He perdido mi teléfono móvil.

—Original.

Chaplain dejó sobre el mostrador su última factura sin prestar atención al tono seco del vendedor.

—Ya no recuerdo qué tenía que hacer para consultar los mensajes.

Sin responder, el hombre tomó el documento y se sostuvo la barbilla entre el pulgar y el índice. Era la pura imagen del experto.

—Con este operador es muy sencillo. Llame a su número. En cuanto deje su mensaje, marque su contraseña y pulse estrella.

Tendría que haberlo imaginado. No contaba con ningún código.

—Muy bien —prosiguió en un tono neutro—. Quiero comprar otro teléfono. Con un nuevo contrato.

El vendedor, en lugar de volverse hacia el escaparate lleno de teléfonos, comenzó a teclear en su ordenador y a descifrar el número de contrato de Chaplain:

—¿Y por qué quiere un nuevo contrato? El suyo aún está activo y…

Chaplain cogió la factura y se la metió en el bolsillo. Se había vestido con una imagen al estilo Nono. Mitad Ralph Lauren y mitad Armani, y todo ello envuelto en un gabán azul marino levemente tornasolado.

—Olvídese de mi contrato. Quiero comprar un móvil nuevo. Con un nuevo número.

—Le va a costar una pasta.

—Eso no es asunto suyo.

Con aire de reprobación, el hombre empezó a sermonear en una lengua extranjera acerca de «monobloque», «cuatribanda», «megapíxeles», «Bluetooth», «messenger»… Ante aquel vocabulario, Chaplain hizo lo que cualquiera hubiera hecho en su lugar: eligió un modelo por su apariencia, teniendo en cuenta sobre todo su sencillez.

—Me quedaré ese de ahí.

—En su lugar, yo…

—Ese, ¿de acuerdo?

El vendedor esbozó una sonrisa de fatiga, como si dijera: «Todos son iguales».

—¿Cuánto?

—Doscientos euros. Pero si se queda el…

Chaplain colocó un billete de quinientos euros sobre el mostrador. El tipo cogió el billete, con gesto crispado, y le devolvió el cambio. Les llevó unos diez minutos cumplimentar el contrato. No tenía razón para mentir: firmó el contrato a nombre de Chaplain, rue de la Roquette, 188.

—¿Está cargado? —preguntó señalando el móvil—. Quisiera utilizarlo de inmediato.

El otro dibujó una sonrisa de iniciado. Rápidamente, sacó el aparato, lo abrió e introdujo en el teléfono una batería y luego la tarjeta.

—Si quiere hacer fotos —dijo al tenderle el móvil—, debería ponerle una tarjeta de memoria micro SD/SD HC. Usted…

—Solo quiero llamar por teléfono, ¿me entiende?

—No hay problema. Pero no olvide recargarlo esta misma noche.

Se metió el móvil al bolsillo.

—En mis facturas no aparece el detalle de las llamadas —prosiguió.

—No se lo envían a nadie. Todo está en internet.

—¿Cómo hay que hacerlo?

La mirada pasó del desprecio a un cierto recelo: el comercial se preguntaba de dónde saldría aquel energúmeno que tenía delante.

—Solo tiene que introducir en la página web sus datos de abonado y podrá consultar la lista de sus llamadas. Para su segundo número, repita la maniobra con el otro contrato.

—¿Se refiere al nuevo contrato?

—No. Su factura menciona otra línea.

Esta vez fue Chaplain quien sacó el documento y lo depositó sobre el mostrador.

—¿Dónde lo pone?

—Aquí —dijo el otro señalando con el dedo.

Miró a su vez. No entendía nada.

—No indica ningún número.

—Porque usted eligió la opción «oculto». Espere un momento.

Tomó la factura y volvió al teclado. En aquella tienda flotaba una fuerte atmósfera de Gran Hermano. Ese simple vendedor podía verlo todo y descifrarlo todo en cualquier existencia. Sin embargo, en esa ocasión fracasó.

—Lo siento. Es imposible averiguar absolutamente nada acerca de ese número. Tiene contratadas las opciones que impiden cualquier información o geolocalización. También ha pedido que no se le envíe ninguna factura. —Alzó la vista, dispuesto a dejar caer la conclusión—. ¡Su contrato es Fort Knox!

Chaplain no respondió. Ya había comprendido que ese era el número que le interesaba. El que contenía los secretos que buscaba.

—Claro —exclamó llevándose la mano a la frente—. Lo había olvidado por completo. ¿Cree que puedo encontrar los detalles de este en internet? Me refiero a consultar las notificaciones antiguas.

—No hay problema, a condición de que recuerde la contraseña. —Le guiñó un ojo—. ¡Y que haya pagado la última factura!

Chaplain salió de la tienda sin volverse. Tenía prisa por regresar al taller, navegar por internet y descifrar sus propios misterios.

En la place Léon-Blum se detuvo frente a un quiosco. Las portadas ya no mencionaban el tiroteo de la rue de Montalembert ni la masacre de la Villa Corto. Y lo que aún era más sorprendente, tampoco se hablaba de su fuga del Hôtel-Dieu. No aparecía su rostro en todas las portadas. No había aviso de búsqueda ni llamada a la colaboración ciudadana. ¿Qué pretendía la policía? ¿Una estrategia subterránea para trabajar con discreción? ¿Evitar sembrar el pánico en París por un fugitivo loco?

Esa táctica ocultaba una trampa, pero ya se sentía más ligero y más libre. Compró Le Figaro, Le Monde y Le Parisien. Le entró hambre. Un bocadillo. Al ascender por la rue de la Roquette, tuvo la impresión de alcanzar cimas más puras, una altitud benefactora. Allí arriba le aguardaban nuevas verdades.