Despertó con un fuerte dolor entre los ojos. O incluso fue el propio dolor lo que lo despertó.

«Sensaciones». Su nariz había doblado de volumen y le ocultaba el campo de visión.

Un gran dolor latía bajo sus cartílagos rotos y solo pedía estallar en un grito. La hemoglobina se había coagulado al fondo de las fosas nasales y de los senos maxilares, y respiraba con dificultad. Embotado por su propia sangre.

Había recobrado el conocimiento en plena noche, pero no había tenido fuerzas más que para apagar la luz y tumbarse, vestido, sobre la cama. Un sueño profundo.

Con precaución, se levantó, en varios esfuerzos, con gestos inseguros de convaleciente. Se tambaleó hasta el cuarto de baño y se dio cuenta de que ya era de día. ¿Qué hora era? Ya no tenía reloj. Encendió el fluorescente sobre el lavabo. Se llevó una sorpresa relativamente buena. Su rostro no estaba demasiado tumefacto. En el caballete nasal tenía varios cortes con costras de sangre, fruto de los golpes contra el lavabo. Una herida más larga y profunda se extendía en el lado izquierdo, el tajo por el que debía de haber salido el implante.

En un acto reflejo, buscó en los bolsillos y lo encontró. Solo con pensar en que había llevado ese cacharro implantado bajo la piel durante meses, estuvo a punto de desmayarse de nuevo. Volvió a examinarlo. No había ninguna ranura ni relieve. Si era una microbomba, no veía cómo debía de funcionar… ¿Se trataba de un material poroso que dejaba filtrar el producto? Se guardó de nuevo la prueba en el pantalón.

Dejó correr agua fría sobre una toalla, se la colocó sobre la nariz y volvió a la cama. Ese simple movimiento le provocó dolor de nuevo. Cerró los párpados y esperó. Las sacudidas de dolor disminuyeron, como desaparecen poco a poco las ondas sobre la superficie de un lago.

A pesar de su estado, su resolución se mantenía intacta. Continuar el combate. Seguir con la investigación. No tenía otra elección. Pero ¿cómo? ¿Sin dinero? ¿Sin aliados? ¿Buscado por toda la policía de París? Dejó de lado esas objeciones y se concentró en sus nuevos indicios.

Lo primero era buscar las pistas de un asesinato por castración en 2009 en París, ocurrido en los muelles del Sena. De inmediato comprendió que, desde el fondo de su habitación, no tenía ninguna forma de avanzar en esa dirección. Pensó entonces en investigar los mitos griegos en los que tuviera lugar una castración. Renunció a ello. Tendría que encontrar un cibercafé, una biblioteca o un centro de documentación. Se imaginaba ya en mangas de camisa (no podía recuperar su chaqueta) vagando por las calles de París.

La evidencia. Se había emparedado vivo en esa habitación tapizada de moqueta naranja. Sin la menor perspectiva…

Lentamente, le vino a la cabeza otra idea.

Los muros de sus fugas eran porosos. Dejaban filtrar algunos leitmotiv. Su formación de psiquiatra. El recuerdo de Anne-Marie Straub. Su talento de pintor. Había tratado de remontar cada una de esas pistas, pero sin obtener nada.

Sin embargo, le quedaba la pintura. Si había sido pintor en otra vida, quizá había utilizado los mismos productos, las mismas técnicas que Narcisse…

Recordaba la caligrafía muy apretada del pequeño cuaderno. La composición de sus pigmentos, los porcentajes de las mezclas. El único problema era que ya no tenía el documento y no recordaba los datos…

De repente, se incorporó. Corto le había explicado que Narcisse, para fabricar sus colores, utilizaba aceite de lino rebajado, pero no uno cualquiera. Un aceite industrial que encargaba directamente a los distribuidores. Empresas que, por lo general, solo atendían pedidos de varias toneladas.

Podía empezar por eso. Los proveedores de aceite de lino de la capital. Si había sido pintor en París, quizá disponía de un contacto privilegiado con un proveedor de la industria química o agroalimentaria. Recordarían a un pintor que solo hacía pedidos de unos cuantos bidones al año.

