Fleury-Mérogis, bloque de las mujeres.
El ruido la sacó de la tortura de su sueño.
Se oían voces, ruidos y pasos en el corredor. Miró el reloj: las diez de la mañana. Se levantó y puso la oreja contra la puerta. La intensidad del alboroto aumentaba. Las presas parecían excitadas. El viernes debía de ser el día de visitas para las familias.
Se disponía a acostarse de nuevo, pero la sobresaltó un chasquido. Había una celadora en el umbral de la puerta. La trasladaban de celda. La mandaban al calabozo. La enviaban de urgencia ante el juez del tribunal penal. En unos pocos segundos, llegó a imaginar cualquier cosa.
—Chatelet, al locutorio.
—¿Tengo visita?
—Sí, alguien de tu familia.
Algo se rompió dentro de su pecho. Solo tenía un familiar.
—¿Vienes o qué?
Se puso la chaqueta con capucha y siguió a la carcelera. Por el pasillo, acompasó su paso al de las demás. Fantasmas en joggings, chadores o bubús. Risas. Zapatillas de deporte arrastradas. El camino hasta el locutorio se le hacía interminable. Solo los latidos de su corazón la hacían avanzar. Sentía unas náuseas terribles que le atenazaban el estómago.
Sin saber cómo, se encontró en el pasillo de la víspera. Despachos acristalados. Barrotes en las ventanas. Puertas de vidrio laminado. La atmósfera, sin embargo, ya nada tenía que ver. Unos críos se reían en los compartimentos. Una pelota rebotaba contra una pared. Un bebé lloraba. Era un ambiente más propio de un parvulario que de una cárcel.
La celadora se detuvo y abrió una puerta.
El hombre que la esperaba, sentado detrás de la mesa, volvió la cabeza.
No era su padre.
Era Mathias Freire.
Con un truco de magia incomprensible, había llegado hasta allí, franqueando los controles, las comprobaciones de identidad y los arcos de detección…
—No logrará salir de aquí jamás… —dijo ella al sentarse al otro lado de la mesa.
—Confíe en mí —replicó él con serenidad.
Anaïs se encogió de hombros, apretó los puños entre sus rodillas e inspiró profundamente. Era su manera de extraer de dentro de sí misma la energía necesaria para encajar esa sorpresa. Pensó en su aspecto. Rasgos tensos. Despeinada. Sucia. Vestida como una convaleciente en un hospital.
Alzó la vista y pensó que eso no importaba. Él estaba allí, frente a ella. Más delgado. Herido. Febril. Vestía ropa cara, pero su rostro tenía el aspecto de que lo hubiera atropellado un metro. Había esperado tanto ese momento… Sin llegar a creer en ello.
—Tenemos bastantes cosas que contarnos —dijo él con la misma serenidad.
En destellos subliminales, Anaïs lo vio huir del vestíbulo del tribunal de primera instancia de Marsella. Escabullirse entre los tranvías en Niza. Alzar su arma contra los asesinos en la rue de Montalembert.
—El problema es que solo disponemos de media hora —prosiguió él señalando el reloj colgado en la pared, a su espalda.
—¿Quién es hoy?
—Su hermano.
La idea la hizo reír. Con la cabeza cubierta por la capucha, frotaba las palmas una contra la otra, como quien tiene frío o está pasando un mono.
—¿Cómo se las ha arreglado para la documentación?
—Es una larga historia.
—Te escucho —dijo Anaïs pasando al tuteo.
Mathias Freire (aquel a quien ella llamaba así) habló de los tres asesinatos. El Minotauro. Ícaro. Urano. Explicó que padecía el síndrome del viajero sin equipaje. Evocó las tres personalidades por las que había pasado. Freire, el psiquiatra, a partir de enero de 2010. Janusz, el vagabundo, de noviembre a diciembre de 2009. Narcisse, el pintor loco, de septiembre a octubre…
En ese aspecto, ninguna sorpresa. Ella lo había adivinado todo, o casi. Pero Anaïs descubrió otros hechos. Freire fue el primero en hallarse junto al cadáver de Ícaro, y Hojalata le vio en la playa. Por otra parte, la palabra rusa «matrioska» desempeñaba un papel capital en el caso, pero él ignoraba cuál.
—Hoy —preguntó ella—, ¿qué personaje es?
—Soy el que precedió a Narcisse. Un tal Nono.
A ella se le escapó una risa nerviosa. Él le dirigió una sonrisa.
—Arnaud Chaplain. Fui ese tipo por lo menos cinco meses.
—¿A qué se dedicaba?
—Olvídelo.
Enumeró los intentos de asesinato de los que había escapado desde su huida de Burdeos. Cinco en total. Parecía dotado de invencibilidad o el beneficiario de una suerte inusitada. Allí adonde iba, fuera cual fuese su identidad, los hombres de negro lo localizaban. Esos tipos eran mejores investigadores que la propia policía. Y en todo caso, más rápidos.
Freire soltó luego una información primordial. En el Hôtel-Dieu, tras su detención, las radiografías de su rostro habían revelado la presencia de un implante debajo de su tabique nasal. Logró sacárselo rompiéndose la nariz.
Al decir eso, abrió la mano: una minúscula cápsula cromada brillaba en su palma.
—¿Qué es eso?
—Según el médico del Hôtel-Dieu, podría ser un difusor de productos o una microbomba como las que se utilizan a veces para tratar la epilepsia o la diabetes. Un dispositivo implantado bajo la carne, que permite medir en tiempo real unos criterios fisiológicos y suministrar en el momento preciso el principio activo. La cuestión es averiguar qué principio activo y cuáles son sus efectos.
