver a Mathias Freire y ¿qué había sucedido? Un trabajo de policía. Una conversación profesional. Y basta.
—¿Diga?
—Le Coz, soy Chatelet.
—¿Anaïs? Pero ¿qué está pasando?
La noticia del tiroteo y de su detención había llegado hasta el sudoeste.
—Es demasiado largo de explicar.
—¿Qué podemos hacer?
Ella dirigió una mirada a la carcelera que iba de un lado a otro, de espaldas frente a un ventanal enrejado. Anaïs sacó el papel y lo desplegó.
—Te voy a dar la hora y la fecha de una llamada oculta, así como el número que la recibió. Tienes que identificar al abonado que hizo la llamada. De inmediato.
—No has cambiado —dijo él riendo—. Dispara.
Anaïs dictó el número, el día y la hora. Oyó que descolgaban otro aparato. Le Coz repitió la información al otro teléfono y volvió a dirigirse a ella.
—Me ha llamado Abdellatif Dimoun.
A ella le llevó unos segundos situar el nombre. El coordinador de la policía científica de Toulouse. El guerrero del desierto.
—¿Qué quería?
—Según parece, le hiciste enviar un montón de mierda recogida en una playa de Marsella.
Anaïs había olvidado completamente aquella pista. Los restos hallados junto al cadáver de Ícaro.
—¿Los ha analizado?
—Sí. Se trata solo de basura arrastrada por el mar y solo hay una cosa que llama la atención. Un trozo de espejo. Según él, eso podría proceder de otro sitio. Quizá incluso del bolsillo del asesino.
—¿Por qué?
—Porque en ese fragmento no hay restos de sal en absoluto. No vino del mar.
Un trozo de espejo, menudo avance.
—Eso no es todo —continuó Le Coz—. Lo han analizado y tiene restos de yoduro de plata.
—¿Y qué significa?
—Que el espejo fue tratado. Fue sumergido expresamente en ese producto para volverlo sensible a la luz. Es un método muy antiguo, según parece, de hará ciento cincuenta años. Es la técnica del daguerrotipo.
—¿Qué?
—Es un antecesor de la fotografía. Me he documentado. El espejo pulido y plateado conserva la huella proyectada por un objetivo. Luego se expone a vapores de yodo y se obtiene una imagen. Cuando apareció la fotografía química se abandonó esta técnica porque no era reproductible. El daguerrotipo imprime directamente un positivo, sin pasar por el negativo.
—¿Cree Dimoun que ese espejo es un soporte de daguerrotipo?
—Sí, y eso supone un indicio de primer orden. Al margen de unos cuantos aficionados apasionados, ya nadie utiliza esa técnica.
—¿Has investigado?
—Estoy en ello.
—Localiza a la asociación que reúne a esa gente, la lista de los tipos que aún utilizan esa técnica.
Mientras hablaban, Anaïs tuvo de repente una visión muy precisa de la manera de proceder del asesino. Mataba. Ponía en escena un mito griego. Luego lo imprimía, en una única copia, sobre un espejo de plata. Sintió un escalofrío. En algún lugar debía de existir una sala que albergaba esos cuadros aterradores. Los veía, en las paredes de su mente, centelleando en un claroscuro. El Minotauro degollado. Ícaro quemado. Urano castrado. «¿Cuántos más?»
—Tengo tu número oculto. ¿Tienes con qué anotarlo?
—Sí. En la cabeza.
El policía le dio el nombre y la dirección de la misteriosa interlocutora de Arnaud Chaplain. Esa información no le decía nada, pero en esa cuestión ella no era más que un fusible. Le dio las gracias a Le Coz, emocionada ante aquella fuente de calor, a más de quinientos quilómetros.
—¿Cómo puedo ponerme en contacto contigo?
—No puedes. Ya me las apañaré yo.
Hubo un silencio. A Le Coz le flaqueaba la inspiración. Anaïs colgó para no echarse a llorar. Se aproximó a la celadora y le pidió otro favor: aprovechar los últimos minutos del paseo. La carcelera suspiró, la miró de arriba abajo y luego, quizá al recordar que era policía, se dirigió al patio.
Anaïs hervía en su interior. La nueva pista de los daguerrotipos le daba energía. Estaba furiosa al verse bloqueada allí cuando acababa de surgir un nuevo elemento en su investigación. Quizá no fuera nada. Quizá significara algo… Sí tenía una cosa muy clara: se guardaría esa pista para ella. Ni una palabra a Solinas.
