Se despertó sobre la funda nórdica. Aún llevaba el pantalón de jogging y la chaqueta con capucha. Se sentía bien. Al abrigo. Protegido por ese taller que no conocía pero que sí le conocía bien a él. Abrió los ojos y observó, sobre su cabeza, el armazón remachado. Pensó en la torre Eiffel. Le vinieron a la cabeza las novelas de Zola, cuyos títulos había olvidado, en las que había hombres que vivían, dormían y trabajaban en talleres de ese tipo. Por unos días, sería uno de esos hombres.

Se incorporó entre las hojas manuscritas esparcidas. Recordó. Sus notas nocturnas. Internet toda la noche: Sasha y las otras páginas de contactos. Las últimas conexiones de Chaplain. Los nombres (únicamente alias) y los entrecruzamientos. No había obtenido nada. Luego buscó en el loft una agenda o una libreta de direcciones, pero tampoco las encontró. Se durmió alrededor de las cuatro de la madrugada.

A medida que chateaba, su convicción se había reafirmado. Nono no era un ligón, un obseso sexual o un solitario. Llevaba a cabo una investigación. Siempre esa maldición del viajero sin equipaje. Por una razón que no alcanzaba a imaginar, su personaje se había orientado al matchmaking. Una hipótesis: a través del laberinto de la red, buscaba a una mujer.

Sin embargo, era imposible decir a cuál. A lo largo de la noche había visto desfilar alias. Nora33, Tinette, Betty14, Catwoman, Sissi, Stef, Anna, Barbie, Aphrodite, Nico6, Finou, Kenny… Había leído los diálogos ineptos, las provocaciones sexuales, las palabras cariñosas y el amor en todas sus variantes, del deseo puro y duro a las esperanzas evanescentes.

El conjunto le había provocado un sentimiento ambiguo. Parecía que Nono tenía mucha labia, pero daba la impresión de que nunca pasaba a la acción. Sistemáticamente, después de una primera cita, las interlocutoras lo abordaban sin que él se dignara a responder. Chaplain ni siquiera estaba seguro de haberse desplazado. La única excepción: Sasha, la página de speed dating. Todas las noches, o casi, Nono asistía a las veladas de Sasha. Bares. Restaurantes. Discotecas. Podía seguir el periplo del cazador gracias a los mensajes que daban la dirección de la cita a los «seleccionados». El problema era que no tenía ninguna pista de lo ocurrido en la real life.

Estaban también las llamadas en el contestador. Podía devolver la llamada a esas mujeres, verlas e interrogarlas. Quizá a través de sus testimonios descubriría la naturaleza de su propia búsqueda. No tenía intención, sin embargo, de recomenzar esas citas de una noche.

Solo le interesaba una mujer, la del 29 de agosto.

«Arnaud, soy yo. Nos vemos en casa…»

Tenía que empezar de cero. Volver a las veladas de Sasha. Seguir, una vez más, el rastro de su sombra. Descubrir lo que su doble había buscado, y buscar a su vez.

Esa noche, había dejado mensajes en el foro. Consultó su buzón. Había sido seleccionado para la «cita» de esa misma noche, en el Pitcairn, un bar situado en el Marais. No estaba seguro de que muchos candidatos supieran lo que era Pitcairn, pero él sí: la isla del Pacífico donde se instalaron los amotinados del Bounty. Incluso hoy en día, una colonia reivindicaba allí a sus ilustres antepasados.

Baño. El estado de su nariz mejoraba. La tumefacción se reabsorbía. Las heridas cicatrizaban. Sin embargo, no tenía la mejor cara para una velada de ligue. Por lo menos, esa búsqueda tendría más glamour que sus últimas dos visitas al fondo de sí mismo. Después de los vagabundos y de los pintores locos, iba a sumergirse entre mujeres solteras.

Trataba de bromear y de tomarse las cosas a la ligera, pero no podía quitarse de la cabeza el asesinato de Jean-Pierre Corto, los disparos en la rue de Montalembert, los cabezazos contra el lavabo…

Bajó y se tomó un café. Eran las diez de la mañana. Taza en mano, recogió el correo que había dejado sobre la barra de la cocina y se instaló en el sofá del salón. Apartó el correo comercial y la publicidad y abrió la correspondencia administrativa. Su ausencia había provocado menos problemas de los que había imaginado. El banco le enviaba sus extractos de cuentas. La agencia inmobiliaria le recordaba el pago de su alquiler de dos mil doscientos euros mensuales, sin amenazas. Le vencía un contrato de seguro. Por lo demás, todo se liquidaba directamente de su cuenta, en la que había un buen saldo.

