Empezó por la hipótesis más sencilla.
Un taller en el sótano.
Levantó las alfombras en busca de una trampilla. No encontró nada. Ni sombra de una empuñadura o de una ranura que permitiera adivinar la existencia de un pasadizo. Cogió una escoba que se hallaba entre los utensilios de cocina esparcidos por el suelo. Golpeó por todas partes en busca de un ruido hueco. Solo obtuvo el sonido pleno, compacto y grave de las losas bajo sus pies.
Arrojó la escoba en medio de la estancia. El miedo se apoderaba de él como si le subiera la fiebre. Una vez que había quedado atrás el alivio de haber visto marcharse a los dos hombres, el dilema de las horas inminentes se precisaba. Una noche para localizar su taller. Recuperar su habilidad. Fabricar unos pasaportes falsos… El proyecto en sí era absurdo.
¿Huir de nuevo?
Amar no debía de andar muy lejos…
Mientras buscaba en los cajones llaves, una dirección, un indicio, otra parte de su cerebro contemplaba su nuevo perfil. «Falsificador». ¿Dónde había aprendido ese oficio? ¿Dónde había encontrado el dinero para iniciar su negocio? Yussef le había dicho que lo había sacado de la calle. Así que había sufrido un ataque. Sin nombre, sin pasado, sin futuro. El eslavo le había echado una mano. ¿Lo habría formado?
«Falsificador». Repetía la palabra en voz baja mientras proseguía su registro. Por un milagro, los bosnios no habían hallado su dinero en el casco del Pen Duick. Su llegada los había interrumpido. No habían podido acabar el trabajo en el altillo.
«Falsificador». ¿Qué mejor profesión para un impostor crónico? ¿Acaso no era el falsificador de su propia existencia? Se detuvo, consciente de que sus esfuerzos eran vanos. Allí no había nada para él. Se sentó, agotado, y sintió que sus puntos de dolor despertaban de nuevo. El rostro. El vientre. La entrepierna. Palpó sus costillas y rezó por que estuvieran enteras. Fue al baño y humedeció una toalla, como había hecho la víspera. Se aplicó la compresa sobre la cara y sintió un vago alivio.
Abandonó la idea de que existiera un sótano y evaluó la posibilidad de una habitación secreta, igualmente absurda. Las paredes maestras tenían allí varios metros de grosor. Y no había ninguna esquina o rincón en el que construir un espacio apartado. Bajó de nuevo a la planta. Desplazó el frigorífico. Sondeó el fondo de los armarios. Se metió dentro de los roperos. Abrió las rejillas de ventilación…
De repente, le entraron ganas de tumbarse en la cama y dormirse para no despertar ya nunca más. Pero tenía que resistir. Se dirigió hacia la cocina, pasó por encima de los trastos diseminados por el suelo y se preparó un café. Pensaba ahora en un anexo situado en el conjunto de lofts. No. Habría encontrado facturas o recibos de alquiler.
Sin embargo, taza en mano, fue hasta la puerta y contempló la calle adoquinada. Todo estaba tranquilo. Los habitantes de esas callejuelas estaban a años luz de sospechar lo que allí estaba ocurriendo. Su mirada se detuvo en una placa de metal de doble batiente que cubría el suelo a cinco metros de su puerta. Fue hasta el banco de trabajo de Nono el pintor, rebuscó y halló un destornillador y un martillo, unas herramientas que debía de utilizar para fijar los lienzos en los montantes o, por lo menos, para fingir que lo hacía.
Ya junto a la trampilla, hundió el destornillador en la ranura central. Un martillazo bastó para hacer palanca. Uno de los batientes saltó. Chaplain descubrió una escalera de cemento. Se adentró en el subsuelo y cerró la compuerta sobre su cabeza, buscando a tientas un interruptor. Se hizo la luz. Al final de los peldaños se abría un pasillo con varias puertas de madera, que atufaba a moho y a polvo. Los trasteros de los lofts. Siguió avanzando, preguntándose cuál sería el suyo.