En la habitación disponía de un teléfono fijo. La línea estaba conectada. Un reflejo le provocó una sonrisa, pero inmediatamente se le torció en una mueca de dolor. Sus músculos le hacían pensar en unos jirones orgánicos, desgarrados y expuestos al sol. Su nariz, en el cráter de un obús que le hubiera estallado en su propia cara.

Llamó primero al servicio de información horaria. Las diez y diez de la mañana. Luego llamó a información telefónica. Su nueva voz lo sorprendió: era nasal, cavernosa y extraña. Tuvo que llamar varias veces para obtener, departamento por departamento, la lista de todos los distribuidores de aceite de lino en Île-de-France.

En la mesilla de noche había un bloc con el logotipo del hotel, el Excelsior, y un lápiz. Anotó los nombres, localidades y números de teléfono. En la región parisina había una docena. Las poblaciones estaban diseminadas alrededor del cinturón parisino: Ivry-sur-Seine, Bobigny, Trappes, Asnières, Fontenay-sous-Bois…

Primera llamada. Narcisse explicó que era pintor y quería proveerse directamente de un industrial. El director comercial de la empresa Prochimie lo disuadió amablemente. Eran proveedores de productores de masilla, barniz, tinta industrial, linóleo… Nada que ver con lienzos y pinceles. Para eso tenía que ponerse en contacto con los especialistas en bellas artes: Old Holland, Sennelier, Talens, Lefranc-Bourgeois…

Narcisse le dio las gracias y colgó. Marcó el número de CDC, en Bobigny, especialista en ceras, barnices y resinas. La misma respuesta. Kompra, que distribuía metales y plásticos. Lo mismo. Los nombres y las voces se sucedían. Cada vez que lograba hablar con el director comercial, este le explicaba lo mismo que los demás. Tenía que dirigirse a los que vendían por litros y no por toneladas.

Iba ya por la séptima llamada, se daba cuenta de la inutilidad de su empresa y veía aproximarse el abismo de las horas venideras cuando su nuevo interlocutor, de la compañía RTEP, especialista en aceites naturales, preguntó:

—¿Arnaud? ¿Eres tú?

Narcisse reaccionó en el acto.

—Sí, soy yo.

—Dios mío, ¿dónde te habías metido?

Manipuló sus paredes nasales con la esperanza de recuperar su voz natural. Lo único que obtuvo fue un grito de dolor que logró ahogar.

—He estado de viaje —dijo quedamente.

—Tienes una voz rara. Me ha costado reconocerte.

—Tengo gripe.

—¿Qué tal la pintura?

—Bien.

Narcisse bajó la vista: su mano libre temblaba. Su cerebro crepitaba sobre un grill. ¿Era un milagro o un error? ¿El hombre se dirigía verdaderamente a otro de sus personajes?

—¿Llamas por un pedido?

—Exacto.

—¿Como de costumbre?

—Como de costumbre.

—Espera. Comprobaré el archivo.

Se le oyó teclear en el ordenador.

—¿Sabes que aún tengo tu pequeño cuadro en el despacho? —dijo mientras efectuaba la búsqueda—. Tiene mucho éxito entre los clientes. ¡No se creen que nuestra empresa contribuya a cosas así!

Se echó a reír. Narcisse no respondió.

—¿Dónde quieres que te lo entreguemos? ¿En la dirección de siempre?

—¿Cuál tienes?

—El 188 de la rue de la Roquette, en el 75011.

Existía un ángel de la guarda de los fugitivos.

—Eso es —respondió mientras anotaba la dirección—. Te volveré a llamar para el pedido. Tengo que comprobar los stocks primero.

—No hay problema, Picasso. ¡A ver si comemos un día de estos!

—Sin falta.

Colgó, alucinado ante la magnificencia del instante. Sentía el polvo de la moqueta que le picaba en el rostro y su nariz rota aún lo hacía llorar. Pero ahí estaba la victoria. El aceite de lino diluido lo había conducido a otro él mismo. Sin duda, al predecesor directo de Narcisse…