Era un gran espacio abierto de más de doscientos metros cuadrados. Una estructura metálica remachada sostenía una alta vidriera. El suelo era de cemento pintado de gris. A derecha e izquierda, unas estructuras de ladrillos enmarcaban el espacio. La de la izquierda soportaba un gran fregadero y unas placas eléctricas, además de un frigorífico y un lavavajillas. En la de la derecha había innumerables tubos de colores, paletas, productos químicos, cuencos de tintas secas y con costras petrificadas, marcos, lienzos enrollados…

Un detalle atrajo la atención de Narcisse. Al fondo del loft, bajo un altillo, una mesa de arquitecto inclinada se apoyaba sobre otra vidriera, cuya vista estaba disimulada por unos bambús. Se aproximó y vio que había dibujos publicitarios y esbozos a rotulador o a carboncillo. Algunos incluso estaban enmarcados y colgaban en las paredes, sobre la mesa.

Así que Chaplain no era pintor a tiempo completo. Era también ilustrador y director artístico de publicidad. Además, allí no había ningún lienzo ni el menor esbozo que le permitieran adivinar qué tipo de cuadros pintaba. En cuanto a los esbozos publicitarios, no llevaban logo, ni nombre, ni marca. Era imposible adivinar para quién trabajaba Chaplain como director artístico. La única certeza era que trabajaba en casa, como free lance.

Volvió al centro de la habitación. Unas lámparas neoyorquinas, unas cúpulas de aluminio pulido, dominaban el espacio. Unas alfombras de motivos abstractos alegraban el suelo. Unos muebles de madera barnizada, sin ornamentos, dibujaban sus líneas depuradas en los rincones. Aquello estaba muy lejos de Janusz, el vagabundo, o de Narcisse, el pintor loco. ¿Con qué dinero se había pagado Chaplain todo eso? ¿Su trabajo como publicitario bastaba para pagar las facturas? ¿Vendía también cuadros tan caros como los de Narcisse?

Más preguntas, «a ráfagas».

¿Cuánto tiempo Narcisse había sido Chaplain? ¿Desde cuándo había alquilado ese loft? ¿Quién lo había pagado durante sus meses de ausencia? Regresó a la puerta donde había dejado el correo acumulado. A través de las ventanas de los sobres adivinaba la correspondencia administrativa, los avisos de pago y las facturas. Compañías de seguros. Bancos. Contratos de teléfonos. Antes de abrir esas cartas, se decidió por visitar el local.

Empezó por la cocina. Un mostrador de madera pintada, unos armarios cromados y robots último modelo. Todo estaba impecable, aunque cubierto de polvo. Chaplain era de hábitos maníacos. ¿Tenía una mujer de la limpieza? ¿Disponía esta de llaves del loft? Estaba seguro de que no era el caso. Abrió el refrigerador y encontró restos de comida, muy podridos, a pesar del frío. Como cualquier viajero sin equipaje, se había marchado sin saber que no regresaría.

Inspeccionó el cajón del congelador. En unas bolsas que crujían por el hielo había dim sums, judías, patatas… La simple visión de esos alimentos petrificados hizo que le ronronearan las tripas. Sacó los dim sums del embalaje y los metió directamente en el microondas. Por reflejo, abrió otros armarios y encontró salsa de soja y chile. En unos minutos, había devorado todas aquellas pastas al vapor, mojadas en las salsas que había vertido en tazas de café.

Una vez saciado, el primer deseo que tuvo fue vomitar, porque había comido demasiado deprisa. Se contuvo. Necesitaba fuerzas, energía: la partida continuaba. Dejó el plato vacío y las tazas en el fregadero. Recuperaba las costumbres de soltero.

Rodeó la cocina y subió por la escalera de hierro. La barandilla estaba hecha de cables de acero que recordaban las líneas de vida de un velero, a menos que fueran realmente líneas de vida recicladas.

La pasión por la vela se confirmó en la primera planta. Unas fotos en blanco y negro de veleros antiguos colgadas en las paredes. Unas maquetas, con cascos de madera barnizada, se alineaban en el borde del altillo. Por lo demás, había una cama de matrimonio con sábanas negras y una funda nórdica naranja frente a una pantalla gigante. A la derecha, detrás de unas puertas de madera oscura y lacada, había armarios.