Al cabo de unos pasos, no tuvo ninguna duda: solo había una puerta de hierro. No tenía candado, sino una cerradura. Lo que buscaba estaba detrás de aquella puerta. Llevaba consigo aún el martillo y el destornillador. Prescindiendo de toda discreción, hundió la punta del destornillador entre la pared y el marco de la puerta y golpeó con todas sus fuerzas. Al final, el metal se torció y se levantó. Clavó el arma más profundamente y de nuevo hizo palanca.
La cerradura cedió. Lo que descubrió le arrancó un grito triunfal. Allí había varias impresoras. Una superficie de trabajo sobre la que había un microscopio, minas, pinceles y cúteres. En los estantes, productos químicos, tintas y sellos. Debajo de unas lonas, varios escáneres, una máquina plastificadora, un aparato de análisis biométrico…
Encendió el fluorescente del techo, apagó la luz del pasillo y cerró la puerta. Aquel lugar estaba acondicionado como taller de artes gráficas. Junto a las paredes había resmas de papel. Láminas de plástico. Tóneres. Tinteros. Una lámpara ultravioleta…
Otro milagro estaba en curso: se acordaba de todo. Sus conocimientos de falsificador remontaban a la superficie de su memoria, con la misma facilidad que los gestos de un nadador al meterse en el agua después de treinta años en tierra firme. ¿Cómo podía explicarse semejante milagro? ¿Ese conocimiento artesanal se hallaba junto con su memoria cultural? Otra explicación: se había deshecho del misterioso implante. Quizá su memoria se viera ya liberada…
No era el momento de perder tiempo haciéndose preguntas. Puso en marcha las impresoras y encendió las otras máquinas. Los recuerdos afluían. Cómo escanear un pasaporte o cualquier otro documento de identidad. Cómo borrar las inscripciones en filigrana o los hilos fluorescentes que precisamente permiten identificar el documento para, a continuación, crear otros, vírgenes de cualquier trazo delatador. Recordaba haber manipulado personalmente sus aparatos para copiar los detalles micrográficos concebidos justamente para evitar cualquier intento de falsificación. Haber anulado los dispositivos integrados por los fabricantes de escáneres e impresoras para impedir la posibilidad de producir falsificaciones. Haber ocultado el número de serie que cada impresora imprime en microcaracteres, invisibles a simple vista, para poder detectar el origen del documento reproducido.
Comprendía por qué Yussef no le había matado. Era un virtuoso de la falsificación. Un as del fraude de documentos. Sus manos tenían un valor incalculable. Cayó sobre un nuevo tesoro. Una caja de madera compartimentada, de un metro por un metro, que recordaba los antiguos ficheros de las bibliotecas. En el interior, ordenados, clasificados y agrupados, había documentos de identidad vírgenes. Entre ellos, los pasaportes franceses prometidos a Yussef. Dentro de cada uno de ellos, una hoja doblada en cuatro indicaba el nombre y los datos del futuro candidato a la nacionalidad francesa, y había además una fotografía de identidad. Todos los nombres tenían resonancias eslavas. En cuanto a los caretos, era como un desfile de yetis.
Se quitó la chaqueta, puso en marcha el sistema de ventilación y se sentó ante la superficie de trabajo. Disponía de toda la noche para fabricar treinta documentos. Esperaba que, junto con los conocimientos, recuperara a la par los gestos, la habilidad y la seguridad.
Ya se precisaban otros fragmentos. Su credo de falsificador. Las reglas que siempre se había impuesto. Jamás una usurpación de identidad. Jamás una estafa. Jamás un robo a un banco.
Nono libraba otra cruzada.
Daba a luz a nuevos franceses.
Se puso los guantes de látex y cogió los documentos vírgenes, unos pasaportes electrónicos con el símbolo que indicaba la presencia de un chip. El último grito.
Iba a empezar a trabajar cuando se le ocurrió otra idea. Sin duda era una mala idea, pero ya era demasiado tarde para renunciar a ella. Apartó a toda aquella escoria con las manos: ya se ocuparía de ello más tarde.
De momento, tenía que ponerse manos a la obra.
Debía salvarle el culo a Nono.