—¿De dónde viene Hédonis?

—De hedonismo. Es mi filosofía. Carpe diem. Hay que aprovechar cada día, cada instante.

Chaplain observó a la morenita de rostro puntiagudo. Cabello rizado, ligero, casi crespo, peinado al vapor. Ojos oscuros y prominentes. Unas ojeras que le dibujaban sendos hematomas liláceos bajo los párpados. Una boca gruesa, malva, que parecía un molusco. La verdad es que no era un premio de belleza.

Esa era su quinta cita. El Pitcairn hacía honor a su nombre. El bar parecía un refugio de marinos, en lo más recóndito de un puerto olvidado. Bajo luces tamizadas y bóvedas de piedra, cada mesa estaba separada por una cortina de lino que formaba unos compartimentos íntimos en los que se repetían la misma escena, las mismas esperanzas y la misma palabrería. Chaplain pensó en un confesionario. O en un colegio electoral. En el fondo, ambas fórmulas convenían.

—Estoy de acuerdo —dijo luchando contra su propia distracción—. Pero aprovechar cada día significa también poder contar con los siguientes, y con los que vendrán después. Defiendo el largo plazo.

Hédonis frunció el ceño. Los ojos parecían salirle de la cabeza. Sumergió la nariz en su cóctel. Su boca pulposa sorbió con avidez la pajita, como si el alcohol fuera a insuflarle nuevas ideas de conversación.

Chaplain, que había creado un personaje de hombre serio en busca de una relación estable, insistió:

—Tengo cuarenta y seis años. Ya no tengo edad para historias de un día.

—Vaya… —Se rió ella—. Y yo que creía que ese modelo ya no se fabricaba.

Rieron, por pura cortesía.

—¿Y Nono, de qué viene?

—No es muy ingenioso: diminutivo de Arnaud.

—Chitón —dijo ella llevándose el índice a los labios—. ¡Nunca hay que decir el verdadero nombre!

Nuevas risas, más sinceras. Chaplain estaba sorprendido. Se había imaginado que una velada de speed dating sería como una unidad de urgencias o una célula de crisis. La última parada antes del suicidio. En realidad, la velada no difería mucho de tomar copas en cualquier bar. Música, alcohol y barullo. La única originalidad era la campana tibetana. Una idea de Sasha, la organizadora, para hacer saber que habían acabado los siete minutos concedidos a cada pareja.

Hédonis cambió de registro. Tras los primeros esfuerzos por dárselas de original, alocada o voluntaria, pasó a las confidencias. Treinta y siete años. Contable. Propietaria hipotecada de un piso de tres habitaciones en Savigny-sur-Orge. Sin hijos. Su única gran historia de amor había sido un hombre casado que finalmente no dejó a su mujer. No era nada del otro mundo. Desde hacía cuatro años, vivía sola y veía la línea simbólica de la cuarentena acercarse con angustia.

A Chaplain le sorprendió tanta sinceridad. Allí se suponía que uno tenía que alabarse a sí mismo… Hédonis había optado por un tono confesional. Nada que ver con una campaña electoral. Sonó la campana. Se puso en pie y dirigió una sonrisa educada a su pareja, que le hizo una mueca. Acababa de comprender su error. Había ido allí a seducir y simplemente había vaciado el buche.

«Siguiente». Sasha había optado por una organización clásica. Las mujeres no se movían de su sitio y los hombres se desplazaban un asiento a la derecha. Se instaló frente a una morena entrada en carnes que había invertido un presupuesto en la velada. Su rostro empolvado resplandecía entre sus cabellos inflados y lacados. Vestía una amplia blusa oscura, sin duda de satén, que ocultaba formas y relieves. Sus manos regordetas, también muy blancas, revoloteaban como palomas surgidas de la capa de un mago.

—Me llamo Nono —dijo él.

—Esa historia de los alias me parece una gilipollez.

Chaplain sonrió. Otra testaruda.

—¿Cuál es el suyo? —preguntó él tranquilamente.

—Vahiné. —Se echó a reír—. Ya le digo que lo de los alias es una sandez.

Arrancó la conversación, siguiendo las etapas obligadas. Tras el estadio de la provocación, pasaron a la seducción. Vahiné trataba de mostrarse bajo sus mejores ángulos, en el sentido literal y en el figurado. Adoptaba poses estudiadas frente a las velas que rielaban y soltando aforismos vacíos a la vez que se daba aires misteriosos.

Nono aguardaba pacientemente la continuación. Sabía que, pronto, ella optaría por el epílogo melancólico. La nota sostenida con la que se preguntaría cómo y por qué había podido llegar ella a aquella carrera contra reloj: unos minutos para seducir a un desconocido. Lo que más llamaba la atención de Chaplain era el extraordinario parecido entre aquellas mujeres. El mismo perfil social. La misma experiencia profesional. La misma situación afectiva. El mismo aspecto o muy parecidas…

Solo se hacía una pregunta: ¿qué buscaba allí Nono, unos meses antes? ¿Qué vínculo podía existir entre ese club de encuentros tan ordinario y su investigación acerca de un asesino extraordinario que se inspiraba en leyendas mitológicas?

—¿Y usted?

—¿Perdón?

Había perdido el hilo de la conversación.

—¿Le gusta la fantasía?

—¿La fantasía? ¿En qué?

—En la vida, en general.

Recordó que habían arrastrado delante de él a un gangrenado en las duchas del albergue para indigentes. Que había bailado encaramado en la carroza de los locos y que había radiografiado sus propios cuadros mientras encañonaba a la radióloga.