Narcisse los inspeccionó. Camisas de lino. Tejanos y pantalones de lona. Trajes de marca… Zapatos a juego. Botas Weston, mocasines Prada, náuticos Tod’s… Chaplain era un dandi moderno de elegancia ostentosa.

Pasó al baño, situado detrás de una pared de vidrio laminado. Las paredes, con un revestimiento de zinc oscuro, daban la impresión de penetrar dentro de una cisterna, pura y fresca. Sobre el doble lavabo, unos monomandos difusores en cascada en lugar de los tradicionales grifos. A cada paso, Narcisse se hacía la misma pregunta: ¿de dónde salía el dinero con el que había pagado todo aquello?

Se decidió por una ducha casi fría. Diez minutos bajo el chorro crepitante le lavaron la sangre, la violencia y el miedo de las últimas veinticuatro horas. Salió de allí con una extraña sensación de fuerza y de inocencia recuperadas. Buscó entre los productos de aseo con qué desinfectar las heridas. Solo encontró perfume, Eau d’Orange Verte de Hermès. Lo roció sobre las heridas, se puso varias tiritas sobre la nariz y luego eligió una vestimenta informal al estilo de Chaplain. Pantalón de jogging Calvin Klein, y camiseta y chaqueta de muletón con capucha Emporio Armani.

Cuando empezaba a saborear el entorno familiar del artista descubrió, al pie de la cama, el contestador de una línea de teléfono fija. Se sentó sobre la funda nórdica y observó el aparato. La memoria estaba llena. Chaplain tenía amigos que se habían inquietado por su ausencia. Pulsó la tecla de reproducción, sin preocuparse de dejar huellas, pues las suyas estaban por todas partes y desde hacía mucho tiempo.

Esperaba encontrar llamadas angustiadas y voces afligidas, y en su lugar oyó las risas de una joven:

—¡Anda ya, Nono! ¿A qué juegas? ¿Estás de morros o qué? Audrey me ha dado el número de tu fijo. ¡Llámame!

La risa y la voz le recordaron la afectación de las dos fumadoras del primer taller. Narcisse miró la pantalla. La llamada era del 22 de septiembre. La segunda llamada era un maullido, o casi. Del 19 de septiembre.

—¿Estás ahí, cariñito? —susurró una voz de satén—. Soy Charlene. Tú y yo no hemos acabado…

El tercer mensaje era del mismo cariz, fechado el 13 de septiembre.

—¿Nono? Estoy con una amiga y pensábamos pasar a verte… ¡Llámanos!

Risas. Besos sonoros. Los mensajes continuaban así, al rebobinar la grabación. En ningún momento se oyó una voz de hombre. Ni una sola era una llamada ordinaria, es decir, neutra o calmada, y menos aún inquieta.

Volvió a mirar la decoración que lo rodeaba. Los veleros. La ropa de marca. La funda nórdica naranja, las sábanas negras. El baño de diseño. Cambió su conclusión. Aquello no era el taller de un artista, sino un picadero. No estaba en casa de un pintor solitario y torturado, del estilo de Narcisse. Nono era un seductor, un ligón. Parecía haber logrado ganar mucho dinero de alguna manera. Y pasaba el resto de su vida gastándolo con parejas consentidoras. Estaba muy lejos del hombre en busca de su pasado.

De repente, una voz seria y estremecedora surgió del aparato:

—Arnaud, soy yo. Nos vemos en casa. Esto empieza a dar miedo. Yo flipo.

Tono. Narcisse miró la fecha. El 29 de agosto. La hora. Las ocho y veinte de la tarde. De nuevo una mujer, pero la voz nada tenía que ver con los arrullos precedentes. Ya no era Nono, le llamaba Arnaud. La orden no sonaba como una propuesta sexual, sino como una llamada de socorro.

Era la última llamada grabada. Y, cronológicamente, la primera: 29 de agosto. Corto había dicho: «Te encontraron a finales de agosto, cerca de la salida 42 de la autopista A8. La salida Cannes-Mougins…».