El último extracto del banco indicaba que tenía un saldo de veintitrés mil euros. La suma era espectacular. Buscó en el taller y dio con extractos anteriores con el detalle de los movimientos de la cuenta. Había abierto la cuenta en el HSBC en mayo anterior. Desde entonces, su saldo acreedor rondaba siempre esas cifras. Sin embargo, Chaplain no recibía ninguna transferencia ni ingresaba ningún cheque. ¿De dónde procedía ese dinero? A todas luces, era él mismo quien ingresaba sumas en efectivo en su agencia. Dos mil euros. Tres mil euros. Mil setecientos euros. Cuatro mil doscientos euros… Fuera cual fuese su trabajo, cobraba en negro.

Por un momento, se dijo que era gigoló. El tono de los mensajes, sin embargo, y la naturaleza de los intercambios con sus parejas no delataban unas relaciones tarifadas. Una cosa era cierta: no era ilustrador publicitario ni tampoco pintor. Su mesa de dibujo y su taller olían a decorado, como las cajas que Freire había apilado en su domicilio. ¿Quién era realmente? ¿Cómo se ganaba la vida?

Le vino a la cabeza un detalle. La conversación con el director comercial de la empresa RTEP. Solía hacer pedidos de aceite de lino diluido. ¿Era una simple tapadera o utilizaba realmente ese producto? Chaplain necesitaba esos stocks para otra actividad. Misteriosa. Lucrativa. Química. ¿Fabricaría drogas en algún sótano?

Esa actividad retribuida en metálico, fuera cual fuese, le permitía confiar en que en algún lugar del loft habría dinero escondido. Subió primero al altillo, pues lo más preciado se esconde en el corazón de la propia intimidad, lo más cerca posible de uno mismo. Desplazó los marcos, en busca de una caja fuerte. Levantó la cama. Registró el armario. Revolvió el escritorio. Nada.

Se detuvo frente a la flotilla de maquetas, dispuestas sobre el borde del altillo. Cada modelo medía entre setenta centímetros y un metro. De golpe, tuvo la convicción de que el dinero estaba dentro de uno de aquellos barcos… Con precaución, tomó la primera embarcación, un AMERICA’S CUP J-CLASS SLOOP según rezaba la placa de latón grabada en la peana. Alzó el puente. El casco estaba vacío. Volvió a dejar el barco y tomó el segundo, una embarcación de doce metros llamada Columbia. También estaba vacía. Examinó el Gretel, del Royal Sydney Yacht Squadron; el Southern Cross, del Royal Perth Yacht Club; y el Courageous del New York Yacht Club. Todos vacíos.

Empezaba a dudar de su intuición cuando movió el puente del Pen Duick I, el primer velero de Éric Tabarly. En el fondo había fajos de billetes de quinientos euros. Chaplain reprimió un grito de alegría. Sumergió la mano en aquel maná y se llenó los bolsillos, nervioso. Una palabra se dejó oír con más fuerza que ninguna: «Droga…».

Tal vez Nono multiplicaba sus contactos para colocar mejor su mercancía… De repente pensó en el modus operandi del asesino: heroína pura inyectada en las venas de sus víctimas. Descartó esa nueva coincidencia.

Cuando aún agarraba unos billetes, su mano halló otra cosa. Una tarjeta magnética. Extrajo el objeto, convencido de haber hallado la Visa o la American Express de Chaplain. Era una tarjeta sanitaria, en la que figuraba su nombre y un número de la seguridad social. Encontró también un documento de identidad, un permiso de conducir y un pasaporte. Todos a nombre de Arnaud Chaplain, nacido el 17 de julio de 1967, en Le Mans, en el departamento de Sarthe.

Se dejó caer al suelo. Ya no había la menor duda de su carrera criminal. Se había codeado con la delincuencia. Había comprado una documentación falsa. En el fondo, no estaba sorprendido. Estaba condenado a la impostura, a la mentira y a la vida clandestina.

Se puso en pie y decidió darse una ducha.

A continuación, iría a comprarse un teléfono móvil y, con la ayuda de los técnicos, trataría de recuperar los mensajes de su antiguo móvil, del cual había obtenido el número gracias a las facturas. Estaba seguro de que esa memoria le revelaría la identidad de sus clientes y la naturaleza de su comercio. Los llamaría. Negociaría. Comprendería qué esperaban de él. Luego se iría a la velada de citas rápidas de aquella noche.

La máquina de Nono volvía a ponerse en marcha.