—Sí. Diría que me gusta un poco de fantasía.

—Mira por donde —dijo la mujer—, ¡a mí también! ¡Ojito cuando empiezo a delirar!

A Chaplain le hizo sonreír la expresión. Los esfuerzos de Vahiné para parecer divertida y original lo entristecían. La verdad era que, de todas las presentes en la velada, solo le gustaba una. Sasha en persona, mulata atlética de pecho abundante y curiosos iris verdes. No dejaba de mirarla de reojo, pero ella lo ignoraba.

Sonó la campana.

Chaplain se puso en pie. Vahiné pareció desconcertada, le habían escamoteado el capítulo de las confidencias. A aquellas candidatas les gustaba hablar de ellas, y eso le convenía pues así no se veía obligado a improvisar sobre el tema de Nono.

Se instaló en el asiento siguiente y de inmediato se dio cuenta de que ya había visto a la mujer que tenía frente a él. No la reconocía, pero a ella se le acababa de iluminar la mirada. Fue muy breve, un simple destello, y luego el resplandor desapareció. Como una vela que hubieran apagado de un soplo.

Chaplain no se anduvo con rodeos.

—Hola. Ya nos conocemos, ¿verdad?

La mujer bajó la mirada hacia su copa. Estaba vacía. Con un gesto, llamó al camarero, que de inmediato le sirvió otro cóctel. La maniobra llevó unos segundos.

—¿Nos conocemos o no? —repitió él.

—Vaya mierda que aquí no se pueda fumar —murmuró ella.

Él se inclinó sobre la mesa iluminada por las velas. Bañaba todo en una semipenumbra tornasolada y movediza como el balanceo de un barco. Aguardaba la respuesta. Finalmente, ella lo fulminó con la mirada.

—Creo que no.

Su hostilidad denotaba lo contrario, pero no insistió. Tenía que seguir el juego como con las demás. Soportar y conducir a la vez aquella entrevista sentimental.

—¿Cómo se llama?

—Lulu 78 —dijo ella después de beber un trago.

A él le dio la risa. Ella lo confirmó.

—Es cómico, ¿verdad?

—¿Qué quiere decir?

—Setenta y ocho es mi fecha de nacimiento. —Volvió a beber. Recobraba los colores—. Juego con las cartas sobre la mesa.

—¿Y Lulu?

—Lulu es un secreto. En cualquier caso, no me llamo Lucienne.

Se rió nerviosa y se llevó la mano delante de la boca, a la japonesa. Era una mujer minúscula, con hombros de niña. Su cabellera pelirroja le caía a lo largo de las sienes como el marco cobrizo de un icono. Su rostro era delgado, iluminado por unos iris que también parecían pelirrojos. Esos ojos, asociados a las líneas de las cejas, eran graciosos, pero no encajaban con el resto. La nariz, demasiado estrecha, y la boca, demasiado fina, imponían una severidad y una sequedad carentes de belleza. No llevaba joya alguna. Su ropa no denotaba cuidado ni acicalamiento. Todos los detalles revelaban que se hallaba allí contra su voluntad.

—Es mi alias en internet —añadió a modo de excusa—. Lo he utilizado tanto… que casi se ha convertido en mi verdadero nombre.

Hablaba como un cazador fatigado tras muchos años en la selva al acecho. Se dio cuenta de que ella no le preguntaba por su alias. «Porque ya lo conoce».

Abrió la conversación:

—¿Qué espera de este tipo de citas?

La mujer en miniatura lo miró un instante, suspicaz, con aire de decir «como si no lo supieras», y acto seguido declaró, sentenciosa:

—Una posibilidad. Una ocasión. Una oportunidad que la vida se niega a darme…

Como para espantar sus problemas, se lanzó a un discurso general. Su visión del amor, el significado del compartir y de la vida en pareja. Chaplain asentía dócilmente. Abordaron finalmente la cuestión como un tema abstracto, ajeno, olvidando que hablaban de sí mismos.

Lulu 78 se relajaba. Hacía girar el alcohol en el fondo de su copa siguiendo con la mirada el movimiento circular. La primera impresión se había disipado, la idea de que ya se conocían. Sin embargo, por momentos, una mirada o una inflexión de la voz avivaban esa sensación de déjà vu. Veía entonces desfilar ante sus ojos cólera y, curiosamente, también miedo.

Aún quedaban unos minutos, pero Chaplain ya no estaba interesado en la conversación. Su proyecto: seguir a aquella mujer una vez fuera e interrogarla sobre su pasado común.

—Hoy en día —concluyó ella— ser soltero es una enfermedad.

—Siempre lo ha sido, ¿no?

—En cualquier caso, no es aquí donde nos curaremos.

—Gracias por los ánimos.

—Deja de decir tonterías, tú… —Ella se arrepintió de inmediato del tuteo—. Usted no se lo cree. Nadie lo cree.

—Podemos tutearnos, si lo desea.

Ella seguía haciendo girar la copa entre los dedos y lo miraba como un oráculo.

—Prefiero que no… Qué mierda que no se pueda fumar…

—¿Fuma mucho?

—¿Y qué coño te importa?

La réplica tenía la violencia de un bofetón. Ella abrió la boca. Estaba a punto de contarlo todo, pero en ese instante sonó la campana. Se oyó el arrastrar de las sillas, risas y el restregar de los tejidos. Se había jodido. El rostro delgado se volvió tan impasible como el de una madona.

Chaplain miró a su izquierda.

Un hombre esperaba su turno.