Chaplain volvió por el mismo camino y cruzó el boulevard Beaumarchais. De ahí llegó a la rue du Chemin Vert, el boulevard Voltaire y la place Léon-Blum. El frío había dejado desiertas las calles. Quedaban el asfalto, las farolas y algunas ventanas iluminadas, cuya intimidad y calor le helaban el corazón.

Se repetía las revelaciones de esa noche. Unas mujeres desaparecidas de las veladas de Sasha. Nono como potencial sospechoso. Nono haciendo preguntas y buscando algo entre las pretendientes del club. ¿Qué buscaba? Daba vueltas también a los nuevos enigmas. ¿Si no era el asesino de indigentes, era un asesino de solteronas? ¿O bien se trataba del mismo asesino y era él? Invariablemente, desechaba todas esas pistas negando enérgicamente con la cabeza. Había decidido adoptar una estricta neutralidad de investigador y concederse a sí mismo lo que se le concedía a cualquier delincuente: la presunción de inocencia.

Rue de la Roquette. Los lofts dormían. El contacto de los adoquines bajo sus suelas lo tranquilizó. Había adoptado definitivamente ese taller. Deslizó la mano entre los bambús y luego a través del cristal roto, pues no había hallado las llaves en el domicilio. Giró el pestillo desde el interior y abrió la puerta. Buscaba el interruptor cuando recibió un fuerte golpe en el cráneo. Fue a dar contra el cemento pintado, pero de inmediato comprendió, en un torbellino de dolor y destellos, que seguía consciente. El intento de dejarlo sin sentido había fracasado.

Aprovechando esa leve ventaja, se puso en pie y se lanzó hacia la escalera. Las piernas le fallaron y su visión se ensombreció. Tuvo la sensación de que le sacudían la sangre dentro de la cabeza. Boca abajo, se volvió y vio confusamente a su enemigo, un hombre en la prolongación de su cuerpo, que le aprisionaba las piernas como un jugador de rugby. Liberó un pie y le propinó un golpe con el talón en la cara. El impacto pareció inmovilizar al adversario, pero, de un brinco, este se puso en pie y saltó sobre Chaplain. Un destello brilló en el ventanal. Tenía un cuchillo. Arnaud se lanzó hacia la escalera, tropezó, se incorporó y ascendió los siguientes peldaños a cuatro patas.

Tenía al tipo encima de él. Chaplain arreó un codazo hacia atrás y rechazó al agresor, que rebotó contra los cables de acero de la barandilla. No esperaba tanto. Las líneas de vida de velero vibraron como las cuerdas de un arpa. El ruido le dio una idea. Volvió sobre sus pasos y agarró del cuello al cabrón, aturdido. Le metió la cabeza entre los cables y le rodeó con dos de ellos el cuello, como hacen los combatientes de lucha libre en la televisión con las cuerdas del ring. El tipo soltó un estertor desgarrador. Chaplain no aflojó la presa. En su cerebro latía una convicción: matar o morir.

Apretó aún más y, de repente, lo soltó.

El adversario le acababa de propinar un rodillazo en el bajo vientre. No era una sensación de dolor. O no solo de dolor. Un agujero negro en lo más hondo de su ser. Sin resuello. Sin latidos en el corazón. Sin visión. Apretó con las manos sus órganos genitales como si pudiera arrancarles el dolor y cayó de espaldas por la escalera.

Se dio con la cabeza, rodó por el suelo y le cayeron sobre la nuca tubos y pinceles. El banco de trabajo. Tendiendo un brazo y haciendo temblar los objetos y los productos, logró ponerse en pie. Se dio la vuelta. El enemigo volvía a la carga. Encajó el golpe en el costado derecho sin caerse. Los dos se estrellaron contra el bloque de ladrillos. Los bidones, botes y botellas se volcaron y se rompieron, y otros objetos rodaron en la oscuridad.

Chaplain logró deshacerse de su agresor, pero en la maniobra resbaló sobre un charco. Reconoció el olor. Aceite de lino. Un recuerdo subliminal. Ese producto polimerizado en contacto con el aire. Sentado en el suelo, cogió la botella que se había abierto. Encontró un trapo, lo empapó y lo frotó con la energía que proporciona la desesperación.

La sombra atacaba de nuevo.

Chaplain no cesaba de frotar el trapo y sentía que el calor aumentaba entre sus dedos.

En el momento en que el tipo lo agarró, el trapo ardió y provocó una luz blanca muy brillante que iluminó todo el espacio. Chaplain le aplastó el trapo contra la cara o la garganta, pues cegado no alcanzaba a ver nada. La chaqueta del hombre prendió fuego. Retrocedió y cayó sobre un charco que se incendió en el acto. Movía furiosamente las extremidades, como una araña chorreante de llamas.