El ruido del exterior la estremeció. La celadora acababa de abrir la última puerta: las mujeres paseaban y conversaban en el patio, rodeadas de rectángulos de tierra pelada, canastas de baloncesto y una mesa de ping-pong de cemento. El decorado no llevaba a engaño. Todo cuanto abarcaba la visión estaba rodeado de muros, alambradas y cables. Las presas parecían ensimismadas. Sus cuerpos estaban ajados y deformados. Sus rostros gastados recordaban los mangos de cucharas que, a fuerza de limarlos, lijarlos y afilarlos, se convierten en armas mortales. Incluso el viento helado parecía cargado del aire viciado de las celdas, del olor a comida y de las intimidades mal lavadas.
Se metió las manos en los bolsillos y se puso en su piel de policía. Observó a los grupos, a las parejas y a las aisladas en busca del mejor objetivo. Las presas se repartían en dos grupos y la pertenencia a uno u otro podía leerse en sus caras, posturas y andares. Las bestias salvajes y las vencidas. Se dirigió hacia un cuarteto de magrebíes que no tenían aspecto de víctimas de un error judicial, unas mujeres aterradoras a las que la maquinaria carcelaria no les había chupado la savia. Tenían ya varios años de cárcel a sus espaldas, y sin duda bastantes por delante, pero nada apagaría su cólera.
—Hola.
Un silencio pesado como respuesta. Ni un gesto con la cabeza. Solo el brillo negro de los ojos, tan duro como el asfalto que pisaban.
—Busco un móvil.
Las mujeres se miraron unas a otras y se echaron a reír.
—¿Y nos vas a pedir también la documentación?
Las noticias circulaban deprisa. En su condición de policía, ya había sido identificada, detestada y repudiada.
—Tengo que enviar un SMS. Estoy dispuesta a pagar por ello.
—¿Cuánto, mamona?
Una de las chicas llevaba la voz cantante. Vestía un gabán abierto sobre una simple camiseta que dejaba ver unos tatuajes de dragones encabritados sobre su torso y unos signos maoríes en el cuello.
Ni siquiera intentó echarse un farol.
—Ahora nada. No tengo pasta.
—Pues lárgate.
—Os puedo ayudar fuera. No voy a quedarme mucho aquí.
—Todas dicen lo mismo.
—Sí, pero yo soy la única poli de este patio. Un poli no pasa mucho tiempo en la cárcel.
Un silencio de plomo. Breves miradas de reojo entre las chicas. La idea maduraba en sus cabezas.
—¿Qué? —preguntó finalmente la mujer dragón.
—Encontradme un móvil. Una vez en la calle, haré algo por vosotras.
—Me cago en tus muertos —replicó la otra.
—Vete a cagar adonde quieras, tía, pero te estás perdiendo una oportunidad. Para ti. Para tus hermanos. Para tu maromo. Para cualquiera. Cuando esté fuera, te juro que iré a ver al juez, al fiscal o a los polis a cargo del caso.
El silencio se impuso, aún más denso. Anaïs casi podía oír los engranajes de los cerebros al girar. No había razón alguna para creerla. En prisión, sin embargo, y se quiera o no se quiera, la vida se alimenta de esperanza. Las cuatro mujeres, con las manos en los bolsillos, iban envueltas en unos chaquetones y sudaderas infames. Debajo se podían adivinar los cuerpos tersos debido al frío.
Anaïs aprovechó su ventaja.
—Un SMS. Serán unos segundos. Os juro que me moveré por vosotras.
Volvieron a mirarse. Hubo gestos, miradas. Tres de las chicas rodearon a Anaïs. Creyó que le iban a dar una paliza. En realidad, las guerreras la estaban ocultando.
De golpe, la mujer dragón reapareció en el centro. El reptil incandescente se aferraba a su piel bronceada. Anaïs bajó la vista: la presidiaria llevaba un móvil remendado con cinta adhesiva en la palma de la mano.
Anaïs cogió el aparato. Redactó el SMS de pie delante del clan. Tras teclear el número de teléfono identificado, escribió: «Medina Malaoui. Rue de Naples, 64. 75009 París». Vaciló y añadió: «Buena suerte».
Marcó el número de Freire y pulsó la tecla «Enviar».
Era en verdad la reina de las tontas del bote.