Escuchó varias veces el mensaje. Fueron esas palabras las que le hicieron salir por última vez de su casa. Nunca había regresado a su loft. Las siguientes llamadas habían resonado en el vacío. Nono había muerto al ir a reunirse con esa mujer. De camino a Cannes, se había convertido en Narcisse…

¿La mujer vivía en Cannes? ¿Dónde la había visto en París antes de huir hacia la Costa Azul? ¿Había tenido el ataque antes de reunirse con ella? No. Si no hubiera acudido a aquella cita, habría alguna otra llamada de la mujer en el contestador. Por lo tanto, la había visto y su encuentro se había saldado con una separación definitiva.

A menos que hubiera llegado demasiado tarde…

Observó la pantalla digital. Era un número oculto. Y le daba vueltas a otra pregunta. Su red de conocidos era impresionante. ¿De dónde sacaba sus conquistas? ¿Cuál era su coto de caza?

Sentado aún en la cama, vio debajo de una ventana abuhardillada un pequeño escritorio de madera barnizada, estilo notario de principios del siglo xx, sobre el que había un MacBook. De golpe supo que había dado con «el arma del crimen». Nono cazaba en internet.

Se instaló frente a la pantalla y, mientras encendía el ordenador con la mano izquierda, corrió una pesada cortina delante de la ventana para protegerse de la luz. Por instinto, supo que había hecho ese gesto mil veces.

El Mac ronroneó y le pidió la contraseña. Sin titubear, Narcisse tecleó NONO. El programa le respondió que la contraseña tenía que tener un mínimo de seis caracteres. Tecleó NONONO, pensando en ese mismo instante en la letra de una vieja canción de Lou Reed: «And I said no, no, no / oh Lady Day…». La sesión se inició. Hizo clic en Safari y consultó el historial de sus últimas conexiones.

De golpe, se sumergió en otro mundo. El universo de la web 2.0, el de las redes sociales, de los portales de citas y los laberintos virtuales. Durante las últimas semanas de su existencia, Nono había navegado sin cesar y había multiplicado los contactos, los chats y los mensajes… Desfilaban los logos. Facebook, Twitter, Zoominfos, 123people, Meetic, Badoo o Match…

Nono buscaba y se exhibía a la vez, cazador y presa voluntaria. Por los horarios de las consultas, pasaba las noches charlando en la red y adoptando un tono divertido, serio, amistoso o libidinoso, según sus interlocutoras.

Narcisse se dijo que, detrás de aquella búsqueda compulsiva, quizá Chaplain buscara algo, o a alguien, «en concreto». Anotó los nombres de las diferentes webs visitadas y accedió a sus páginas de inicio. Nono entraba por igual a las redes dedicadas a las citas serias como a las direcciones de carácter puramente sexual, del tipo: «Haz clic y folla». Narcisse descubrió incluso sistemas de los que nunca había oído hablar. Como el que te avisa en el móvil cuando la mujer de tu vida pasa a menos de quince metros de ti, o el que permite identificar al instante la matrícula de un coche conducido por una belleza que le acaba de robar a uno el corazón.

Se concentró en los mensajes enviados o recibidos por Nono, en cualquier página. Le costaba entenderlos. En los chats, los mensajes estaban llenos de faltas de ortografía o abreviaciones de las que apenas adivinaba el significado: «x fa» en lugar de «por favor», «k acs?» en lugar de «¿qué haces?»… La lectura se veía además complicada por los emoticonos, que aparecían sin ton ni son. Toda esa literatura implicaba una fiebre y una excitación, pero también una soledad que preocupaba a Narcisse. No estaba seguro de querer remontar ese rastro.

Sin embargo, hizo un descubrimiento. A todas luces, había una página que interesaba en particular a Nono. Sasha, organizador de speed dating, esas veladas de citas en las que los solteros se encuentran uno tras otro y solo disponen de unos minutos para seducirse. El lema de la página era muy claro: «Siete minutos para cambiar tu vida».

Esa página contaba con un foro en el que uno podía presentarse y esbozar unos primeros diálogos antes de llevar a cabo las citas de verdad en un lugar público, y en los chats se referían a esas como dates en la real life.

Sin titubear, Narcisse se conectó.

En el instante en que escribió las primeras palabras supo que reintegraba su identidad precedente:

«Soy Nono, :-). ¡Ya estoy aquí otra vez!»