Chaplain se incorporó y asió un pincel largo para clavárselo en los ojos o en las sienes. Se dirigía hacia el enemigo, pero una mano lo agarró del pelo.

La siguiente sensación fue el contacto helado de un cañón sobre su nuca.

Un poco de frescor no le sentaba mal.

—Se acabó la fiesta, Nono.

La luz eléctrica iluminó el taller destrozado. Los rastros de la pelea, pero también de un registro salvaje. Habían revuelto el loft hasta el menor rincón. Chaplain se quedó inmóvil y vio a su primer agresor en el suelo. No ardía, pero desprendía un humo negro que ascendía hasta las estructuras del techo. La atmósfera era sofocante.

La mano lo agarró del pescuezo y lo empujó hacia un taburete de bar, uno de los pocos que aún quedaban en pie. Chaplain volvió finalmente la cabeza y descubrió al número dos. Un hombre bastante joven, delgado como un fideo, envuelto en una cazadora de cuero oscuro. Empuñaba en la mano derecha un arma automática.

Bajo un mechón grasiento, su rostro era fino y regular, casi angelical, pero tenía la piel arrasada por cicatrices de acné. Las comisuras de los labios se estiraban de una manera anormal y le proporcionaban el aspecto de estar sonriendo perpetuamente. Sus ojos, profundamente hundidos bajo las cejas, pestañeaban a una velocidad inusual. Como los de una serpiente o un lagarto.

—Me alegro de volver a verte.

Tenía acento eslavo. Chaplain comprendió que aquellos tíos eran alguno de los clientes a los que había llamado a lo largo del día. No lograba responder. Apenas podía respirar. Temblaba y sufría convulsiones.

El hombre de ojos de reptil le dijo algo al otro, que aún se agitaba. Parecía ordenarle que dejara de humear, que no siguiera ardiendo. El tipo se quitó la chaqueta, la pisoteó con rabia y se dirigió al fregadero de la cocina. Metió la cabeza bajo el grifo de agua fría y luego fue a abrir la puerta acristalada del taller.

No cabía duda alguna acerca de quién era el jefe.

—La verdad es que me alegro de verte.

La frase estaba cargada de ironía. Chaplain se preguntaba si iba a matarlo allí mismo, en el acto. Como diversión. El arma que empuñaba le recordaba a su Glock. El mismo cañón corto, el mismo puente rectangular, el mismo material especial que ya no era metal. Observó que el arma disponía de un raíl debajo del cañón, sin duda para acoplarle una linterna o un puntero láser. ¿En qué mundo se movía?

Chaplain aventuró, para ganar tiempo:

—¿Cómo me habéis encontrado?

—Tú pequeño error. Llamar a Amar número fijo. Número oculto, pero para nosotros fácil identificar tu dirección.

Su conocimiento del francés era aproximado y su voz, aguda, ligera. Articulaba las sílabas como un motor falto de aceite. Arnaud solo había hecho una llamada desde el fijo. A los eslavos entre los que había un tal Yussef. Estaba seguro de que lo tenía delante. En cuanto al otro, su agresor, era Amar, con el que había hablado por teléfono.

Eran nombres musulmanes.

Quizá eran bosnios.

Siguió tratando de ganar tiempo.

—¿No conocíais mi dirección?

—Nono muy prudente. Has cambiado, seguro. —Su voz dulce se endureció de golpe—. ¿Dónde estabas, cabrón?

Empezaban los piropos, así que podía lanzarse a la provocación.

—He estado de viaje.

Ninguna reacción. Su rostro parecía tallado en la piedra. Los cráteres del acné parecían los agujeros de una lluvia ácida.

—¿Dónde?

—No lo sé. He perdido la memoria.

Yussef rió de una manera que pareció un arrullo. Sus párpados no dejaban de batir. Clic, clic, clic… El segundero de una cuenta atrás. Chaplain siguió hablando. Confiaba guardar las distancias con aquel tipo con su palabrería.

—He tenido un accidente, te lo juro.

—¿Con la pasma?

—Si así fuera, no estaría aquí para contártelo.

—Excepto si nos has delatado.

—En ese caso, no estarías aquí escuchándome.

Yussef volvió a reír. Bajo su mechón grasiento tenía una expresión extraña. Demasiado tiesa. Demasiado rígida. Como si tuviera barras de acero en lugar de tendones y de vértebras. Su compañero se había reunido con él. Tenía ampollas de las quemaduras en la cara. La mitad de su cabellera morena se había chamuscado. Sin embargo, aparentaba no sentir dolor alguno. Era un atleta de más de un metro ochenta. Chaplain estaba sorprendido de haber podido resistir contra él tanto tiempo. El hombre solo parecía aguardar una cosa: acabar lo que había comenzado en la escalera.

