El nacimiento del mundo.
Al principio fue el Caos. Ni dioses, ni mundo, ni hombres… De ese magma nacieron las primeras entidades. La Noche (Nix). La oscuridad (Érebo). Nix dio a luz al cielo, Urano, y a la tierra, Gea. Esas primeras divinidades se unieron y tuvieron una plétora de hijos, entre ellos, los doce titanes.
Urano, temeroso de que uno de sus hijos le quitara el poder, obligó a Gea a tenerlos a su lado, en el centro de la Tierra. El más joven de los titanes, Crono, con ayuda de su madre, logró escapar y castró a su padre. Con su hermana Rea engendró luego a los seis primeros dioses olímpicos, entre los cuales se hallaba Zeus, que a su vez destronó a su padre…
Anaïs subrayó el párrafo en la fotocopia que acababa de hacer. Había encontrado un diccionario de mitología griega en la biblioteca de la cárcel, entre novelas rosa y libros de Derecho. Se había instalado en la sala de lectura, casi desierta. El lugar estaba tranquilo y más caldeado que su celda. Incluso tenía vistas al patio. Un césped pelado por el que deambulaban unos cuervos gordos y relucientes, que se peleaban por los desechos caídos de los tragaluces de las celdas.
Releyó el fragmento. Estaba segura de haber encontrado la escena mitológica que había inspirado el asesinato de Hugues Fernet. Había hallado otros ejemplos de emasculación en la mitología helenística, pero el ritual del puente de Iéna encajaba con el crimen de Urano. Se habían respetado algunos elementos precisos de la leyenda. Crono utilizó una hoz de piedra. El asesino del dibujo había empleado un hacha de sílex. El dios arrojó los órganos genitales al mar. El asesino había tirado su siniestro trofeo al Sena, sustituto parisino del elemento marítimo.
De momento, Anaïs solo veía un punto en común entre los tres mitos. Las tres leyendas hacían referencia a la relación padre e hijo, y en particular a un hijo problemático. El Minotauro había sido encarcelado por Minos porque era monstruoso. Ícaro había muerto por su torpeza, al acercarse demasiado al sol. Crono era un parricida: había matado y mutilado a su propio padre para hacerse con el poder en el universo.
¿Aportaba ello alguna luz sobre el asesino? ¿Era el asesino del Olimpo un mal hijo? ¿O, por el contrario, un padre encolerizado? Alzó la vista. Unos gatos callejeros se habían sumado al festín de los cuervos. Más allá, el cielo estaba cuadriculado por los cables de seguridad antihelicópteros y por alambradas de espinos muy afiladas.
Anaïs se sumergió de nuevo en la lectura. A través de esos dioses fundadores se accedía a un universo que nada tenía que ver con el de los dioses del Olimpo. Esos eran la generación anterior. Primitiva. Brutal. Ciega. Unas divinidades incontrolables, monstruosas, que representaban las fuerzas primarias de la naturaleza. Unos gigantes. Cíclopes. Seres tentaculares…
En ese aspecto, había otro elemento del asesinato que coincidía con esos tiempos primitivos. La altura de la víctima. Hugues Fernet pertenecía, simbólicamente, al mundo de los gigantes, de los titanes, de los monstruos… Anaïs tenía la certeza de que el asesino lo había elegido por esa razón. Su sacrificio tenía que ser desmesurado, fuera de toda norma. Se trataba de la era de los dioses originales. El tiempo del caos y de la confusión. Ese asesinato, además, había precedido a los otros, como los titanes habían precedido a los dioses del Olimpo.
Se puso en pie y buscó entre las estanterías obras sobre «arte primitivo». Los libros estaban allí gastados, fatigados y sucios. Se notaba que habían sido utilizados como armas de fortuna para luchar contra el aburrimiento, la ociosidad y la desesperación.
Encontró una monografía de máscaras étnicas. De pie entre las estanterías, hojeó el volumen. Según aquellas fotos, la máscara del asesino se parecía más a las del arte africano o esquimal. Ese detalle revestía importancia. El asesino del Olimpo no representaba. Cuando mataba, se hallaba en el corazón del espacio y tiempo de los dioses, los espíritus y las creencias ancestrales. «A sus ojos todo aquello era real».
Apareció una celadora. Hora de almorzar. Solo con pensar en tener que bajar con las demás, sintió una punzada dolorosa. Desde el día anterior, se sentía amenazada. Un policía nunca es bienvenido en el mundo carcelario, pero Anaïs tenía miedo de otra cosa. Un peligro a la vez más preciso y más vago. «Un peligro mortal».
Depositó los libros en un carrito y siguió los pasos de la carcelera. Pensaba en Mêtis. Un grupo poderoso, invisible y omnisciente que violaba la ley para servir al orden. «El gusano y el fruto se han asociado». ¿Eran esos hombres lo bastante poderosos como para actuar dentro de un centro penitenciario? ¿Para eliminarla y así reducirla al silencio?
¿Qué sabía ella exactamente?
¿En qué sentido representaba un peligro?