Todo aquello era rocambolesco, pero Anaïs recordaba un detalle: los asesinos de Patrick Bonfils habían seguido su cadáver hasta la morgue de Rangueil solo para abrirle la nariz. No hacían falta muchas luces para sacar una conclusión. Habían ido a recuperar el implante que el pescador llevaba bajo su tabique nasal. Freire y Bonfils eran objeto del mismo tratamiento.
Freire/Janusz hablaba cada vez más deprisa. En aquel embrollo, había una obsesión que lo superaba todo: quería demostrar su inocencia. Demostrar, a pesar de las evidencias, que no era el asesino del Olimpo.
—Mi idea es que yo mismo persigo al asesino. No soy el asesino. Busco al asesino.
—¿Y lo has encontrado?
—No lo sé. Diría que cada vez que me acerco demasiado a él, pierdo la memoria. Como si… lo que descubriera me cortocircuitara las neuronas. Estoy condenado a recomenzar la investigación. Desde cero.
Anaïs lo imaginaba delante de un juez desarrollando sus explicaciones: iría a la cárcel con toda seguridad. O a un hospital psiquiátrico. Lo contemplaba y no podía creer que lo tuviera allí, ante sus ojos, fuera de su cabeza, pues la rondaba en sus pensamientos y Anaïs no había dejado de soñar con él.
En dos semanas había envejecido varios años. Sus iris ardían en el fondo de sus ojeras. Llevaba varias tiritas en la nariz hinchada y desgarrada. Le vino a la cabeza que, a medida que atravesaba sus identidades, le iban quedando señales. Aún se parecía al psiquiatra que había conocido, pero en él había todavía algo del vagabundo. Una chispa de locura palpitaba en sus pupilas, mucho más Vincent van Gogh que Sigmund Freud.
Era demasiado pronto para saber qué le dejaría Arnaud Chaplain como herencia. Tal vez la elegancia: su ropa denotaba un cuidado y atención que nada tenía que ver con los otros tres personajes.
Guiado por un impulso, le tomó la mano.
El contacto fue tan dulce que ella la retiró de inmediato, como si se hubiera quemado.
Sorprendido, Freire calló. Ella alzó la mirada hacia el reloj. Solo quedaban unos minutos. Tomó la palabra a toda velocidad. Explicó qué era Mêtis, su pasado militar y su actividad en el terreno químico y luego farmacéutico. El grupo se había convertido en uno de los productores de psicotrópicos más importantes de Europa.
Evocó a continuación los lazos secretos entre ese grupo y las fuerzas de defensa nacionales y, finalmente, resumió su convicción, que se había afirmado en aquel instante: un laboratorio de la constelación de Mêtis experimentaba en él, así como en Patrick Bonfils y sin duda en otros conejillos de Indias, una molécula nueva. Un producto que resquebrajaba su personalidad y provocaba una especie de reacción en cadena. Unas fugas psíquicas en serie.
Freire encajaba cada hecho como un puñetazo en la cara. Como si fuera a rematarlo, describió el poder de Mêtis, que estaba más allá de las leyes y de la autoridad del Estado puesto que su propio poder emanaba de esas leyes y de esa autoridad.
Y ahora la conclusión. Por una razón que Anaïs ignoraba, el grupo había decidido hacer limpieza y eliminar a los conejillos de Indias del experimento. Mêtis había encomendado matarlos a sus combatientes profesionales. A él, a Patrick Bonfils y, sin duda, a muchos más. Figuraban en una lista negra.
Freire seguía encajando los golpes, apretando los dientes. Ella se detuvo, pues tuvo la sensación de ensañarse con él. Solo le quedaban dos minutos. De repente, se dio cuenta de su inconsciencia. No habían caído en las cámaras de seguridad, en los micrófonos que podían grabar su conversación y en los vigilantes que podían reconocerle o a los que podían prevenir desde el exterior.
—Lo siento —dijo él a modo de conclusión.
Anaïs no comprendió esas palabras, pues acababa de anunciarle su condena a muerte, pero de inmediato se dio cuenta de que se refería a las paredes de la cárcel, a las consecuencias del caso en su carrera, del caos en el que ella voluntariamente se había hundido.
—He elegido el bando —murmuró ella.
—En ese caso, demuéstralo.
Freire le asió la mano y deslizó entre sus dedos un papel doblado.
—¿Qué es?
—El día y la hora de una llamada que Chaplain recibió en su teléfono fijo a finales del mes de agosto. Una llamada pidiendo auxilio. Tengo que identificar a la chica que me llamó.
Anaïs se irguió.
—Es una llamada oculta —continuó—. Fue la última llamada que recibí siendo Chaplain. Al día siguiente ya me había convertido en otro. ¡Tengo que encontrar a esa mujer!
Anaïs bajó la vista hacia su puño cerrado. Su corazón latía aceleradamente. La decepción la sofocaba.
—Te he escrito otro número —siguió en voz baja—. Mi nuevo móvil. ¿Puedo contar contigo?
Ella se guardó discretamente el papel en el bolsillo del pantalón y eludió la respuesta.
—¿Chaplain también buscaba al asesino?
—Sí, pero de otra manera. Utilizaba portales de citas. En particular un club de speed dating, Sasha. ¿Te suena?
—No.
—El número, Anaïs. Hay que identificarlo. Tengo que hablar con esa mujer. Si no es demasiado tarde ya.
Anaïs miró sus ojos enrojecidos. Por un instante, deseó la muerte de esa rival. De inmediato, arrancó ese cáncer de su vientre.
Logró preguntar:
—¿Has venido por eso?
Sonó el timbre. Fin de las visitas. Él le dirigió una sonrisa fatigada y se puso en pie. A pesar de los kilos perdidos, de sus años de más, de sus ojos febriles y brillantes y de su nariz hecha pedazos, conservaba un encanto irresistible.
—No digas bobadas.