—Nono, hablas muy bien. Pero ahora danos lo nuestro.

No había la menor duda. Nono debía de haber sustraído un alijo de droga, o el dinero correspondiente a ese alijo, o las dos cosas. Quizá todo aquello estaba escondido en el loft. Quizá había sufrido el ataque en el momento de la entrega. El milagro era que aún estuviera vivo.

Chaplain se aferró a su sangre fría. Obtener la mayor información posible acerca de sí mismo antes de que la entrevista se convirtiera en una sesión de tortura.

—No hay juego sucio, Yussef.

—Mejor. Bolje ikad nego nikad. Devuelve mercancía. La penalización, ya la veremos luego.

Había aventurado el nombre: el tipo del pestañeo era efectivamente Yussef. Otra información. «La mercancía». La droga. Chaplain renunció a cualquier precaución.

—¿Cómo nos conocimos?

Dirigió una mirada al gorila, que le sonrió.

—Te has vuelto completamente glupo, Nono. Yo te saqué de la calle, tío.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando te encontré no eras más que un perro sarnoso. —Escupió al suelo—. Un indigente, una mierda. No tenías papeles, ni origen, ni oficio. Yo te lo enseñé todo.

—¿Qué me enseñaste?

Yussef se puso en pie. Su rostro se había inmovilizado. La broma ya se había alargado suficiente. Sus pómulos altos le marcaban las mejillas y sombreaban sus comisuras respingonas. Esa sonrisa perpetua le confería el aspecto de una máscara japonesa.

—Ya no estoy para bromas, Nono. Danos lo que nos debes y nos largamos.

—Pero ¿qué os debo? —gritó.

El coloso se abalanzó sobre él, pero Yussef lo detuvo con un gesto. Tomó el relevo y agarró a Chaplain de una mano. El cañón de la semiautomática, a unos milímetros de su nariz rota.

—Deja ya el cachondeo. Lo tienes chungo, hermano.

Ahora veía de cerca los ojos del bosnio. Sus pupilas, entre un parpadeo y otro, se encogían. Brillaba en ellas una palidez fría y verde. Yussef era aún joven, pero llevaba dentro de sí algo de un moribundo. Una enfermedad. Una frialdad. Una maldición.

—No te lo podré devolver todo de inmediato —dijo tirándose un farol.

Yussef alzó la cabeza, como para echar el mechón hacia atrás.

—Empieza por pasaportes. Luego veremos.

La palabra actuó como revelador. «Falsificador». Era falsificador. De golpe, sus impresiones mitigadas en aquel taller hallaron su significado. El hecho de que la mesa de dibujo y los bocetos tuvieran aspecto de decorado. El hecho de que los colores, los lienzos en blanco y los productos químicos sonaran a falso. No era ilustrador publicitario ni artista. No tenía ninguna existencia legal: era un artesano de la falsificación.

Por eso tenía detrás de él a toda la comunidad extranjera de París. Clanes, grupos y redes que le habían pagado para obtener pasaportes, documentos de identidad, permisos de residencia y tarjetas de crédito, y que no habían sospechado nada.

—Los tendrás mañana —dijo sin saber en qué se metía.

Yussef soltó la presa y le dio una palmada amistosa en el hombro. Su rostro recobró ligeramente los colores. La piedra se convertía en resina.

—Genial. Pero nada de tonterías. Amar se queda por aquí. —Le guiñó un ojo—. No le des motivo para hacerte pagar las bromitas de antes.

Se volvió sobre sus talones. Chaplain lo asió del brazo.

—¿Cómo me pongo en contacto contigo?

—Como siempre. Móvil.

—No tengo tu número.

—¿No te acuerdas de nada o qué?

—Ya te he dicho que tengo problemas de memoria.

Yussef lo miró un segundo. El recelo flotaba en el aire como un gas tóxico, peligroso. El bosnio movía lentamente la cabeza, a sacudidas. Por fin, dictó los números en francés y añadió misteriosamente «glupo». Chaplain adivinó que se trataba de un insulto, pero el otro lo había pronunciado con afecto.

Los dos visitantes desaparecieron y lo abandonaron en su taller devastado. Ni siquiera oyó la puerta al cerrarse. Con la mirada extraviada, asimilaba su situación inmediata como uno bebe un trago de alcohol ardiente.

Tenía la noche por delante para encontrar su taller.

Y para recuperar su habilidad.