Es una huelguista de hambre atada a una mesa de examen. Un separador de acero le mantiene la boca abierta. Le meten un tubo por la garganta para alimentarla. Al bajar la vista, descubre que el tubo es una serpiente de escamas relucientes. Desea gritar, pero la cabeza del reptil le presiona ya sobre la lengua y la asfixia…

Despertó empapada en sudor de angustia. Tenía los músculos del pescuezo tan tensos que le costaba recuperar el resuello. Se masajeó lentamente el cuello, en estado de choque. ¿Cuántas veces había tenido esa pesadilla esa noche? Anaïs dormía a trompicones. De inmediato, la pesadilla se hincaba en su cerebro como las garras de una rapaz.

Había variantes. A veces no se encontraba en una cárcel, sino en un manicomio. Unos médicos enmascarados llevaban a cabo un experimento con su saliva y le colocaban un tornillo en la mejilla. Temblaba de sudor y de frío. Agarrada a la cama de la litera, temblaba bajo la manta, presa del pánico ante la posibilidad de dormirse de nuevo.

Sin embargo, no le faltaban ocasiones para seguir despierta. El tratamiento DVE ya había comenzado. La mirilla de su celda chasqueaba continuamente. A las dos de la madrugada, las carceleras habían entrado, encendido la luz y registrado la celda, y se habían marchado sin decir palabra. Anaïs las observaba con reconocimiento. Sin saberlo, le habían concedido un respiro frente a la serpiente.

Ahora permanecía arrebujada observando la celda. La sentía más que verla. Las paredes y el techo demasiado próximos. Los olores entremezclados de sudor, orina y detergente. El lavabo incrustado en la pared. ¿Estaba él allí, agazapado en la oscuridad? El Cojo… El Serpiente…

Se volvió de cara a la pared y leyó, por centésima vez esa noche, los grafitis grabados en el cemento. «Claudia y Sandra para siempre», escrito en español. «Sylvie, pintaré las paredes con tu sangre». «Cuento los días, pero para mí ya no cuentan los días…» Pasaba el dedo sobre las inscripciones. Rascaba las escamas de pintura. Unas paredes ya muy gastadas…

Solinas no la había vuelto a llamar. Sin duda había hallado otra vía de investigación. O bien había detenido a Janusz. Eso explicaría su silencio. ¿Qué interés hay en ponerse en contacto con una encarcelada loca cuando se tiene al principal sospechoso de un caso criminal de primer orden?

Daba vueltas a ese tipo de ideas desde hacía horas, titubeando, entre el sueño y la vigilia. A veces todo había acabado y Janusz se hallaba entre rejas. Janusz confesaba sus crímenes… Luego, poco a poco, recuperaba la confianza. Janusz estaba en libertad. Janusz demostraba su inocencia… Sentía entonces un cosquilleo de esperanza en el vientre. No se atrevía a moverse por miedo a que se desvaneciera.

En la oscuridad, la mirilla volvió a chasquear. Anaïs no la oyó: se había vuelto a dormir.

La serpiente se acerca a sus labios.

—¿Te gusta? —le pregunta su padre en español.